Camino por las amplias veredas de Córdoba, Argentina (la avenida Yrigoyen, la calle Olmos, el barrio Güemes), veo pasar ante mí el interminable desfile de bustos y estatuas, en las cuadras aledañas se escucha el sonido de tambores, tal vez alguna marcha se acerque. Las noticias son contundentes: los estudiantes han tomado, desde hace algunas semanas, la Universidad y se encuentran en paro. El final del recorrido por la ciudad me coloca en el campus. Las aulas son dormitorios, los auditorios: congresos espontáneos donde se debaten, cada día, las medidas a tomar. Los informes corren de boca en boca. De pronto alguien saca una guitarra y canta; otros grupos hablan de poesía y política. La sensación es, a un tiempo cercana y extraña, miro a mi alrededor: no hay docentes, ni personal administrativo, sólo estudiantes. Asisto, así, a una enorme y heterogénea cátedra sobre la relación entre la academia y la vida pública.
Hace justo cien años, en 1918, el comité estudiantil Pro Reforma Universitaria, de esta misma Universidad de Córdoba, descontento por la clausura del internado de estudiantes del Hospital de Clínicas, se planteó la autonomía como forma de revolución: insurgencia contra los restos de la tiranía decimonónica y oligarca. Para ellos, para aquellos jóvenes que veían con desconfianza el inicio del siglo XX, las instituciones latinoamericanas de educación superior seguían siendo el reducto de lo peor de las comunidades explotadas: “Las universidades han llegado a ser así el reflejo de estas sociedades decadentes, que se empeñan en ofrecer el triste espectáculo de una inmovilidad senil.” La Federación Universitaria de Córdoba se levantaba, entonces, contra la petrificación de la enseñanza, contra la tiranía de la docencia y buscaba, en contraste, un gobierno democrático, autorregulado, con libertad de cátedra.
Las demandas no han perdido vigencia: escucho a los estudiantes hablar, estamos, ahora, en la Casa Verde, un edificio que pertenece a la Facultad de Filosofía y Humanidades (recién he visto una pinta en el exterior: “¿Qué harías si la Universidad no fuera pública?”, la pregunta se queda dando vueltas en mi cabeza). El Comité de Comunicación, instalado en una de las aulas, nos extiende un comunicado: “Les estudiantes de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la UNC decidimos en asamblea ocupar el pabellón Mariano Ferreyra (Casa Verde) en repudio al ajuste de Macri y el FMI, en apoyo a la lucha docente por el 30% de aumento salarial y por el aumento del presupuesto universitario.” Antes fue el sistema oligárquico, ahora el neoliberal: el asunto de fondo, sin embargo, es el mismo: ¿es posible la construcción de un espacio autónomo? ¿Quién otorga, y desde dónde, tal condición? O, mejor, ¿en dónde radica? ¿En el ámbito jurídico? ¿En el administrativo? ¿En lo cultural e intelectual? ¿En el orbe de la ideología?
La autonomía, en el ámbito latinoamericano, representa, entre otras cosas, la irrupción del alumnado en la escena pública. Durante siglos, la enseñanza se había visto de forma vertical. La cátedra era sagrada e incuestionable. El objetivo era la reproducción y petrificación de un conocimiento estable. Conforme las condiciones sociales e industriales comienzan a transformarse, las carreras tradicionales (las que venían de las llamadas artes liberales), se veían ahora acompañadas por otras, más cercanas a la ciencia y la tecnología, y, por lo mismo, dotadas de un mayor pragmatismo y adaptabilidad: ahora podríamos preguntarnos si conceptos como “innovación” o “tecnología” no son otra forma de petrificación: cambiar todo, para que nada cambie.
En el siglo XX latinoamericano, la autonomía se conjuga con otras demandas sociales que emergen desde diversos polos: la clase obrera (que comienza a organizarse en diversos países), los gobiernos de corte popular, surgidos después de la revolución mexicana de 1910. La premisa era temeraria: se puede hacer la revolución desde las aulas, y con los estudiantes como la vanguardia (esa convicción ha seguido, a pesar de las adversidades y las evidentes dificultades, hasta en el presente aparece con nuevos bríos). Hay idealismo, sí, pero también conciencia de las adversidades (a ratos se antoja una tarea casi imposible).
Después del 68 mexicano, de los golpes de estado en Sudamérica durante los años setenta, de la instalación del neoliberalismo en los ochenta, de la globalización en la década siguiente, y de la violencia sistemática (y muchas veces institucional) de los últimos años: ¿podemos hablar todavía de autonomía en las universidades públicas de nuestros países? Yo pienso que sí: no como realidad, pero sí como aspiración. La autonomía, lo sabemos, jamás podrá ser total, es precisamente el deseo de conquistarla lo que mantiene su fuerza y su injerencia en el espacio público. No se puede vivir en aislamiento completo, sin embargo, es posible tratar de crear espacios críticos desde donde mirar y mirarse.
No sé si este paro logrará sus objetivos (espero que sí). De lo que sí estoy consciente es que el deseo de autonomía que, hace cien años, manifestaron los estudiantes cordobeses (jóvenes como estos chicos y chicas que ahora veo desplazarse de un lado a otro de Casa Verde), transformó el siglo XX latinoamericano. Y yo y tantos otros y otras, que accedimos a nuestra formación profesional en una universidad pública, estamos en deuda permanente con ellos.
*Imágenes: Fotografías de Víctor Barrera Enderle.