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Mi amor por Portugal

julio 20, 2018Deja un comentarioArtículospor Raúl Olvera Mijares

Imagen: pixabay.com.

Si uno pudiera vivir todas las existencias avizoradas en sueños, en vigilias exaltadas, en fiebres contumaces, en esos instantes inmediatos que suceden o anteceden al éxtasis amatorio. Pero no, se trata de momentos fugaces, imposibles de atrapar, de coger con la basta red de la memoria. En efecto, la capacidad retentiva de cada cual, por más grande que parezca, es limitada. Se olvidan cosas que hacen daño pero también cosas que han causado una infinita felicidad, un estado de beatitud, entre terrena y celeste, difícil de definir, fuente inagotable de dichas tan intensas como fugitivas. Lembrar e esquecerse dice en portugués. Ahí, y en voces como no chão, a janela, fechar, se da uno cuenta que tiene que vérselas con otra expresión paralela aunque distinta de la nuestra. Esquecer es casi una onomatopeya, el sonido mismo de la palabra revela, al menos en parte, su significado. Algo que se halla entre desprendimiento y caída. Así es precisamente el olvido. Lembrança, en cambio, suena a lustre, a luminosidad, a luz. Me es difícil rememorar –dar lustre a mi memoria– sobre las circunstancias particulares que me llevaron a Lisboa. Me veo caminando primero frente a un parque que no acaba nunca y luego internándome por inhóspitas vías rápidas, donde los autos pasaban zumbando por encima de mi cabeza. Librar un distribuidor vial no es precisamente emprender un periplo alrededor del mundo pero, no sé por qué, pensé en los esforzados navegantes portugueses que tienen su monumento, como quien dice su actual morada, en la Torre de Belém, ubicada en alguna parte de la Baixa, próxima a la serena superficie del mar. Yo me encontraba al pie de una colina y ascendía cada vez más. El litoral del Atlántico donde se asienta Lisboa está plagado de abruptos cantiles y elevaciones subitáneas del terreno. Yo seguí caminando. De hecho, llevaba un plano de la ciudad en la mano y me hallaba tras el rastro de una librería.

 

Había consultado el mapa en el hotel y ésa era la librería más grande y, sobre todo, más cercana. Abrigaba ciertas expectativas de encontrarme con un moderno negocio, casi una galería-biblioteca, donde uno puede arrellanarse en una cómoda poltrona y disfrutar unas horas de amena lectura. Y eso sin que necesariamente cueste nada porque, al final, pude adquirirse algo o bien no hacerlo. Yo compré, recuerdo, lembro-me, dos libros, una Breve gramática do português contemporâneo, de Celso Cunha y Lindley Cintra, y un magro y hermoso tomo de las Obras completas de Fernando Pessoa, Edicões Ática. Adquirí, con un Pegaso desplegando sus alas en la portada, Poemas de Alberto Caeiro. Más tarde iba a darme cuenta de que para iniciar el estudio de la lengua portuguesa no existe mejor lectura. De todos los heterónimos de Fernando Pessoa, Alberto Caeiro es el menos complejo y más sustancial. La retórica cede ante la metafísica. El resultado es el portugués más puro y más simple que es posible encontrar. Desde esa tarde, que se había vuelto noche, comencé a rumiar el delgado volumen. Sus 118 páginas me han acompañado hasta ahora. Vuelvo a él, y no a la Metafísica de Aristóteles ni mucho menos El ser y el tiempo de Heidegger, cuando pretendo entender el sentido de la existencia. Es la esencial y agreste filosofía con la que me quedo, la de “O guardador de rebanhos”, la del pastor en una Arcadia quintaesencial y lusitana. Salí de la librería complacido pero ansioso. El tráfico de la calle –era la hora en que todos vuelven del trabajo– era insoportable. Lisboa es una ciudad caótica, donde florece la delincuencia. Sigiloso caminé por las calles que me llevarían de regreso al hotel, no sin dar una hojeada a los libros y descubrir con gusto que, como tantas cosas en Portugal, eran reliquias del pasado, hechos siguiendo la antigua composición de tipos, encuadernados en rústica.

 

Al llegar a la recepción los ojos de una empleada, que ya había visto, se posaron en mí. No pude evitar, mientras me daba la llave, advertir que llevaba unos papeles bajo el brazo y se había echado el bolso al hombro. Supe de inmediato que su turno estaba a punto de concluir. Yo no tenía nada que hacer esa noche. No quería cenar ni en el hotel ni solo. Se me hizo fácil proponerle ir por ahí a tomar algo. Antes, desde luego, tenía que subir a mi habitación para dejar los libros y recoger mi chaqueta. Ella sonrió, entre penosa y reconfortada. Había estado esperando esa invitación desde días atrás pero nunca había llegado. Se llamaba Amália, por Amália Rodrigues la cantante, a fadista, le pregunté y respondió que sí, sonriendo. En mi incipiente portugués yo, y ella en inglés, intentábamos hacernos cumplidos recíprocos y divertirnos un poco. No muy articuladamente, como se entenderá pero, al menos, moviéndonos a risa mutua a cada instante.

 

¿Dónde encaminar los pasos? Alfama surgió como una posibilidad entre otras. No tomaríamos ningún taxi, como era su deseo, recorreríamos media ciudad a pie para conocerla. A poco andar llegamos a la Plaza da Liberdade. Ahí en una banca, que mucho nos costó encontrar vacía, nos sentamos. No sé si a conversar o sólo a sonreír y suspirar. Bien poco era lo que daba el idioma; tanto su inglés como mi portugués eran sumamente restringidos. La gente pasaba sin cesar. Lisboa está llena de todo tipo de gentes. Árabes, africanos, hasta brasileños. En un determinado momento fue tal la confusión del idioma que le pedí que ella hablara solamente en portugués pero articulando bien, con lentitud, y yo en español. El resultado fue admirable, podíamos entender casi todo y, lo que no, lo explicábamos con otras palabras, con gestos, o bien el contexto acudía en nuestro auxilio. Las empinadas y angostas callejas de Alfama se vacían de turistas tan pronto como se acaba la luz. Una atmósfera íntima y vagamente amenazadora reemplazó el ajetreo y el cabrillear del sol sobre la superficie calcárea de los muros de sillar y las aceras. Aún funcionaba el teleférico pero nosotros preferimos dar vueltas y vueltas en esa espiral que indefectiblemente conduce a la cúspide. Por el camino íbamos de broma en broma, brincando, como se dice en portugués.

 

En el rellano de una puerta o de una ventana, en esas antiguas casas árabes no es simple distinguir unas de otras, estaba acurrucada una figura con el embozo bajo. Se mantenía en cuclillas y con la cabeza gacha. Parecía una de esas abuelas mediterráneas, sempiternamente ataviadas de negro, por el luto que guardan por el marido, el hijo, el hermano o incluso el padre. Mi abuela era una de ellas. No alzaba la cabeza. Estaba como adormilada. Preferimos no molestarla y continuar nuestro recorrido. No se trataba de un déjà vu ni mucho menos. Había visto todo aquello antes, en Lisbon Story (Wim Wenders, 1994). En mi cabeza oía lejanos los ecos de la guitarra de fado y la voz de Teresa Salgueiro. Se parecía mucho a ella la recepcionista del hotel, con aquel vestido azul marino sin mangas, sostenido por tirantes, lucía como una colegiala crecidita y apetitosa. Pelo negro, boca encarnada, tez pálida, voz templada y acariciante. Me sentí realmente privilegiado de hallarme en su compañía. Pensé por un momento en Francisco Cervantes (1938-2005), aquel arcaizante poeta mexicano enamorado de la tradición galaicoportuguesa. Sus cenizas, había leído en alguna parte, las habían vertido en el Tajo, o Tejo, Tagus en latín. E a cidade, / chamam-lhe Lisboa / mas é só o rio / que é verdade, dice la letra de una canción. Y la ciudad le dicen Lisboa pero es sólo el rio que es verdad. Ni siquiera se deja verter bien. Casi español, casi entrañable para muchos mexicanos, e hispanoamericanos en general, no solamente el maestro Cervantes y la argentina Sandra Lorenzano en su libro Saudades sino tantos otros, tal vez vástagos de judíos portugueses, como en mi caso, o quién sabe.

 

Amália da Piedade, que así era su nombre completo, se empeñó en que nos detuviésemos a beber chocolate en uno de aquellos tradicionales cafés, decorados con azulejos de color azul y blanco, ese azul de la cerámica de Delft, que conocen los pintores. Ella era hija única y mantenía a su padre lisiado, un viejo pescador. Las redes, al levantarlas la grúa de la barca, le habían cercenado una pierna. Sin pensión, con una indemnización irrisoria por parte del Estado, Amália era su único sustento. Triste historia, pensé. Tenía que volver a casa ya para darle de cenar a su padre. Me propuso acompañarla, si no tenía nada mejor que hacer. Respondí que me encantaría pero no sin antes ganar el alcázar y contemplar la vista desde ahí y de noche. Ya había visitado las ruinas pero no siendo noche cerrada, como era entonces. Amália dijo que quizá no nos dejarían penetrar hasta el interior pero, si lo que quería era tener una panorámica de la ciudad, para eso no existía dificultad alguna. Era gentil y recia a un tiempo, como son las mujeres portuguesas, siempre dignas, como madres que conducen a sus criaturas, as crianças, los niños y las niñas, sin determinación de género, como Kinder en alemán.

 

Ascendimos lentamente, por veredas distintas, pero bajamos por donde mismo, con la intención de ver si la vieja continuaba en el rellano. Por más que buscamos no había ahí vestigios de ella ni de aquella casa. De hecho ahí, donde creímos ver a la extraña mujer, no había nada. Eran sólo ruinas. Seguramente había sido una casa pero ahora sólo quedaban los cimientos. Quizá en otra calleja, por otra vereda. Cubrimos todas las rutas posibles y nada. ¿Aquello había sido la aparición de uma bruxa o qué cosa? Jamás lo averiguaríamos. Cansados llegamos a su casa, un lugar en el centro, no muy distante de donde nos hallábamos, una de esas calles con pendiente acusada, para variar. Ella traía llave. No hubo necesidad siquiera de llamar.

 

Había sardinas frescas para la cena. Nadie las preparaba como los portugueses. Quedaron verdaderamente exquisitas. Exquisito, por cierto, es rebuscado, raro, artificioso en portugués. Sospecho que es la connotación que ha adquirido últimamente, no sé si sólo en el portugués de Brasil, donde se escribe esquisito, con la simplificación de la ortografía. Eso, ahora recuerdo, me lo contó una amiga brasileña negra, pero debió ser mucho tiempo después. Tras varios vasos de suave vihno verde, el mundo se vuelve un lugar habitable, incomparablemente más acogedor y colorido. O senhor José se recogió pronto, después de la cena, entonces me quedé solo con la hija. Ella me enseñó a amar la cultura portuguesa. Hasta hoy no la cambiaría por ninguna otra. Hemos cruzado el Atlántico. Ahora vivimos en San Cristóbal de las Casas, donde tenemos un restaurante de cocina internacional, claro, con un marcado acento mediterráneo, siempre que puedan conseguirse los ingredientes. Existen vasos comunicantes insospechados entre nuestras culturas. Sólo la diaria convivencia y el aprendizaje profundo de la lengua pueden exponerlos, hacerlos expresos, sacarlos a la superficie.

 

Mi amor por Portugal data de aquellos años de nuestro encuentro y ha crecido con el tiempo. Su padre acaba de morir hace poco. Vivía con nosotros. Nuestros dos hijos, Fátima y José, hablan un portugués perfecto con las eses sibilantes y todo. A mí siempre se me notará que soy extranjero. Se ríen mucho de mí, cuando estamos en Lisboa, y comienzo a hablar. Entiendo todo y me entienden, eso es lo único que cuenta. Aunque si de existencias posibles se trata, me habría gustado no sólo ser portugués sino griego, chino o maya, pueblos civilizadores, originarios, insuperables.

 

*Imagen de portada: pixabay.com.

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LisboaPortugalRaúl Olvera Mijares
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Sobre el autor

Raúl Olvera Mijares

(1968). Coetáneo del Crack, con similares intereses, más conocido por sus ensayos y artículos. Autor marginal, especialmente pudoroso, hasta ahora, con textos suyos de creación. Colaborador en revistas universitarias y periódicos. De una vasta producción en stock, han visto la luz exclusivamente cuatro libros. Sobrevive traduciendo de varias lenguas europeas, editando texto e impartiendo talleres y clases.

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