
Imagen: Flickr / Internet Archive Book Images.
Ante la lluvia de información amañada, memes, chistes y noticias (falsas o manipuladas) que han rodeado a estas campañas presidenciales, algunos nos hemos preguntado si efectivamente alguien ha razonado su intención de voto (o de no-voto). Algunos defienden afanosamente a su candidato, los más lo hacen ensañándose contra uno o más de los aspirantes a la presidencia. Otros pocos ocultan el destino de su sufragio con prudente silencio o aparente indiferencia. Los menos escriben o comparten sesudas reflexiones con datos duros e información debidamente verificada. Sin embargo, surge la duda si alguno de ellos habrá cambiado en algún momento su intención.
Haciendo de lado por el momento los fraudes electorales y las encuestas amañadas de las que nuestro sistema político es capaz, pareciera que cuando se ha establecido una tendencia clara en la intención de voto es difícil (casi imposible) revertirla. En las redes sociales se dan acalorados debates sobre los candidatos sin que exista un ganador. Y con esto me refiero a que, aunque un contrincante pareciera dejar sin argumentos al otro (o haya conseguido fastidiarlo al menos), ninguno ha cambiado de parecer. A esto me refiero con que no haya ganadores, pues el debate queda simplemente como un pleito y su objetivo —hacer cambiar de parecer al otro— no se logra. Quienes leen y se suman a uno u otro de los lados de la discusión tampoco cambian de postura. Hay muchos quienes cuestionan de manera sarcástica si alguien ha cambiado de opinión sobre quién votar por haber visto un meme, y parecieran tener mucha razón.
Algunos otros, pocos por cierto, explican de manera ecuánime sus razones para inclinarse por uno u otro candidato. Otros pocos que se muestran indecisos invitan, también de forma pacífica a que los defensores de los diferentes candidatos les den argumentos sólidos para así poder tomar una decisión. ¿Alguien habrá podido convencerlos? ¿A qué se deberá todo esto? Es por eso que a algunos nos surge la duda de si existe o no el voto razonado.
El afamado neurólogo Michael Gazzaniga, en su libro ¿Qué nos hace humanos?, refiere la investigación de algunos de sus colegas donde un hombre que tenía lesiones en la región límbica del cerebro estaba incapacitado para tomar decisiones. Esta región del cerebro es donde se forman las emociones. En repetidos experimentos le presentaban un panorama al paciente donde tenía que tomar una decisión. Si bien este podía razonar perfectamente los pros y contras, a la hora de decidir por una u otra opción, este no podía hacerlo.
Estos neurólogos, refiere Gazzaniga, han comprobado científicamente (no con la pseudociencia de las encuestas basadas en matemática probabilística, sino con datos duros) que en la toma de decisiones está involucrada la zona límbica del cerebro (tálamo, hipotálamo, amígdala e hipocampo) y que, por lo tanto, no sólo hay un componente emocional en nuestra toma de decisiones, sino que sin una asociación afectiva no se puede realizar este proceso. Y esto, por supuesto, nos llena de una profunda decepción, pues desde la antigüedad la filosofía platónica-aristotélica nos ha convencido de que lo que nos distingue como especie de otros animales es la capacidad de razonar. La racionalidad es el orgullo del homo sapiens, que lo presume en su autoclasificación y autodenominación: sapiens.
No es la primera vez que se sospecha de nuestra racionalidad y que ésta es más bien una falacia. Desde la misma antigüedad muchos lo han dudado, pero hasta ahora la todopoderosa ciencia ha dado una estocada fatal a nuestra más querida habilidad cognitiva. La ciencia verifica ahora lo que Schopenhauer, entre muchos otros, había afirmado sin sustento empírico: somos principalmente irracionales. No sólo es este dato sino muchos otros: la falsación de nuestro recuerdos para constituirnos moralmente como buenas personas; lo que han denominado “el cerebro automático”, donde se comprueba que somos conscientes y volitivos sobre un pobre 98% de nuestras acciones diarias; además del propio descubrimiento de Gazzaniga: “el interpretante”, una función del hemisferio izquierdo que le da sentido a los hechos y que inventa excusas para nuestras acciones y decisiones. No me pondré a hacer este recorrido por la comprobación neurológica de nuestra irracionalidad, y más bien invito a leer los libros de Gazzaniga, quien además es bastante buen prosista.
Regresando a Schopenhauer, él creía que había una fuerza irracional, inconsciente e incognoscible llamada Voluntad (de ahí toma Nietzsche su concepto de Voluntad de Poder, por cierto), y que ésta guiaba las acciones de los seres vivos en un egoísmo por conservar su existencia. Esto es lo que los naturalistas decimonónicos llamaron “instinto de conservación”. El filósofo de Danzig pone como ejemplo las guerras: La Voluntad de una nación necesita de cierto territorio para poder seguir viviendo y por lo tanto hace la guerra a otra nación que también disputa su espacio para sobrevivir. Sin embargo, hay una racionalización de las excusas como el asesinato de un príncipe, una herencia ancestral, violación de ciertos tratados, etcétera. Sin embargo, son meras racionalizaciones para una decisión que ya se tomó de manera egoísta, inconsciente e irracional bajo el principio del deseo de vivir. Y estos mismos principios y procesos aplican para los actos aparentemente altruistas, no solo para las cosas destructivas. Los actos aparentemente altruistas también tienen su origen en el egocéntrico, inconsciente e irracional deseo de vivir. Más de un siglo y medio después Bourdieu lo explica con el concepto de capital simbólico, y casi dos siglos después los neurólogos lo confirman con sus experimentos sobre el altruismo y egoísmo.
Habrá que aclarar que eso no nos hace “malos”, simplemente nos hace humanos. Y nuestra naturaleza humana, aunque nos duela reconocerlo, no es racional. He ahí la explicación a estos comportamientos aparentemente erráticos que se dan en esta supuesta democracia. ¿Por qué se defiende o se defenestra a los candidatos? ¿Cómo decidimos nuestro voto? El principal componente es emocional. Sentimos afinidad por un candidato porque éste o su partido representa algo para nosotros. Nos identificamos porque queremos ser vistos como empresarios exitosos, o como héroes revolucionarios, o como católicos fervientes, o como el rebelde que lucha contra la corriente, o como el guardián de cierta ideología. Quizá no nos identificamos con lo que representa un candidato o un partido, sino porque su eventual triunfo nos beneficiará directa o indirectamente con trabajo, oportunidades, contactos, etcétera. Quizá su triunfo no nos represente ningún beneficio, quizá su victoria significará para nosotros el castigo para un grupo al que odiamos, y este grupo no tiene que ser un partido político, pueden ser ex-amigos, enemigos, familiares, colegas, jefes, etcétera.
En otros casos, ningún candidato es la representación de un imaginario, no da ningún beneficio ni castiga a quien nos ha ofendido real o simbólicamente. Puede ser por una tradición familiar. Podemos elegirlo porque nos cae bien, o porque es el único que no nos cae mal. Hay quienes aparentemente no han decidido su voto. Es poco probable. Más bien hay quienes no se han decidido a hacerlo púbico también por una infinidad de razones más emotivas que intelectuales. Hay algunos que no votarán por ninguno, ya sea por abstención o por anulación. Y esto tampoco quiere decir que lo hayan razonado. Simplemente su afectividad es negativa hacia todos y todos representan lo mismo.
El llamado “voto cruzado” —votar por un candidato de un partido para Presidente y por otros partidos para los otros puestos— tampoco es producto de una racionalidad. Es producto de la desconfianza. La afinidad emocional está condicionada y con reservas. Es aquello que la sabiduría popular llama “curarse en salud”. Y esto tiene que ver también con la autoimagen: voy a votar cruzado para aparentar una decisión razonada, el famoso “por si me decepciona”. Es como cuando le damos una oportunidad a una persona sabiendo que nos va a decepcionar: es un “ya sabía”. Pero si uno sabía que alguien le iba a hacer mal, ¿para qué le da la oportunidad? Si uno dice “ya sabía”, ¿entonces por qué lo hace?
Todo esto los políticos lo saben muy bien. Por eso las guerras sucias, por eso las sonrisas fingidas, por eso el saludo de mano a la gente y el besar a los bebés tan parodiados en el cine y la TV. Las estrategias de mercado no usan las propuestas racionales sino que son chantajes emocionales. Los datos duros e información verificada son lo de menos, sobrantes que sirven de herramientas para que algunos pocos tengan con qué racionalizar su decisión tomada emocionalmente. La decisión cambia cuando cambia la asociación afectiva. Uno cambia de decisión también de manera emocional.
Todos nos construimos un yo imaginario, un cómo queremos ser vistos, lo seamos o no. Y lo más probable es que no lo seamos, pero aspiramos a eso. Y eso es lo que nos lleva a crear asociaciones afectivas inconscientes con las personas y las cosas. No hay explicación racional para el amor y el odio, lo que hay son excusas racionalizadas. Y nuestras decisiones políticas no están libres de ello. ¿Existe el voto razonado? Bajo este panorama, no lo creo. Alguna vez lo creí, pero al tratar de explicarlo caí en cuenta de mi propia racionalización.
La filosofía lo sospechaba desde hace más de mil años, la psicología comenzó a darse cuenta de esto y la neurociencia nos aporta la verificación: somos principalmente irracionales gobernados por impulsos inconscientes. Esto no nos quita nuestra inteligencia, habilidades para la resolución de problemas, la creatividad, la espiritualidad, etcétera. Pero nuestra verdadera condición humana no está en la racionalidad. ¿Cómo es que el otro puede votar por ese candidato cuando para mí es a todas luces lo peor que nos podría pasar? ¿Cómo es que el otro no puede entender que mi candidato es la mejor opción? ¿Cómo es que no se dan cuenta de que todos son una farsa, que nuestro sistema político es un chiste? ¿Cómo no se dan cuenta de que la mejor opción es anular la boleta? ¿Cómo no se dan cuenta de que lo mejor es no ir a votar? ¿Cómo no se dan cuenta de que lo más inteligente es votar cruzado? Es muy fácil pero doloroso de entender. Nuestras decisiones no son racionales, son emocionales y lo único que hacemos es racionalizar una excusa para sentirnos buenas personas, o al menos ciudadanos responsables.
*Imagen de portada: pixabay.com.