
Imagen: imdb.
La fortuna de que exista el cine de Nicolás Pereda se aprecia mejor si revisamos nuestro cine; claro, importa la obra de Nicolás no sólo como el gran autor que no desmerece frente a nadie en el plano internacional, pero importa sobre todo incrustado y surgido de nuestro cine.
La importancia de contemplar su obra a la luz de lo que ha sido el cine mexicano (sobre todo el de los últimos veinte años aproximadamente) resulta de que muchas de las obsesiones de ese cine (sobre todo de quienes empezaron a filmar en los años 80), están en la lente de Nicolás, salvo que él ha ido más allá. No se trata de despreciar el trabajo de autores como Carlos Carrera, María Novaro (o González Iñárritu y Alfonso Cuarón) por mencionar algunos. Sin embargo, muchas de esas cintas que nos parecieron tan reveladoras hace veinte años, hoy nos parece que los años transcurridos pesan sobre ellas: están rebasadas.
Quizá no pudieron ver ciertas trampas que el tiempo no perdona: el peso sentimental del argumento sobre la dirección; el afán documental, la búsqueda de realismo que oscila entre la nota roja y el naturalismo a la Zola; la fe ingenua en las bondades del folclor; el terrible melodrama y teatralidad en que solían desbarrancarse. Así pues, como bellos documentos de la época y denuncias sociales (aparte de ser los primeros pasos de algunos directores que luego evolucionarían), el 90 por ciento de ese cine es eso: un trozo de historia —aunque valioso— sin más.
Es la fortuna de que exista el cine de Nicolás Pereda: un director que sí se interesa por retratar, exponer, denunciar, recrear momentos y lugares de la vida nacional con sus respectivos personajes, pero que sabe que hay más: el estilo, los vericuetos de la narración, la manipulación de un sinfín de elementos, entre ellos el tiempo. Pereda se asume plenamente, en el mejor de los caminos, como un autor.
Para muestra, apuntemos esa joya urbana que es Perpetuum Mobile, historia cualquiera de un puñado de personajes en el D.F. pero que bien podrían ser de Monterrey, Guadalajara o alguna otra ciudad urbanizada. En un diseño de breves trazos, no es más que la historia de una familia cuyo epicentro son Gabino (Gabino Rodríguez) y su madre (Teresa Sánchez). Pereda ha entendido que, aunque sea a la distancia de provincia, la vida urbana de nuestro país participa de ese malestar propio de todas las sociedades urbanas en cualquier parte del planeta: el hastío que suple las grandes preocupaciones existenciales: “en qué invierto toda esa vacuidad que me exige novedades”. Entonces, el tiempo se vuelve demasiado brusco o desesperadamente lánguido. Al nivel de Onetti en la novela, Pereda en su filme logra que el tiempo sea no sólo mero discurrir narrativo, sino expresión de la psique de todas esas almas perdidas, naufragando en la desesperación por un tiempo sereno e ininterrumpido.
En Verano de Goliat, vemos nuevamente a Gabino Rodríguez y Teresa Sánchez como madre e hijo, es la misma familia sólo que ahora en una población rural. Aquí, un falso caos en la narración pareciera ausencia de estructura: en realidad no hay nada más cuidado. Ocurre que Verano de Goliat es a un tiempo ficción y documental, y sin embargo son más que eso, pues Nicolás Pereda no se conforma con alternar géneros: explora hasta dónde puede llegar situado en ellos.
Así pues, en la lograda hibridación de géneros que efectúa el autor, conocemos la historia de una mujer que cuenta con una naturalidad impotente el asesinato de su esposo, con su hermano como testigo; conocemos la historia de una mujer quizá octogenaria que vende cosméticos para sobrevivir; el andar desbalagado de unos niños casi jóvenes que como tantos en nuestro país, caminan sobre un sendero marginado de las grandes oportunidades; una adolescente embarazada, las aventuras de un migrante que tuvo que huir, y a Gabino y su madre, adoleciendo la soledad y el peso del tiempo que no cesa aunque parece no transcurrir.
También a través de unos cuantos trazos, se nos dibuja con toda su magnitud el absurdo de la fuerza pública y sus instituciones en nuestro país, el abandono de ciertas comunidades a la zozobra de elementos de (supuestamente) Seguridad Pública y, gracias a una escena jocosa, los vínculos de dichos elementos con el crimen, sus encuentros y su conciencia de este mundo.
¿Por qué apostamos a que el cine de Nicolás Pereda puede salir bien librado de la prueba del tiempo? Porque la apuesta del director ha ido más allá de sólo grabar retazos de vida; más allá de sólo indicar las cosas con el índice de la lente. En su obra no hay —por fortuna— acentuación del carácter grotesco o pérfido de las situaciones o personas. En lugar de cargar las tintas, ha preferido hacer ficción sobre la base de la realidad. Y es un deleite: su manera de extender hasta lo insoportable la duración de una situación insignificante; la repetición deliberada de escenas y diálogos; la exposición del erotismo insatisfecho bajo la inanidad y la queja siempre subrepticia, de ese egoísmo que nos carcome pero que nunca brota como una exclamación, sino que vibra bajo todo el rodaje.
Nicolás Pereda es más que una brisa renovadora. Esperamos que el acierto de su genio innovador evolucione, pues ése es su mayor mérito: eludir el estancamiento de las convenciones. Y claro: que su mirada de artista no pierda fertilidad. Nicolás es un Autor.
*Imagen de portada: courtisane.be.