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Sólo caminaba por ahí

abril 20, 2018Deja un comentarioArtículospor Yenny Ariz Castillo

En las afueras de un colegio privado chileno de la ciudad de Concepción observé la siguiente escena: una mujer, que conducía una camioneta enorme y costosa, se detuvo en segunda fila para esperar a sus hijos, bloqueando el acceso al lugar de estacionamiento, mientras los vehículos que venían detrás de ella no podían avanzar. Uno de los choferes de estos vehículos manifestó al encargado del parquímetro el deseo de estacionarse, por lo que este se acercó a la mujer diciéndole: “Señora, ¿podría estacionarse o avanzar, por favor?”. Ella lo ignoró durante minutos, dirigiendo su vista hacia adelante, pero alternando este gesto con breves miradas despreciativas hacia quien le solicitó que se desplazara unos metros para que el otro chofer se estacionase.

 

Una vez que los niños estuvieron dentro de la camioneta, la mujer se alejó sin más. Yo, que en ese momento caminaba por la acera, no solo fui espectadora de la larga fila producida por la prolongada espera de la “señora de la camioneta”, sino que además escuché la interpretación del encargado del parquímetro: “Tienen camionetas de quince millones y se niegan a pagar un par de monedas en el estacionamiento por cinco o diez minutos”, dijo, mientras movía la cabeza de un lado para otro. No se refirió a la actitud displicente de la mujer, ni a la humillación de la que fue víctima. Se atuvo a su preocupación objetiva: la administración del espacio del estacionamiento; no juzgó —¿o no se atrevió a juzgar? — la actitud de la señora, pero sí su supuesta tacañería, ominosa además si en esta ocasión las apariencias no engañan: el contraste del valor del estacionamiento con el alto costo de su vehículo.

 

Sin embargo, desde mi perspectiva, el contraste mayor se produjo entre la cordial conducta de él versus la actitud altanera de ella. En este sentido, algunas preguntas interesantes serían: ¿el hombre se mantuvo cordial por civilidad, por costumbre o por sumisión, en el marco de un asunto nimio, quizás, pero atravesado por la cuestión de la clase? ¿Por qué ella no lo consideró digno de atención y lo transformó en “parte del paisaje”? Esto último fue lo que más llamó mi atención ¿Se puede ignorar, tan impasiblemente como ella, a una persona que intenta comunicarse con nosotros?

 

El clasismo en Chile no es novedad; pertenezco a un país en el que no existe un aspecto de la vida que no esté condicionado por la clase social: educación, vivienda, alimentación, círculos sociales, y un largo etcétera. Nuestra literatura ha dado cuenta de este fenómeno: los espacios señoriales y los barrios populares se encuentran claramente delimitados en diversas obras, constituyendo micro-espacios, con lenguajes y costumbres propias. A modo de ejemplo, en la novela decimonónica Martín Rivas (1862) de Alberto Blest Gana, el personaje principal, provinciano de humilde procedencia, transita tanto por el mundo de los aristócratas como por el de los trabajadores, estos últimos llamados despectivamente “la clase de medio pelo”, permitiendo al novelista realizar un retrato completo del Santiago de Chile de la época.

 

Ya en el siglo XX, obras como las de José Donoso indagan en la constitución de la llamada clase alta chilena. Los conflictos presentados en su novela Coronación (1957) provienen de las interacciones que se producen entre clases; la novela da cuenta de un mundo aristócrata que se está devorando a sí mismo, y su fin se refleja en la muerte de Elisa Grey de Ábalos, anciana que vivía de sus recuerdos de lujo y grandeza en un marco de locura y demencia senil. Todo esto en un momento en que la aristocracia chilena entraba en franca decadencia.

 

No obstante, es en una obra posterior de Donoso, el cuento “El hombrecito” (1960), donde a mi juicio se encuentra una frase que delata la manera en que la clase “señorial” mira a quienes les prestan servicios; más que una frase, es un verbo. Los “hombrecitos” son, en el relato, aquellos empleados de las casa señoriales encargados de servicios menores de limpieza y reparación que requieren un esfuerzo físico mayor que el permitido para las criadas (porque son mujeres y están dedicadas a la cocina, al cuidado de los niños y al aseo, diferencia de género que también atraviesa este cuento y Chile, pero ese ya es otro tema). En esta obra de Donoso, una mujer se desespera porque no encuentra quién se haga cargo de los desperfectos de su casa. Ajeno a cuestiones domésticas, su marido le pregunta: “¿Por qué no le dices a la María Salinas o a la Fanny que te presten sus ‘hombrecitos’?”.

 

Que “te presten”. Donoso, nacido en medio aristócrata, naturaliza en la voz de su personaje la forma en que se ordena el mundo para esta clase en el Chile de los cincuenta. Un ser que puede ser prestado no puede preguntar ni quejarse si es enviado a trabajar a otra casa, porque es una especie de propiedad de sus patrones. Los hombrecitos no preguntan, trabajan en silencio. Al parecer, desde el momento que un individuo cree ocupar un lugar “superior” en el escalafón social, tiende a cosificar al otro, al diferente y al que se considera inferior, y para marcar esta situación se utilizan motes que deforman lo humano: “hombrecito” es la cosificación de un hombre disminuido, “cariñosamente” disminuido.

 

También el lenguaje se emplea para recordar a cada cual —y cuando sea conveniente— el lugar que ocupan en la escala social. Imposible olvidar Machuca (2004), película chilena dirigida por Andrés Wood, en la que dos niños de estratos sociales diferentes traban amistad en el Chile previo al Golpe de Estado de 1973. En una de las escenas finales, Gonzalo, niño de clase alta, presencia el allanamiento de la toma de terreno en la que vivía su amigo Pedro Machuca, y la detención de los vecinos, incluyendo a la madre de Pedro junto a su hijo. Cuando el policía intentó detener a Gonzalo, por encontrarse entre la gente de la toma, el niño le gritó con prepotencia, pero también con horror: “¡Mírame!”, mensaje que contiene su condición social: Yo no pertenezco a este sitio. El policía obedece, fijando su atención en las zapatillas y ropa del niño, retrocede y lo expulsa, ordenándole alejarse a toda velocidad.

 

De esta forma, a pequeña y a gran escala, el lenguaje da cuenta de quiénes somos, y desde dónde miramos a los demás. El lenguaje pero también el silencio. Dialogar con alguien implica considerar al/a otro/a digno de nuestra atención. Le otorgamos el derecho a, por ejemplo, entregarnos información, pero también, a disentir u objetar algo que digamos. Es así, como, regresando a la escena inicial de estas líneas, habría que preguntarse si los modos déspotas y prepotentes fallecieron con Elisa Grey de Ábalos, como se representa en Coronación. No se trató de la cosificación del otro a partir del lenguaje utilizado, ni de imperativos. Fueron el silencio y las miradas despreciativas. La molestia de la mujer porque se le pidió consideración por los demás, expresada en la invalidación del otro como interlocutor. Solo una escena de las muchas que suceden en el Chile de hoy.

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América LatinaChileSociedadYenny Ariz Castillo
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Sobre el autor

Yenny Ariz Castillo

Profesora de Español, Magíster en Artes con mención en Literaturas Hispánicas y Doctora en Literatura Latinoamericana. Es académica de la Universidad Católica de la Santísima Concepción, Chile.

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