
Imagen: Flickr.com-Internet Archive Book Images.
El viernes 20 de abril del presente año fui con mi hija a un centro médico de Concepción llamado Sanatorio Alemán porque debía realizarse unos exámenes de rutina; como ella había salido en ayunas pues así lo exigían los análisis, luego de terminar pasamos a la cafetería del recinto, para que pudiera desayunar e ingresar a su colegio. Nos atendieron amablemente en ambos sitios; la enfermera, muy simpática, conversó con mi hija, y en un momento, en que la sangre pareció detenerse por lo que no se llenaba el pequeño tubo de la muestra y nos asustamos, nos dijo: “No sé por qué pasa esto cuando se les extrae sangre a los adolescentes. No se preocupen, con un leve masaje en la vena seguirá fluyendo”, y así fue. En la cafetería también hablamos con la gente que nos atendió. De cuestiones intrascendentes. Había poco movimiento, sólo dos clientes más, así es que nos sentamos cómodamente a desayunar. Todo salió según habíamos programado mi hija y yo la noche anterior, y unos veinte minutos después de salir de la cafetería, ella estaba ingresando a su colegio.
A la mañana siguiente despertamos con la noticia: explosión de gas en el Sanatorio Alemán, tres muertos y decenas de lesionados. Con las horas se sumó una cuarta víctima; la joven que le había entregado un muffin a mi hija en la cafetería —reconocimos su rostro en las noticias—, había fallecido. Alrededor de las 14 horas de ese sábado 21 de abril recibí en mi correo electrónico el resultado de los exámenes de mi hija: resultados normales, y el alivio consiguiente de ambas. La vida siguió su curso para nosotras, pero para muchas familias no.
Luego de la explosión, vinieron las preguntas naturales y la búsqueda de responsables. Un video que se “viralizó” en redes sociales muestra al prevencionista de riesgos del Sanatorio instando a volver a ingresar al recinto a los trabajadores que habían evacuado por el persistente olor a gas. Con temor, la gente le obedeció; minutos después ocurría la explosión. Comenzaron a llegar los familiares de los trabajadores, que debieron ser contenidos por los bomberos y la policía; escenas de desesperación, gritos, llantos, grabados por los medios. La empresa de gas emite un comunicado: lamentan mucho lo sucedido, pero, afirman, ellos habían cortado el gas previamente porque los habían llamado desde el Sanatorio por una posible fuga. En el momento de la explosión no había servicio de gas, ni trabajadores de la empresa de ellos trabajando en ese lugar.
Más de setenta casas de los alrededores sufrieron daños y algunos de los vecinos entrevistados por los medios de comunicación señalaron que asimilaron el estruendo al estallido de una bomba. Gran cantidad de enfermos de cáncer de esta ciudad se atienden en el Sanatorio y fueron derivados al Hospital Regional de Concepción. En este último lugar ya no dan abasto, sobrepasados por la cantidad de tratamientos oncológicos de los pacientes del mismo hospital y ahora, deben hacerse cargo además de los pacientes transferidos.
Mientras la investigación sigue su curso, los afectados y afectadas intentan adaptarse a las circunstancias. Cuatro familias están de duelo; sus pérdidas son irreparables. La joven de la cafetería tenía 26 años; era madre. Y ese era un día rutinario para ella. Uno más. Pienso que el viernes también lo fue para los que circulamos por el Sanatorio. Perfectamente pudo pasar 24 horas antes. Podríamos haber sido mi hija y yo. Pienso en la enfermera simpática y repaso los rostros de los trabajadores que vi ese día ¿cómo estarán? Los pacientes del viernes pueden elucubrar como lo hago ahora: Pude ser yo, o uno de mis seres queridos. Mejor ni pensarlo ¿cierto? la vida sigue su curso y punto. Porque no queremos mirar de frente a esta “doña” cuando nos hace señas.
Estamos inmersos en una danza permanente con la muerte desde que nacemos, pero la mayor parte de las veces no somos conscientes de ello, y es probable que eso sea lo mejor. Es que para morir sólo se necesita estar vivo, como dicen por ahí. Ninguno podría decir con certeza cuántas veces se ha resbalado de sus manos; puede haberse librado de un asalto o de un accidente, y no tener idea. Algunos la buscan, la desean, la celebran en canciones en las que la muerte es solo un signo. Verla de frente es otra cosa. Sólo algunos suicidas se mantienen firmes en su decisión, porque otros tantos se aterran ante la inminencia del “no ser” y son reconquistados por la vida.
Tan a flor de piel es nuestro contacto diario y constante con la muerte, que todas las artes la han evocado. La época medieval fue fecunda en el tema, lo que se evidencia por ejemplo en las danzas macabras pintadas en catedrales europeas. El esqueleto que simboliza a la muerte en estas pinturas toma de la mano a reyes, sacerdotes, niños pequeños, es decir, a cualquiera, sin distinción de edad, estamento social o lo que sea, y se los lleva. Los saca a danzar. Los rostros de los escogidos por el esqueleto en estas pinturas reflejan en ocasiones terror o resignación, pero a nadie se le preguntó si quería salir al baile. Debe hacerlo.
En las artes de mi país, Chile, el tema ha estado muy presente. Violeta Parra, artista que es más conocida por su faceta de cantante, compositora y recopiladora de folclor pero que también se desarrolló en las artes visuales y en la poesía, plasmó en sus óleos el sencillo pero poderoso simbolismo de los rituales fúnebres campesinos, en particular, el ritual del angelito, ceremonia destinada a los menores de cinco años. En el óleo Velorio de angelito (1964), se observa al pequeño cadáver vestido de blanco, sentado en una mesa con una corona y adornos alrededor que emulan el Paraíso al que ingresará el inocente. A su lado, pero distante del altar donde está posado el niño-angelito, se encuentra la cantora, mujer campesina quien lo acompaña con la música de su guitarra y su voz doliente en el trayecto desde el plano terrestre hasta el celeste. En el folclor chileno, el canto por angelito insta a la madre a no llorar, en tanto su hijo va camino a un lugar mejor desde el que la protegerá. Al niño se le describe el Paraíso y la nueva madre que tendrá en el cielo, la Virgen. Esta compañía musical y espiritual para el angelito se retrata en el óleo, pues la única figura humana con el cadáver es la mujer, ensimismada en su guitarra. Por el óleo deambulan figuras de animales, perros, patos y gallinas, quizás antiguos compañeros de juegos del fallecido.
Podría dar muchos ejemplos más de la relación del arte chileno con la muerte, pero me contentaré con citar algo de nuestra poesía. En el poema “El poeta y la muerte” (Hojas de Parra, 1985), Nicanor Parra configura el deceso del poeta —de sí mismo digamos por añadidura— encarnado en la cópula con una vieja decadente, imagen carnavalesca de doble faz: divertido es cómo el poeta accede a tener sexo con la vieja borracha, luego de que intenta echarla sin éxito y de pedirle que lo deje “morir tranquilo”; terrible a su vez, pues la dama en cuestión es nada menos que la muerte. La unión del viejo y de la vieja marca en el poema el linde entre el ser y el no ser. Gabriela Mistral se la imaginó, en tanto, como una niña tierna que nadie se atrevió a matar. En su poema “La muerte-niña” (Tala, 1938) poetiza un mundo mítico, primigenio, en el que la muerte nace en una cueva, “desnuda y pequeñita”, como un polluelo desvalido. La voz poética intenta que héroes como Nemrod y Ulises la enfrenten, pero ninguno comprende por qué se debe aniquilar a una criatura inocua. Ella está disfrazada de indefensión. Cuando la muerte se transforma en una mujer de treinta años “ya nunca más se moriría” dice el texto, y el daño estaba hecho, porque el mundo no volvería a ser el mismo. Otro de nuestros poetas, Gonzalo Rojas, llamó a uno de sus poemarios Contra la muerte (1964), afirmación en la escritura de la batalla de todo el género humano con “la vieja lacha” como la llamó Parra. En el poema homónimo al libro, la voz poética se pregunta: “¿Qué sacamos con eso de saltar hasta el sol con nuestras máquinas / a la velocidad del pensamiento, demonios: qué sacamos / con volar más allá del infinito / si seguimos muriendo sin esperanza alguna de vivir / fuera del tiempo oscuro?”. Eso es todo. Seguimos muriendo, continuamos en la danza.
Y, en fin, ¿lograste bajar el colesterol, como lo indicó tu médico? Bien, pero es triste que el esfuerzo por comer sano no te ponga completamente a salvo. ¿Un diagnóstico médico preocupante? ¡Bah! La estás viendo de soslayo y te aterra; pero tal vez en la esquina que cruzarás en unos minutos la contemples de frente y ni siquiera alcances a asustarte.
*Imagen de portada: Flickr.com-Internet Archive Book Images.