
Foto: Miguel Martínez Jiménez.
Nuestras caras nos eran familiares, como las de tantas personas que hemos coincidido en los mismos lugares y eventos en la ciudad. Si no fue compartiendo consignas dentro del palacio de Gobierno tras las declaraciones de Jaime Rodríguez, evento que me gusta recordar como “Derechos, no zonceras”, tal vez fue afuera del Congreso donde una enorme bandera de arcoiris alfombró las escaleras a los pies de Don Benito Juárez. El punto es que cuando cruzamos palabras el Día Internacional de Acción por la Despatologización Trans, parecía como si ya nos hubiéramos visto de algún lado. Ese día, un pequeño grupo de asistentes nos fuimos al Parián 47 a refrescarnos un poco y compartir impresiones. Ahí conocí pistas de su historia que me parecieron increíbles: había crecido sin papeles en Estados Unidos, pasó dos años en Belice donde comenzó la carrera de medicina, se mudó a Monterrey para inscribirse en el Tecnológico, y ahora dividía su tiempo entre el activismo LGBTIQ y su trabajo en la biblioteca del campus. Un par de meses después lo identificaría como el rostro (y el espíritu) fresco en el plantón del Movimiento por la Igualdad de Nuevo León afuera del Congreso.
La historia de Omar, que se teje entre bordes y márgenes, manifiesta lo identitario como una construcción porosa, abierta e inacabada. En una época de esencialismos peligrosos, conviene reflexionar sobre cómo las identidades sexuales han cedido o no a la tentación de defender categorías rígidas e inflexibles, a veces tiránicas, en pos de objetivos concretos, sin duda, pero a un costo muy alto.
Cruces/intersections
Omar nació en Chihuahua en 1993. Cuando cumplió apenas dos años, sus padres decidieron cruzar la frontera para darle una mejor vida a sus dos hijos. Un primo que se dedica a vender discos de música latina en Denver, Colorado abrió la puerta, y la promesa del sueño americano se hizo tangible y cercana. Ahí Omar vivió 18 años de su vida entre dos formas de ver el mundo. “Cuando eres migrante, es como si no supieras de dónde eres realmente; todo eso que dicen al respecto es verdad”. Aprendió a vivir con la angustia de no tener papeles, aunque recuerda sus años en Denver como un tiempo de espacios seguros tanto para su condición de migrante como para su orientación sexual.
Durante su paso por la escuela, tuvo la suerte de encontrarse con una maestra que metió las manos por él y su familia de un modo que cambiaría la vida de todos los involucrados. Jessica, su maestra de matemáticas y ciencias en distintos momentos de su educación secundaria, le ofreció trabajo a su madre como niñera de sus hijos. A partir de ese momento, la relación entre ambas familias se estrecharía a tal grado que Omar se refiere a Jess como su mejor amiga. La figura es crucial ,pues una vez que terminó los cursos de high school, Omar se enfrentó a la realidad de su condición de extranjero en el país donde creció, y la posibilidad de entrar a una universidad se hizo prácticamente imposible en términos económicos. En ese periodo, Jess le ofreció la oportunidad de mandarlo con sus padres a Washington, D.C, una ciudad vibrante y estimulante, una oferta que no pudo rechazar. Con los padres de Jess también desarrolló un vínculo afectuoso muy importante que afectaría el rumbo de sus planes de manera positiva.
Tras los ataques del 11 de septiembre de 2001, las medidas gubernamentales se hicieron más estrictas, las redadas que Omar ya conocía muy bien se intensificaron, se creó el Department of Homeland Security, y la protección de las fronteras se convirtió en prioridad. En ese ambiente hostil y lleno de obstáculos es que germinó la idea de estudiar medicina. Los padres de Jess cuentan con una casa de retiro en Belice, país en el que existe una especie de convenio entre la escuela de medicina y algunas universidades norteamericanas, cosa frecuente en la región caribe angloparlante. Así fue como le ofrecieron el apoyo para que se fuera a estudiar a ese país caribeño-centroamericano, con la idea de que así sería más fácil que terminara y ejerciera en los Estados Unidos. Era una apuesta por su futuro, y una aventura irrechazable. La idea de estudiar en México le parecía irrealizable, porque no se consideraba apto para tomar clases y presentar pruebas en español, un idioma que no manejaba académicamente. Belice era la opción perfecta.
Para Omar significó salir por vez primera de lo que ahora consideraba su país. Si bien la familia había vuelto en dos ocasiones a México por cuestiones de salud de algunos familiares en Chihuahua, en esta ocasión era diferente. Justo cuando la decisión ya estaba tomada, durante la administración de Obama surge el Deferred Action for Childhood Arrivals (DACA) que le daba permiso de trabajar o estudiar, y una especie de tregua, a las personas que entraron al país como menores sin documentos en regla: los llamados dreamers. Su hermano, por ejemplo, sí aprovechó ese respiro en la administración de Obama para enrolarse en una universidad. La familia y los amigos de Omar le preguntaron si estaba seguro de seguir con el plan de Belice ahora que podía quedarse en los Estados Unidos. Él no lo dudó: el plan ya estaba hecho y él quería concluirlo.
Su llegada a Belice lo confrontó con otras realidades que, aunque ajenas, le parecieron comprensibles. La condición particular de este país fronterizo parecía seguir marcando las características de contraste y entrecruzamientos que constituyen la propia historia de Omar. Radicó en la isla de San Pedro, aquella que inmortalizara Madonna en la “Isla bonita”, un paraíso caribeño hecho a medida del turista blanco y acomodado, donde se vio rodeado de una población afrodescendiente en la que las marcas del colonialismo todavía palpitan. A pesar de estar en Centroamérica, la cultura comparte tejidos culturales con la región de las Antillas anglófonas: a nivel lingüístico, en la gastronomía, en la música, en las formas concretas que adquieren la misoginia y la homofobia, por poner algunos ejemplos. Si bien la cuestión del idioma le abrió muchas puertas, su condición de mexicano le cerró otras.
“Una vez nos detuvo la policía de tránsito por una infracción menor. Nos extorsionaron, como es común, pero a mí por ser mexicano me quitaron más dinero. Me dijeron que a ellos los tratan muy mal en México y que entonces yo debería pagar por eso”. La discriminación de los mexicanos hacia los centroamericanos tiene una larga historia vergonzosa que no nos gusta reconocer, y los resentimientos son rancios y trenzados con supuestas hermandades. Una vez más Omar era traspasado por las fronteras, y no al revés.
Death to the batty man!
Durante su estancia de dos años en Belice, Omar se involucró en el activismo a favor de personas con VIH en la región. Lo hizo sobre todo por su interés en los temas de salud, como actividad complementaria a sus estudios, pero también porque siempre ha tenido esa necesidad de involucrarse en causas sociales. Ese impulso nace a partir de su propia experiencia como adolescente gay en Estados Unidos. Una marcada influencia es la de su tío Alfredo, primo de su padre y muy allegado a la familia, hombre abiertamente gay que vivía con su pareja y fungía como uno de los principales organizadores de la AIDS Walk en Denver, una carrera que reúne fondos para servicios vitales de personas que viven con VIH/sida. Aunque Omar recuerda que en las visitas del tío Alfredo la familia se esforzaba por velar ciertos detalles e información “delante de los niños”, él y su hermano llegaron a la conclusión muy pronto, pero lo más importante: el afecto, el respeto y la aceptación que sus padres le otorgaban a su tío en cada visita, lo animó a él mismo a salir del clóset sin tanto problema.
Desde que estaba en la high school se involucró en colectivos como Parents and Youth United, que tenía una agenda de apoyo al migrante muy notoria, y se involucró en los proyectos de apoyo a la educación de los hijos de minorías y en la defensa de derechos fundamentales en contra de los abusos de poder y la discriminación dirigida a los jóvenes “de color”; en otras palabras, sus inicios como activista están en el tema de la migración y la así llamada “raza” en el contexto estadounidense, algo que lo implicaba seriamente. El asunto de su orientación sexual y amorosa sólo pertenecía al campo de lo privado. Sin embargo, cuando Omar le contó a su maestra, amiga y mentora Jessica que era gay, ella, después de decirle que ya lo sabía y que estaba esperando el momento de la confesión, lo llevó de inmediato a una librería. Le regaló libros de sexología, de derechos humanos, de Harvey Milk y, además, le mostró centros culturales, históricos y políticos importantes para la población LGBTIQ en Denver, como The Center. El famoso lema del feminismo hizo su aparición: Lo personal es político.
Todas estas vivencias previas convergieron el día que conoció a Caleb Orozco, reconocido activista gay, cofundador y presidente del Movimiento de Defensa Unido de Belice (UNIBAM, por sus siglas en inglés), única organización de defensa de los derechos de las personas LGBTIQ en ese país. Su encuentro se dio de la forma más natural dado que Omar se había involucrado en la causa VIH/sida y Caleb es prácticamente la única voz pública en temas de diversidad sexual y amorosa en el país caribeño/centroamericano. Caminando por las calles a su lado en las jornadas de trabajo, Omar veía con angustia cómo era común que le gritaran a Caleb: Death to the batty man!, una forma peyorativa común en la región anglófona del Caribe para referirse a hombres gays o afeminados (batty se puede traducir literalmente como “trasero” o “nalgas”), que además es común escuchar en canciones populares de la región. Caleb ha recibido un sinnúmero de amenazas de muerte, de ataques hacia su persona y sus propiedades, principalmente por combatir la ley que penaliza las relaciones sexuales entre hombres hasta con diez años de cárcel.
La valentía y tenacidad de este hombre marcaron un ejemplo para Omar, quien nunca antes había vivido un clima de tal tensión y peligro por su orientación sexual. Después de todo, había crecido en Colorado, un estado más bien liberal, donde sus preocupaciones principales tenían que ver con su estatus migratorio. El tremendo contraste de la cultura caribeña le permitió ver cómo la opresión era vivida y combatida en un tono beligerante pero festivo a la vez. La identidad caribeña en su cruce con las identidades LGBTIQ genera matices singulares que Omar recuerda haber observado con mucho detenimiento desde su condición de eterno extranjero. La celebración de la diferencia en medio del riesgo latente y manifiesto le mostró que el orgullo es mucho más que un antónimo de la vergüenza: “Nunca como ahí me di cuenta de qué era el orgullo. Like… It’s okay to be gay…“.
Next stop: Monterrey
En estos años terminó desencantándose un poco de la medicina y apasionándose por nuevos asuntos. Ante la decisión de salirse de la carrera médica, su estancia en Belice ya no tenía sentido, y como su regreso a Estados Unidos no era una opción, decidió volver a México a estudiar una carrera diferente. Quizá fue su decisivo encuentro con realidades distintas lo que le hizo optar por Relaciones Internacionales. Su tenacidad, el apoyo de sus padres y un atractivo sistema de becas terminaron por llevarlo al Tecnológico de Monterrey, en su campus principal. Con el tiempo también desertaría de esa licenciatura. Ha decidido tomarse un descanso para explorar su vocación y sus intereses. Mientras tanto, trabaja para pagar sus gastos y la beca a crédito que obtuvo en el Tec.
Su llegada al país que lo vio nacer, y a una ciudad como Monterrey, lo enfrentó nuevamente a estos cruces del sentido de pertenencia que han formado parte de su biografía. Cuando sus compañeros del Tec se enteraban de que venía de Estados Unidos, pero era mexicano, y que por lo tanto tenía más facilidad para leer o expresarse en inglés y mezclaba palabras de uno y otro idioma, lo incluían y asumían una serie de ideas sobre él en relación con la clase social que Omar no entendía del todo. Cuando descubrió que tenía compañeras que habían estado en Europa de intercambio en la prepa, o que vacacionaban en Nueva York entre semestres, vio un México que era muy distinto al que pintaba su identidad en Denver. “Para mí fue algo como un shock ver que aquí hay mexicanos directivos, mexicanos empresarios, mexicanos con privilegios. Estaba tan acostumbrado a que en Estados Unidos los mexicanos eran casi siempre the help, o estaban detrás de un escritorio, dando un servicio para los demás. Me gustó ver eso, era algo nuevo, mexicanos de uno y otro lado de la línea del customer service”, me cuenta con una sinceridad desbordante.
Su estancia en México le ha aportado una reflexión constante de los privilegios que ahora, de pronto, asoman. “Conocí a una pareja de gays que fueron recriminados por un guardia de seguridad por ir tomados de la mano en Luztopia, en Parque Fundidora. Yo hice lo mismo con un chavo con el que fui a ese mismo sitio. Nadie nos dijo nada. Yo mismo le dije al chico: a nosotros no nos van a hacer nada. Son muchas cosas: la forma en la que vamos vestidos, la proyección de cierto tipo de masculinidad, incluso nuestro tono de piel. Y efectivamente, nadie nos dijo nada”.
Se involucró de inmediato con el activismo LGBTIQ local, al cual se acercó primero con interés documental y personal. Cuando el mal llamado “autobús de la libertad” llegó a la ciudad, varios activistas, entre los que se encontraban amistades del Tec que forman parte del grupo estudiantil AIRE, y del grupo universitario independiente UNESSI, se organizaron para manifestar su rechazo. Omar llevó su cámara fotográfica y comenzó a hacer un registro muy completo del evento, llamando la atención de quienes estaban presentes como Jennifer Aguayo y Mario Rodríguez Platas, quienes le preguntaron si podía compartirles sus fotografías. A partir de ese encuentro, fue invitado a las reuniones y comenzó a conocer al equipo que conforma Movimiento por la Igualdad en Nuevo León, al que poco a poco fue integrándose.
Omar ha aportado mucho más que su juvenil entusiasmo a la causa. Su experiencia previa e internacional en el activismo y su formación cultural-educativa-política en Estados Unidos lo pusieron en el lugar preciso para identificar las áreas de oportunidad del movimiento. “Se necesitaba estructura, una página web, una imagen, y sobre todo una agenda”. Indagando por su cuenta en el mundo del activismo local, se topó con detalles que le parecieron algo incomprensibles al principio. “No podía entender cómo las principales asociaciones civiles LGBTIQ dependían de individuos. Quiero decir, que todo el peso cae sobre un individuo, ¿qué pasa si se va? No hay protocolos, manuales, estructuras que permitan una organización y un liderazgo más horizontal. Hay una historia de egos muy fuerte en esta ciudad”, me dice entre risas cómplices. Su visión estadounidense le permite formular estas preguntas: “¿Por qué no pueden existir asociaciones estructuradas, que a pesar de sus diferencias, respondan a ideales comunes? ¿Por qué no existe algo como la American Civil Liberties Union, que respalde la lucha de todos los colectivos en defensa de las garantías individuales y civiles? No sé. Allá desde la escuela, en las clases, te hablan de Martin Luther King, es un referente muy pesado. Hay una educación para la organización y la participación ciudadana. Aquí no veo esos referentes con esa fuerza, hasta ahora”.
Omar se refiere a Jennifer Aguayo y a Mario Rodríguez Platas con profundo respeto y los llama sus referentes, sus maestrxs. De la mano de estas reconocidas figuras del activismo local continua aprendiendo día con día. Sus metas dentro del Movimiento por la Igualdad son muy claras: seguir colaborando en la estructura, en la organización de evidencias, en la transparencia, en evitar activamente conflictos de interés y documentarlo. También ve el reto de unir armoniosamente a las nuevas generaciones con las voces pioneras en la lucha por los derechos de la diversidad regiomontana. Reconoce que pocos jóvenes LGBTIQ de la ciudad se identifican con el estilo agresivo y provocador de alguien como Mario, por ejemplo, y eso borra un poco de su visión los grandes aportes que hicieron las y los precursores; y también nota que gente de generaciones anteriores no entiende, minimiza o desprecia temas nuevos como el lenguaje incluyente que es muy importante para las caras más frescas del activismo. Ahí Omar ve un reto interesante en el cual mete las manos, la voz y el cuerpo todos los días, ya sea en las reuniones o en su turno nocturno en el plantón afuera del congreso, educando, dialogando y traduciendo las diferencias de un lado a otro de la frontera generacional. Después de todo, no hay líneas divisorias que limiten a alguien como Omar.
*Imagen de portada: Saúl Yahir Ramírez Pérez.