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*Nota editorial:
Cabe resaltar en “Prenda íntima” el ritmo veloz, constante, que nos dirige de manera clara a conocer a los personajes desde las primeras líneas, sin necesidad de mayores apuntes biográficos ni diálogos ociosos. Este cuento narra una historia familiar, cerrada, de las que se dice “de eso no se habla”. Emilio Sánchez nos muestra que a veces, para contar una gran historia, lo más efectivo es callarla.
Orfa Alarcón
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Pelear la custodia de las gemelas, llevar tres veces por semana a su padre al tratamiento de diálisis, entregar a tiempo los reportes financieros de la empresa, habían dejado a Laura con diez kilos menos y una infección de riñón. Se había convertido en un esperpento, pensaba cada que se miraba en el espejo, la tez pálida, el cabello castaño escaso y descuidado, los ojos moribundos, el otrora cuerpo de suaves formas convertido ahora en un palo de escoba de casi cuarenta kilos, ahora sí que parecía una calavera, y pensar que su padre la había llamado de niña mi calaverita, por esos ojos hundidos y pómulos saltones que había heredado de su abuela materna, calaverita de mi amor. Menos mal que Virginia, la amiga de su difunta madre, estaba siempre ahí. Sin sus infinitas llevadas y traídas de documentos a los juzgados se habría perdido la demanda de divorcio y Rubén se habría salido con la suya, y esas tardes enteras que pasaba con las gemelas, mamá, por qué Virginia es tan grande, porque las duranguenses son grandotas, hija, no me gusta que Virginia hable tan fuerte, mamá, así es la gente del norte, hija, hablan recio, mi papá me dijo el otro día que a Virginia le tienen miedo los hombres porque es una caballona, así dijo, tu papá a veces dice cosas tontas, hija. Ahí estaba siempre Virginia, con ese aroma a lavanda que a Laura le sosegaba el ánimo, y había estado también durante los meses horrendos del cáncer de huesos que había acabado con la vida de su madre; Laura recordaba cómo Virginia, centauro de mujer, levantaba en vilo el cuerpo ya casi cadavérico de su madre sin denotar el menor esfuerzo, una especie de Dolorosa menonita era Virginia, una santa de proporciones monstruosas; era curioso cómo Laura, cuando se estaba quedando dormida, veía esa imagen de Virginia, el torso ancho, erguido y macizo con los brazos bien afianzados a la espalda y piernas de su madre, y a veces también recordaba la tarde en que, en casa de su madre, había entrado al baño y había encontrado a Virginia de pie junto al lavabo, una de sus manazas oprimiendo contra la nariz los calzones que Laura había echado a la ropa sucia el día anterior. Había sido como si el tiempo se hubiese detenido, se acordaba Laura, un larguísimo segundo en que los ojos tristes de Virginia la habían mirado con estupor y en el cual aquella mano agarrada a los calzones había adquirido una dureza como de tierra seca, la ropa interior pegada a la nariz cual si de un pañuelo se tratara. Laura había cerrado la puerta abruptamente y el incidente no había pasado a mayores porque su madre había muerto sólo dos días más tarde, luego de los cuales Virginia se había desaparecido para no volver a llamar sino hasta cinco años después, cuando se había enterado del divorcio de Laura y de las diálisis de Federico. Te invito a cenar, le había dicho Virginia, y se habían ido a comer coyotas, sí, Rubén no me quiere dejar un solo peso, Virginia, el muy hijo de la chingada, y las niñas la sufren, en verdad, ellas qué culpa tienen, lo más difícil de las diálisis es ver la cara de desamparo de mi padre, sí, Federico nunca fue un hombre fuerte, al final de la cena Laura tuvo la sensación de haber rejuvenecido, en verdad me hizo bien hablar contigo, Virginia, pero mi niña, si para eso estoy. Fue entonces que Virginia se había comenzado a hacer cargo de todo, de recoger a las gemelas en la escuela, de hacer el súper, de pagar la luz y el gas, como lo había hecho durante la convalecencia de su madre, igualito que un buen marido, pensaba Laura cada que se dirigía al hospital a ver a su papá, solo que mejor porque Virginia no le exigía sexo a cambio como se lo había exigido Rubén, y todo para que ella pudiera dedicarse a los cuidados de su padre y cumplir con las exigencias de la empresa, si había que pagarle al abogado e infinidad de trámites para ganar esa demanda. Y los días se sucedieron y Virginia comenzó a quedarse en casa por las noches: mírate nada más, Laura, estás hecha pedazos, déjame hacerte un consomé, siéntate, descansa un poco; y a Laura no dejaban de impresionarle las manos gruesas y angulosas, masculinas, de Virginia, la brusca diligencia con que pelaban los ajos, partían los limones y las cebollas, la dureza con que agarraban los cuchillos, lo callosas que se sentían cuando Virginia, luego de poner el plato en la mesa, le acariciaba una mejilla. Y Laura dormía tranquila sabiendo que Virginia estaba en el sofá cama de la sala, el olor a lavanda impregnado en todos los rincones de la casa, hasta que la salud de Federico empeoró y Laura tuvo que pasar días enteros en el hospital; afortunadamente Virginia estaba con las gemelas, y fue entonces cuando a Laura le volvió la gastritis por la comida de mierda del hospital, y vino después aquella infección de riñón, y el abogado le informó que Rubén solo pagaría la mitad de la pensión alimenticia, explíqueme eso, licenciado, y las palabras del abogado fueron meros balbuceos porque Laura sintió el pecho y los hombros muy fríos y entumidos, usted está al borde del desmayo, váyase a casa a descansar, y cuando Laura entró a su departamento se hubiera desplomado de no ser por las manos de Virginia que la sostuvieron de un brazo y de la cintura, ven acá, ven acá, mi niña, y Laura sintió cómo su cuerpo se vaciaba, era como si se le escaparan las entrañas y quedara solo una burbuja de aire, así deben de sentirse los cadáveres, pensó Laura, ahora sí que soy un cadáver, y se dejó llevar hasta el sofá cama donde Virginia se recostó primero recargando la espalda contra uno de los descansabrazos y Laura sintió cómo aquellas manazas la tomaban de la cintura y con cuidado la invitaban a sentarse entre las piernas de Virginia; Laura se hundió en lo mullido del sofá bajo sus nalgas, percibió la carnosa vastedad de los senos de la amiga de su madre abultarse bajo su espalda, y recargó la cabeza sobre la clavícula de Virginia: dice el abogado que…, mi niña no pienses, no hay nada que puedas hacer por ahora, mañana ya…, pero lo que nos quiere dar es una…, shsh, mi niña, shsh, descansa ya, lo veremos luego, y Laura sintió cómo la textura fibrosa de una de las manos de Virginia recorría su frente, ascendía hasta la escasa cabellera, se detenía ahí unos instantes como una babosa, los dedos escarbando en el cuero cabelludo, qué rico, pensó Laura, y la imagen de Virginia estupefacta adhiriendo su ropa íntima a la nariz cobró una súbita viveza, las niñas, no le pregunté cómo estaban las niñas, no se va a salir con la suya Rubén, mi niña ya no pienses, relaja el cuerpo, necesitas descansar, y la mano que no cesaba las caricias de la cabeza, qué alivio y Laura sintió los dedos de la otra mano de Virginia pasearse lentamente por su mejilla hendida, mi calaverita, dijo Virginia, mi pobre calaverita, y Laura ahora podía escuchar su propia respiración pausada, cada vez más sosegada y detrás de su espalda sintió la onda de calor que emanaba de la entrepierna de Virginia, como si fuera una bolsa de agua tibia que me alivia la espalda, pensó Laura, tal vez si el abogado apela Rubén se sienta presionado pero las niñas tendrían entonces que declarar en el DIF, de dónde habrá oído Virginia eso de mi calaverita, ahora Laura sintió la yema de los dedos de Virginia bajar hacia sus pechos y comenzar a hacer óvalos, muy despacito, alrededor de los pezones, uno, dos, tres, cuatro, cinco óvalos, contó Laura, y la otra mano que no cesaba las caricias de la cabeza, le habrá dado Virginia la medicina a las niñas, y una larga exhalación emergió del fondo de Laura, eso, mi niña, eso está mejor, y ahora Laura sintió la mano de Virginia bajar hacia su estómago y detenerse ahí como un gato robusto al acecho de un insecto, y esta vez Laura detectó la respiración acelerada de Virginia por medio del constante subir y bajar de los pechos masudos y vigorosos que sostenían su espalda, es como la respiración de una bestia, pensó Laura, gutural y profunda, con ese aire espeso que emerge de las fosas nasales y cae sobre mi cabeza; y Laura volvió a exhalar y al hacerlo se despojó del último vestigio de fuerza y se abandonó a la mano de Virginia que bajó, tranquila y constante, hasta su sexo para detenerse ahí y reposar, petrificada, en toda su burda y avejentada magnitud.
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