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Al Alba

marzo 20, 2018Deja un comentarioDel lectorBy Minerva Franco

Foto: pixabay.com.

El teléfono suena. Una claridad absoluta me ciega momentáneamente. La habitación contigua vibra como un vagón de tren. Escucho el sonido fuertemente. Las imágenes no cesan. Una tras otra se aparecen, pantallas de cristal ante mis ojos. Conversaciones anónimas sin sentido, las escucho claramente. Estoy atrapado entre los brillantes colores de los rayos de sol y las caras del techo.  

 

El sonido me persigue, insistente…riiiiiiiing riiiiiiiing riiiiiiiing inunda el aire de la habitación, confundiéndose con los colores matutinos que me cautivan. Pero no puedo moverme, no quiero moverme, no lo necesito. Mis hombros pesan; algo en mi boca calma los múltiples cerebros que tengo en mi cabeza. El beat fuerte, cambiante está en mí, el beat y una sensación de dolor y acritud en mi boca. Ayer tenía una duda sobre no sé qué tema acerca del universo, sé que me enfrasqué en una discusión que no iba a ningún lado, pero no recuerdo sobre qué fue.  

 

Veo mi reflejo, mis rasgos adultos en el vidrio que cubre mi foto de cuando niño. Estoy sonriente, con una mano en el pecho, ingenuo. Mi reflejo en cambio está indeciso, con recuerdos incompletos. En las cejas ronda una especie de sorpresa que no se manifiesta del todo. Las arrugas de la frente indican cierta actitud de indiferencia y mis ojos, mis ojos sólo están ahí, mirándome. Algún recuerdo tuyo tengo por aquí, algo así como un brazalete o una nota en un libro, encuentro las dos cosas fácilmente, el brazalete nunca lo había visto, es tejido y tiene en la única cuenta hecha de pasta el dibujo de un peyote, muy hippie para mi gusto. La nota no tiene fecha, sólo dice: Te quiero como el mar tiene dos sabores, uno a bronceador y otro a salecita. No entiendo la nota, está firmada con un garabato, así que puede ser o no tuya, de igual manera la tiro, después de grabarla en mi memoria; la memoria buena, la que puede almacenar recuerdos completos por un par de días, la que sólo se erosiona si yo se lo indico.  

 

Me he despertado viendo una fotografía tuya, estabas dormida en tu cama, con las sábanas de rayas verdes horizontales, tu cabello revuelto, abrazabas sin ánimo la almohada, las sábanas colgaban de un lado de la cama, recuerdo muy bien la foto, pero no recuerdo quién te la tomó, ni por qué. He visto otra fotografía también, de una playa, una playa en la que parece estuvimos hace algún tiempo, pero por supuesto no puedo asegurarlo. Como tampoco puedo asegurar el número de colores que se cuelan por la ventana ni el número de veces que he escuchado cierta canción en mis audífonos.  

 

Recuerdo olores, vagos olores y me sigo perdiendo en este espacio de color, que no tiene tiempo definido, donde no existe el horario. El sonido taladrante del teléfono, me hace pensar que hay otro lugar, otro tiempo, donde una vez fuimos. El sonido y unas letras impresas de un libro, casi recuerdo qué decían, casi puedo leerlas, pero me pierdo en las contorsiones de las letras, que suben y bajan y realmente no llegan a ningún lado, no hay renglones, no hay límites reales en la hoja del libro y sin embargo… se detienen. Y entonces me inunda una desesperación tal, comprendo, aprehendo el significado del límite, de lo finito tan abstracto para mí como aquello que no tiene fin o no puede medirse o nombrarse.  

 

Ahora las caras del techo cambian su posición, unas siguen sonriendo, pero otras tienen gestos de reprobación, como si supieran mis pensamientos y me reprendieran por decir que acabo de descubrir, de sentir el significado del límite y de lo finito. Entonces maldigo a las caras y quiero gritarles pero no puedo, no puedo porque caigo en cuenta que  mi mano siempre ha estado sobre mi boca, apretándola cruelmente. No es que no pueda gritar, ¡es que mi mano está encarnada a mi boca!, como si hubiese nacido así, como si fuese una siamesa maldita, extraña, con la cual no comparte ningún órgano, sólo la inutilidad de estar pegadas, juntas.  

 

Luego me olvido de mi boca y también de mi mano; se me viene el eco de un grito, tal vez ha salido de mí, tal vez por eso tengo a las siamesas malditas impidiéndome hablar. La espalda me duele, el cuello rechina. El teléfono suena, in-sis-ten-te-men-te; como escenas de una película vieja me veo diciendo ante la bocina sucia: —Sí, pero rápido, por favor, ¡ayúdame!  

 

Me levanto ante ese extraño recuerdo y al pasar por mi cama, de reojo, noto unas sábanas de rayas horizontales verdes, manchas rojas y algo de cabello suelto, revuelto entre ellas ¿mi cama? La mano, la fotografía, mi boca, el grito, los colores, la brillantez de la luz… todo gira a un ritmo desfasado, lento y veloz simultáneamente Estoy ante el teléfono… ella está ahí, no sé cómo ha sucedido.  

 

*Imagen de portada: pixabay.com. 

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