
Imagen: EFE.
Existe una extraña pero milenaria adicción que aqueja a la mayoría del norte de México. Tal vez dicho fenómeno se replique en otras geografías, pero es aquí donde no sólo yo mismo me hice adicto, sino también donde me enamoré perdidamente de esa maravillosa droga. Mentir.
Mentir es uno de los siete pecados capitales. Quizá el más bello de todos. Cuando Moisés recibió las tablas de los mandamientos, se reconoció oficialmente el peligro de las lenguas, su potencia, raíz venenosa de tantos problemas irreconciliables.
Aunque, a la mentira no sólo la condenan las religiones, sino también los obsesionados con lo objetivo, pues reconocen el poder que tiene para disolverles la realidad.
Ese gran recurso de los inconformes que se niegan a aceptar que el mundo se reduce a lo tangible. Disidentes que no niegan lo real, solo lo expanden, lo ficcionalizan.
La mentira, esa plaga de reptiles escurridizos que se cuelan incluso en las guaridas más resguardadas.
Gracias a Pedrito, el niñito inocente y juguetón que terminó siendo masticado por un lobo, la reputación negativa de la mentira se ha mantenido casi intacta. Sin embargo, ya es hora de reconocer sus bondades.
La mentira es la única compañía fiel e incondicional de los ancianos abandonados por sus familias. Es el combustible que los mantiene vivos. La manera de seguir participando en el discurso de la vida.
La mentira es esa ficción que comienza piadosa y termina disparatada en un trayecto hiperbólico. Ese trayecto trazado por las piedritas que lanzan los duendes traviesos, que luego, ya adictos los pobres, se convierten en pedazos de montaña enteros capaces de derrumbar las fortalezas más sólidas.
En el norte mexicano, aún existen retazos de voces primigenias que localizaron el peligro y el gozo del acto de mentir y lo nombraron. Sus ecos aún resuenan en esas cuevas misteriosas que resguardan secretos primitivos: la boca de las abuelas.
A una persona con propensión a inventar historias, o expandirlas, o pervertirlas, o modificarlas, o adulterarlas, o a parirlas sin control por el simple placer de hacerlo, por la necesidad de provocar reacciones que la saquen del tedio insoportable, se le conoce como chirinoleras.
La intención de las chirinoleras es abrir el juego. Pegarle con el mayor ímpetu posible a las bolas del orden monótono para obtener una constelación de posibilidades lo más distendida posible. No busca meter bolas, busca hacerlas resonar. Que el sonido del choque sea tan grande que termine con la inercia del aburrimiento.
Claro está que esto puede provocar controversias peligrosas.
Su vicio amable, juego inofensivo, puede producir un desastre e incluso resultar en linchamiento. Dependiendo que tan en serio se tomen la realidad los habitantes del pueblo.
Aunque la palabra puede conjugarse y emplearse con ambos sexos, es con lo femenino que se descubre su sentido poético. La chirinola es una cactácea de origen mexicano, con la distinción mágica de ser la única en el mundo capaz de moverse. Un cactus errante y caprichoso que se aburre pronto de la misma tierra y decide caminar, para buscar otra, más fresca, más emocionante, más viva.
Si la mecha que prendió se sale de control, podemos imaginar que la chirinolera, aun siendo quemada viva a manera de castigo social, sería capaz de aguantar la asfixia y reservar su último aliento para soltar un: ¡estaba jugando!
O bien, si los habitantes del pueblo que habita la chirinolera se inclinan por métodos menos salvajes, podríamos imaginarnos a aquella venciendo el rictus de los músculos de su cuello, tensados por la soga que la ahorca, esbozando una sonrisa traviesa y tocar los últimos acordes de sus cuerditas vocales para contraatacar: ¡aburridos, torpes, pueblerinos sin imaginación!
Acto seguido, sus mandíbulas caerían como guillotina sobre su lengua, que aterriza a sus pies y termina empanizada por la tolvanera de tierra alborotada que su adicción a la ficción provocó.
Si usted es español, y no resiste la tentación de acudir a la RAE para comprobar que este mexicano no les está tomando el pelo, haga favor de recordar que la tremenda institución impoluta de la que se siente tan orgulloso, carece de sentido poético y en su torpeza, ha definido a la chirinolera como una simple y ordinaria chismosa. Sí, nos heredaron la lengua, pero nosotros la transformamos en magia.
En su defensa y a manera de tributo a todas las señoras de rancho mexicano norteño, de Chihuahua a Tamaulipas, gracias por inculcarme el delicioso arte de echar mentiras.
Nota del autor: El presente texto forma parte de un proyecto en ciernes, que pretende recoger y explicar las palabras del lexicón de las abuelas norestenses.
*Imagen de portada: Foto: Twitter / @Sifuentes.
Muchas gracias por la explicación. Mi madre, de Chihuahua, usa esta palabra en su sentido menos poético: chismosa. Lo debería usar más seguido para describir a mi hermana, una mentirosa empedernida cuya vida requiere, urgentemente, de sazón.