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Abelardo y Eloísa 

marzo 20, 20181 ComentarioSospechosas comunesBy Coral Aguirre

Foto: Detalle de una edición del siglo XIV del “Roman de la Rose”, vía wikipedia.org.

En 1969 en el Theatron de Buenos Aires veo El Preceptor de Bertolt Brecht, obra dirigida por Jorge de la Chiesa. Dardo y yo quedamos conmovidos: esa historia del preceptor medieval que se enamora de su pupila hasta alcanzar la plenitud de la entrega apasionada y la consiguiente punición de su tutor y pariente que castiga al invasor amoroso y manda a castrarlo. Emasculación que en escena alcanza el horror de los ritos de sangre más atroces. Es todo lo que recuerdo, pasión y castigo. Amor, censura y represión.

 

Mucho tiempo después vengo a advertir que se trata de una historia verídica y que el preceptor existió llamándose Abelardo y haciendo de su pupila, Eloísa, una de las amantes entrañables de la historia de la pasión amorosa. Hoy en día cuando dicto Textos Medievales me afano porque los jóvenes cuenten entre sus textos las cartas de Abelardo y Eloísa, las cuales son acaso el testimonio más curioso de los amores históricos. Por primera vez el mito tiene estructura racional y comprobable. Ya no se trata de Aquiles y Patroclo sino de dos conciencias históricas habitando el Medioevo, que se seducen uno al otro como suele suceder entre preceptor y discípula, o como legitiman los griegos al amante y el amado, que son siempre maestro y alumno, por supuesto.  

 

Conocemos los hechos por la pluma del mismo Abelardo (1079-1142) cuya intención sin duda fue trascender los infundios y el escándalo de sus amores para reflexionar sobre la ética, la pasión carnal y asimismo dar a su amada el sitio que tuvo en sus reflexiones filosóficas y en su pensamiento religioso, pero sobre todo para certificar su caída y redención. Tituló su cuasi biografía Historia Calamitatum y reconozco que tuvo la integridad de tratarla con la sencillez de los grandes relatos.  

 

En cuanto a Eloísa, su memoria existe por la boca de su amante, porque en tanto mujer ni siquiera se conoce la data de su nacimiento y, salvo lo que la vincula directamente a Abelardo, no hay nada en sí misma que pudiera interesar porque pareciera, acudiendo al lugar común, que detrás de todo gran hombre hay una gran mujer —aunque anónima, desapercibida, ahistórica y fantasmática—, y por fin porque hay un destino común en la vida de todas las mujeres: la de su desaparición de la Historia y de los grandes tratados científicos, morales, filosóficos, como bien pudo advertir Virginia Woolf en sus incursiones por las sofisticadas bibliotecas londinenses.  

 

Aquí, en esta fábula, Eloísa es un halo o una sombra que rodea la figura plena de Pedro Abelardo, filósofo de la Edad Media, contrincante de San Bernardo de Claraval, maestro de la ética que distingue entre la acción y la intención dándole a esta última la prioridad de interpretar y juzgar aquella. Ergo, la intención que precede a la acción ya es en sí misma acto.  

 

En él todo es Historia, en ella leyenda, y la mirada masculina que la fija, basta. Es el propio Abelardo quien la inmortaliza de un modo raro, puesto que contamos con sus cartas que dicen de ella y de sus elecciones contraviniendo las que su amante propusiera para ambos. Así el tamaño de la autonomía de esta mujer, también filósofa, también erudita, quien ilumina nuestro ser femenino aun en medio de las sombras a las cuales una larga tradición constriñe por mujer y por, en tales condiciones, elegirse sujeto. 

 

Abelardo tiene 37 años y una fama bien ganada dentro de su profesión de teólogo y filósofo cuando conoce a Eloísa de 17, la memoria inventora dice que muy bella y muy culta. Y también dice en sus propias palabras que fue él quien procedió a ganar la confianza del tío para volverse su preceptor. Su obsesión por la muchacha era tan intensa que además procuró su venia con mentiras sobre su economía, para hospedarse en su misma casa. Y el estudio de la lección nos ofrecía los encuentros secretos que el amor deseaba. Abríamos los libros pero pasaban ante nosotros más palabras de amor que de la lección. Más besos que palabras. Ninguna gama o grado del amor se nos pasó por alto. Y hasta añadió cuanto de insólito puede crear el amor. 

 

El texto de Abelardo concebido con una modernidad sorprendente, puesto que se dirige a un supuesto lector amigo o colega a quien relata con minucias su historia, insiste en que el tío —demasiado confiado en la integridad de su condición de maestro erudito—  descubrió el asunto por puro azar. Separados abruptamente, ninguno de los dos halló consuelo a pesar de tanta vergüenza y pronto el embarazo que Eloísa comunica a su amado pone a éste en acción. Rapto y fuga y por fin el nacimiento de Astrolabio, el hijo. Sin embargo, el tío se pone loco, y medio trastornado amenaza a los amantes con las peores venganzas. De modo que Abelardo, así lo cuenta, regresó de su escondite para jurarle al pobre hombre que se casaría con la sobrina siempre y cuando fuera en el mayor secreto y no enturbiara su carrera teologal, si de verdad sabía lo que era el amor, que recordara a cuanta ruina habían llevado las mujeres a los más encumbrados varones desde el inicio del mundo. De modo que pronto sabremos que lo que llevó a tanto denuedo por conseguir a Eloísa fue simple y llanamente la concupiscencia varonil que sólo quería conseguir el cuerpo femenino arrogándosele a ella el mal íntegro: doblegar a los hombres y hacerlos pecar. Su debilidad no es tal según el monje medieval sino el resultado de las ardides femeninas.  

 

Lo que vamos a vislumbrar a partir de ahora hasta el final de la historia relatada por Abelardo, y de las cartas, es lo mismo de siempre: ningún acto, pensamiento u obra de la mujer tendrá la altura de los actos masculinos y todo lo que de ella proviniere será puesto en cuestión.  

 

La primera condenación resulta de la respuesta de Eloísa, ella reniega del casamiento teniendo en cuenta que arruinaría la reputación, por lo tanto, la carrera de su compañero. Le horrorizaba este matrimonio que más que todo sería para mí oprobio y carga. E insiste en recomendarle la lectura de los filósofos de la Iglesia que tanto han tratado sobre el celibato para ahondar en pensamientos y actos que honren a Dios. Cabe aquí preguntarse al menos por un momento quién de los dos ama más, si Abelardo proponiéndole matrimonio a pesar del riesgo que corre, o Eloísa negándose a ello por el bien de él.  

 

Leyendo a Abelardo uno discurre entre la indignación y la condescendencia teniendo en cuenta la sinceridad con que cree y afirma su debilidad primera, la de la carne, y luego una vez castrado, la dignidad con que sermonea a Eloísa respecto del único amor que uno y otro deben ejercer, a la Iglesia y a su Señor.  

 

Pero sería injusto de mi parte, quedarme en la réplica que generalmente se impone por parte de nosotras a los hombres. Investido de santidad, doblegado por la dulzura del amor al prójimo donde incluye largamente a las mujeres de todos los tiempos que primero fueron madre, hermana, amigas, anfitrionas, seguidoras de Jesús, luego las que propagaron su palabra y por fin las que en cada ocasión se han jugado la vida en su nombre, Abelardo no se ahorra en un largo mensaje lleno de reconocimiento hacia ellas. Y es sincero como lo ha sido a lo largo de sus cartas.  

 

Sin embargo, eso lo hace más divino que humano, atendiendo con largueza sus propias debilidades que no lo son en tanto ha confesado y se ha hecho dueño de sí mismo en nombre de su fe y siendo tan generoso con la índole femenina que lo ha perdido por un momento. ¿Qué queda entonces para Eloísa? En su sexta carta a Abelardo, ella le confiesa: 

 

Los sentidos, y no el afecto, te han ligado a mí. La tuya era una atracción física, no amor, y cuando el deseo se apagó, con él desaparecieron también todas las manifestaciones de afecto con las que tratabas de manifestar tus verdaderas intenciones: aun cuando duermo, sus falaces imágenes me persiguen. Aun durante la santa Misa, cuando la plegaria debería ser más pura, los oscuros fantasmas de aquellas alegrías se apoderan de mi alma, y yo no puedo hacer otra cosa que abandonarme a ellos, y no logro ni siquiera rezar. En vez de llorar, arrepentida por lo que he hecho, suspiro, lamentándome por lo que he perdido. Y delante de los ojos te tengo siempre no sólo a ti y aquello que hemos hecho, sino también los lugares precisos en los que nos hemos amado, los distintos momentos que hemos pasado juntos, y me parece estar allí contigo haciendo las mismas cosas, y ni siquiera cuando duermo logro calmarme. A veces, a partir de un movimiento de mi cuerpo o de una palabra que no llego a apresar, todos entienden en qué cosa estoy pensando.  

 

Cuando se cruzan estas cartas han pasado más de diez años de separación en donde no se han visto nunca.  En cuanto a la respuesta a Eloísa, con fina estrategia Abelardo se refiere a ella pero asimismo a todas las monjas que ha reclutado para el proyecto del monasterio que él mismo ha auspiciado y sostenido: Paráclito. Respuesta canónica, llena de citas de los Evangelios y donde no hay una sola frase que proponga el tú y yo sino el predicador y su grey. Trata pues, tú que me oyes, de tener un pozo y fuente propios a fin que, cuando tomes el libro de las Escrituras, comiences a tener una comprensión de él desde tu propia percepción y en consonancia con lo que has aprendido en la Iglesia (…)Intenta cavar la tierra y limpiar tu espíritu de impurezas, echar fuera la desidia y sacudir la modorra del corazón. Escucha pues lo que dice la Escritura. 

 

Por el contrario las cartas de Eloísa tienen territorio propio, su cuerpo, al que no elude, su corazón, que si late por Cristo también puede acompasarlo con el amor a su antiguo amante. Cartas que revelan la sabiduría de ejercitarse en una fe inquebrantable y de la obediencia a su Señor, y no obstante, cuyo caudal no borra el otro, el del amor al hombre que eligió como su compañero de vida y que ahora le enseña el camino de la entrega al Otro, al divino.

 

Reitero la misma pregunta sobre su vínculo amoroso: ¿Quién amó más? ¿Qué elige cada uno de nosotros para sí mismo: amar mucho, como señala la epístola de Lucas 7:47 al reproducir la respuesta de Jesús a uno de sus discípulos respecto de María Magdalena —Por eso te digo que quedan perdonados sus muchos pecados, porque amó mucho—, o bien, amar, según Abelardo, dentro de la Ley divina y sus preceptos? La admiración de Jesús por María Magdalena está más allá de su cumplimiento, él admira en ella lo que quizás él mismo como Abelardo no puede alcanzar aquí en la tierra, entre los hombres y las mujeres, entre los colegas y los amigos, los amantes y los maestros, los discípulos y su gente. Puesto que amar es adherir a la integridad del Otro en cuerpo y espíritu. Es ser conmovido por el rostro del Otro, es ser Otro en la investidura del presente, de la presencia, del Heme aquí que lanza cada ser cuando esto ha sucedido. Y no dudo en afirmar que no hay acto más difícil y más singular que el de amar. Muy pocos alcanzan esta gracia. 

 

Pienso en la saña con que grandes o pequeños maestros (supongo que pequeños, sobre todo) critican a sus discípulos cuando estos han llegado a la plenitud de su profesión. Pienso en qué lejos del amor que debiera haber entre ambas partes, se encuentran preceptores como Abelardo, cuyo erótico amor, (todo amor es erótico, sobre todo el de los maestros y discípulos) fue traicionado por su propia desconfianza, por su falta de solidaridad. 

 

¿No sería mejor que al cabo de los años pudieran decir de uno, como lo hizo Cristo con María Magdalena, que ha amado mucho? Así pues, honro a Eloísa porque siento en sus letras la palpitación de quien ha amado más.  

 

 

*Imagen de portada: Detalle de “Abelard and his pupil Heloise”, de Edmund Blair Leighton, vía wikipedia.org.   

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Sobre el autor

Coral Aguirre

Nacida de madre violinista, danzarina, teatrera y lectora. Mi medio natural es esa cuna de notas, primeras posiciones de la danza, las lecturas de Álvaro Yunque y otros autores argentinos y clásicos. Por ella conocí a Shakespeare y Lenin antes de llegar a la primaria, de fuerte extracción socialista y de ascendencia guaraní grabó en mí a los despojados de la tierra. Lo demás viene de suyo.

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1 Comentario
  1. Responder
    julio 14, 2021 at 2:33 pm
    Gustavo Miguel Rodríguez

    Hola Coral, te escribe Gustavo Miguel Rodríguez desde Puerto Madryn. En 1987, gracias a tu generosidad, pude participar del Encuentro de Teatro Antropológico en Bahía Blanca. Soy de Coronel Dorrego y compartimos la amistad con Jorge Chiaradía.
    Acabo de leer tu comentario sobre El preceptor, y el recuerdo de la puesta en Buenos Aires por Jorge Della Chiesa. No te podés imaginar la emoción que aún me invade. Estaba repasando el Teatro Completo editado por Cátedra, con traducción de Miguel Sáenz y no lograba ubicar El preceptor entre las obras. Por una cuestión puntual necesitaba detalles de la obra. Me llamó la atención de que no estuviera incluida. Pensé que podría ser de autoría cuestionada. Busqué en Internet y fue entonces cuando encontré tu nota. Emocionante. Yo también estuve en Theatron, vi esa puesta, con Rodolfo Maertens (fallecido poco después), Linda Peretz, Cristina Monrós, en fin, magníficos actores. Empecé a estudiar teatro en Theatron pero ya no estaba Della Chiesa. Mi profundo agradecimiento porque lograste reunir en tu recuerdo momentos imborrables.
    Mi abrazo. Gustavo

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