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Hace tiempo le escuché decir a un compañero cineasta que una de las mejores enseñanzas que había recibido de un maestro fue concientizar que cada plano filmado es una postura política. Entendiendo esto no como un aspecto partidista sino como una posición desde la que uno mira el mundo.
Cada vez me resulta más aburrido hablar de cine. Estar en una reunión con amigos y colegas, conversar sobre convocatorias, festivales, películas, producción, planos, edición, me pone en cierta modorra que termino diciendo lo primero que se me ocurre para salir del paso. Me interesa más lo que no es cine en un sentido ortodoxo pero fundamenta al cine, es decir, los discursos, las posturas, los efectos que induce, su lugar en el tramado de sociedades atribuladas como la nuestra, lo que provoca y lo que lo provoca.
Un cronista deportivo de televisión, comentando un partido de tenis, se lamentaba de que había tenistas que solo tenían una pelota en la cabeza. Lo mismo habría que decir para los productores de imágenes quienes solo tienen una cámara y un festival como horizonte. Mi paso por el mundo de los estudios del arte me dejó claro que es más importante para un creador hoy leer sobre estética, antropología, sociología, política, psicoanálisis, filosofía y humanidades que sobre técnica narrativa. En esta época la imagen en movimiento es prácticamente un lenguaje innato, los humanos salen del útero con un teléfono inteligente en la mano, pero así como poder construir frases verbales en la mayoría de los casos no dice nada, la creación de imágenes puede resultar igualmente insulsa sin una postura de base.
Es por eso que cuando mi compañero de columna, Damián Cano, y yo pensamos en crear Los filos del cine en esta revista, el punto central fue la reflexión en torno al fenómeno cinematográfico y no la crítica de cine. La película como detonante, como fundamento de fenómenos sociales, de posturas políticas, de transformaciones, de incomodidades, evidencias y revelaciones.
Desde esa perspectiva asimilé la interesante conversación que la cineasta argentina, Lucrecia Martel, sostuvo con un nutrido grupo de estudiantes de la Facultad de Artes Visuales de la Universidad Autónoma de Nuevo León recientemente.
Del cine de Martel habría infinidad de cosas qué decir. En lo personal soy admirador de esta artista desde que descubrí su extraordinaria ópera prima “La ciénaga” hace más de 15 años. Pero aún que su cine fundamentaría una interesantísima reflexión, es la figura de la cineasta, la artista, la mujer, lo que en este momento más me interesa. Su postura frente al fenómeno del cine.
Lucrecia Martel tiene todas las credenciales otorgadas por los centros de legitimación cinematográfica. Totalmente merecidas. Esas credenciales codiciadas por tantos: premios, menciones, críticas, alfombras rojas, periodistas y fotógrafos alrededor. Esas credenciales que se han convertido en el sentido de hacer cine para una buena parte del ámbito cinematográfico.
Sin embargo, la cineasta descree de ese andamiaje mercadotécnico haciendo que su postura sea contundente al hablar desde la experiencia directa y no poder ser tachada de envidiosa o perdedora resentida, como generalmente se tilda a quienes cuestionan ese Hollywood alterno en el que se ha convertido parte considerable de la dinámica cinematográfica “no comercial”.
Podría sonar exagerado pero suscribo cada una de las ideas que Lucrecia expresó en ese evento al tomar distancia de lo que un público esperaba de una cineasta winner, en un contexto donde el arte ha adoptado el olímpico “más rápido, más alto, más fuerte”. Un panorama donde cada vez hay más cineastas y menos cine, parafraseando a Ernst Gombrich.
Pensar los festivales como un diálogo, no como una competencia, donde habría que replantear los esquemas del capitalismo que nos individualizan en vez de colectivizarnos. Así mismo, ciertos paradigmas de mercado, como lo es el pitching[i], que se les inculca a los jóvenes cineastas como mecanismo de éxito, de competencia, de talento, más cercano a un manual empresarial o de charla TED.
“Las películas a las que mejor les va en un pitching son las películas malas”, fulmina Martel. Absolutamente cierto. ¿Cómo expresar un discurso, una atmósfera, una narrativa estética, un planteamiento emocional a un grupo de mercadólogos en diez minutos?
Hemos dejado que la semántica del neoliberalismo conquiste nuestro discurso. Asumimos conceptos como mercado, competencia, consumidor de arte, empresa cultural e industria como forma de plantear un supuesto acceso al desarrollo artístico, lo que neutraliza la riqueza de nuestras culturas y narrativas, de nuestras carencias y sueños compartidos, del intercambio horizontal.
Si antes se cercenó el diálogo de base con dictaduras, oficinas de censura y persecuciones, ahora parece hacerlo mejor el mercado.
Lucrecia fue derribando ese estado de las cosas indiscutibles. Desde el supuesto triunfo del cine mexicano por el hecho de haber cineastas mexicanos trabajando en la industria norteamericana (sin demeritar su trabajo) hasta la entrega del público exquisito a ese esquema televisivo uniformador que se conoce como “serie”, una forma de telenovela mejor producida (lo que hizo que el telenovelero de clóset pudiera asumir públicamente su preferencia).
Especialmente importante que se den este tipo de encuentros con los jóvenes, que existan creadoras y creadores talentosos que pongan en tela de juicio los supuestos asentados como verdades. Más en el ámbito de la universidad pública, que hoy se debate entre su esencia como epicentro de reflexión y las presiones del entorno neoliberal, violentamente adverso al pensamiento crítico.
Y para determinado sector de académicos y funcionarios de la cultura, quienes esperaban a la estrella que les proporcionaría notas de prensa pegadoras, ha de haber sido una situación fuera de guión enfrentarse con una mujer inteligente que les habló sobre congruencia, reflexión, y sociedad.
Ante los discursos oficiales sobre consolidar la industria y el mercado, sobre convertir al estado de Nuevo León en un escenario para productores foráneos y fuente de empleo técnico a través de una comisión de filmaciones, Lucrecia respondió con un no: Que se apoyen a los creadores regionales, a las comunidades, barrios y zonas rurales para que tengan acceso a la expresión audiovisual propia. Más en una normalidad donde prácticamente el cine producido en América Latina proviene de la clase media acomodada blanca o blanqueada. Ante esa realidad poco hay por descubrir en el arte cinematográfico. Por razones diferentes a las que refiere Peter Greenaway, tal vez tendríamos que preocuparnos por la posible muerte del cine como agente cultural.
Especialmente hoy que se requiere con tanto apremio comunicarnos horizontalmente fuera de los esquemas verticales de industria, convocatorias, festivales y mercado. En estos momentos de tribulación política y social por la que pasan nuestros países, el cine como forma de neutralizar la uniformidad, la colonialidad ejercida por los centros de legitimación europeos y norteamericanos, y el imperio de los presupuestos.
La riqueza de narrativas, formas, sueños, culturas y pueblos de nuestra región latinoamericana como estructura de creación e intercambio cinematográfico. El cine como lengua franca para América Latina, idioma vehicular para ponernos a conversar entre nosotros.
“Si me pudiera dedicar solo a sentarme en una mesa y charlar con la gente, eso haría en mi vida. Tal vez hago cine como un medio para charlar con los demás” concluye Lucrecia Martel.
[i] El pitching es un proceso donde el realizador está frente a representantes del mercado audiovisual y tiene no más de 15 minutos para “vender” su proyecto, para hacerlo atractivo en todos los órdenes.
*Imagen de portada: pixabay.com.