
Imagen: Intervención del álbum de Guadalupe Plata.
El turista recorre países y siente empatía por lo que allí descubre
debido únicamente a que todo le recuerda a algo que ya existe
en otros lugares que ha conocido,
algo que sin ser exactamente igual a lo que ya ha visto,
es en cierto modo igual.
Agustín Fernández Mallo.
Se acaba de incendiar el Museo Nacional de Brasil. No quedó nada. Se perdieron piezas, fósiles, textos de hace miles de años. El registro sobre esos registros. Los cientos de años de apasionada investigación, recolección de datos, metodologías aplicadas, exhibiciones y exhaustivos discursos, destruidos. La historia reducida a cenizas y nosotros viéndolo en tiempo real, a través de una computadora. Los brasileños observando cómo las llamas reclamaban su atención ante un descuido. No quedó nada.
Es triste pensar que lo mismo sucede a diario con cada uno de nosotros, desde el origen de los tiempos, ante infinidad de situaciones. Pienso que en dos, tres años, algunas personas no recordarán la catástrofe del museo, los más jóvenes lo tomarán como un mito (¿qué ocupará en el futuro el espacio donde se encontraba el museo?), lo tomarán como un dato: un día como hoy, pero del 2018, se incendió tal museo (el lugar común sería imaginar la construcción de un estacionamiento).
Pienso también en la fragilidad de los días y la carga conceptual que tienen algunos objetos y estructuras para un individuo y la sociedad. Desdibujar líneas conflictúa por la extrañeza del espacio ampliado, la inauguración siempre incierta de un grado cero.
Juan García Ponce dice que la ausencia de algo crea un desequilibro espiritual que determina nuestra relación con el mundo y se refleja en otras pequeñas acciones. El agujero que dejan los libros prestados, por ejemplo, nos obsesiona y disminuye la realidad de todos los demás anulando su importancia. Así, la nada, el vacío, se hace mucho más real que la realidad. Más evidente cuando descolgamos un cuadro y nos recibe el vacío amarillento en la pared. Una sencilla acción insuficientemente meditada puede sumirnos en la perplejidad por la revelación de otra realidad no menos real que hasta entonces no habíamos advertido, también dice Ponce.
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Existe una íntima relación entre la tristeza y la memoria; entre estar y no estar en la ciudad de origen y también la comprensión de los huecos que nos minan. Como cuando observamos una fotografía y no recordamos el motivo de nuestra sonrisa entonces. Los libros podrían limitarse a ser los registros de un diario de viajes: buscamos trazar un camino para poder recorrerlo, pero este camino se desvanece mientras lo pensamos, mientras la palabra lo nombra haciendo notaria la invisibilidad de los trazos.
Un amigo pensaba en Proust y Joyce como una especie de cinematógrafos de sus propios recuerdos (una amiga más mencionaría aquí también la relación con el Walden de Jonas Mekas), enfrentar la búsqueda del tiempo perdido no para recrear una época (esto podría ser un objetivo secundario), sino a fin de revivir la vida en una profunda horizontalidad (Piglia en El último lector, se detiene en la metempsícosis como punto de partida, como aparato para trabajar la reencarnación de Ulises en Bloom, no recordando nada de su vida anterior), es decir, leer desde una posición cercana a la composición misma.
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Salí de mi casa con rumbo al centro de la cuidad. Voy en un tren ligero hacia un encuentro de escritores; dos personajes que me gustan mucho tendrán una charla sobre el proceso creativo en la escritura poética. No sé por qué salí de casa, me siento muy triste. Leí un poema antes de salir que incrementó mi estado de ánimo. Me despedí de mi madre, le dije que iba a un museo con varios compañeros de la facultad. Mentí. Estoy solo sobre un tren ligero que viaja a 20 o 30 km/h. En realidad no es un tren ligero, es un autobús que tiene su propio eje o carril. Uno especial. Excluido de los otros carriles y autos. La tristeza se siente en todas partes. Cuando me siento triste el tiempo pasa más rápido. Pasa igual en realidad, sólo que siento que se pierde, se va entre los huecos y desaparece. Voy a bajarme del autobús.
Al bajarme, hay una pequeña estación para transbordar al metro, la línea 1. Ese sí es un tren ligero. Antes de pasar al tren hay una máquina que marca cuántas personas han pasado por ese lugar. Un conjunto de tubos giran mientras uno va pasando: soy el número 7,512. Sumándolos da como resultado el 15. Sumándolos da el 6. Restándolos el 4. No sé qué pueda significar eso. Todo significa algo. Todo nos condiciona, hasta ese conjunto de tubos o la calle vacía por dónde viaja el autobús, las vías del tren ligero y atravesar solo o acompañado un lugar. Las montañas, las calles y avenidas, los edificios son ruido geográfico que nos impide estar libres, cómodos, marcan límites, líneas y puntos.
Un día, una maestra de literatura dijo que todo es somático: el resfriado, el dolor de cabeza, las náuseas. Todo sucede por algo, dijo. Además, en esa misma clase, nos contó sobre sus sesiones de análisis clínico. Años antes había muerto su marido. En realidad nunca se casaron pero ambos sabían que eran el uno para el otro, como Abelardo y Eloísa.
Ella mencionó que amaba demasiado a su marido, así decía: mi marido. Amaba su conocimiento, su sinceridad, su inteligencia, su cinismo. Antes de que muriera, ya enfermo, nos contó que en sus conversaciones con él y otras personas solía despedirse con un «adiós, adiós», repitiendo la palabra. No le tomó importancia. Tiempo después, cuando él murió, decidió llevar ese asunto poco importante a sesión. Allí, acostada sobre un diván, como el lugar común de esos terrenos, adoptando completamente su rol sin caer en la simpleza, descubrió que se despedía inconscientemente de su amado. Acostada, con los brazos inquietos seguramente, descubrió que comenzó a soltarse de su amado con el lenguaje, con el pensamiento.
– Para mí él (intento recordar sus palabras, parafraseo en realidad), era como un Dios, mi Dios con mayúscula. Adiós a Dios, reaccioné llorando, como si todo hubiera tenido sentido de un golpe, un gancho. Como si entendiera que todo estuvo bien, que fue una gran aventura, un viaje largo y duro y, como si delante de todos, conocidos y desconocidos, me despidiera de él, haciéndoselo saber a todos, incluso a mí. Soltarlo.
Las puertas se abren. Salgo. Bajo escaleras. Hay que transbordar…
Ahora que releo esto, escrito hace un par de años en uno de mis cuadernos, pienso en el poema de Cavafis, aprender qué significan las Ítacas.
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Quien escribe es consciente de que el lenguaje es objeto, materia prima y aparato a la vez. Pero esta necesidad que tiene el escritor del lenguaje hace que lo observe y lo juzgue, que comprenda que para tener acceso a la palabra, debe renunciar al lenguaje; su amor a la vida obliga a desertar la vida; su amor al lenguaje lo lleva al desprecio de las palabras; su amor al juego conduce a pisotear las reglas, a inventar otras, a jugarse la vida en una palabra.
Todo enunciado es una cadena complejamente organizada de enunciados. La deconstrucción es también multiplicación o como menciona Paz en El mono gramático:
Lo más fácil es quebrar una palabra en dos. A veces los fragmentos siguen viviendo, con vida frenética, feroz, monosilábica.
La memoria es algo que no dominamos, Ray Lóriga dice que es el perro más estúpido, le tiras un palo y te trae cualquier cosa. Al escribir combinamos lo sucedido con invenciones nuestras, componemos y creamos una nueva realidad y, al establecer esa nueva realidad creamos un espacio. Toda una historia y la contemplación de un instante recordado se detiene y se vuelve eterno al escribirlo (pienso en Me acuerdo de Brainard o Perec, donde se enuncian recuerdos breves de cada autor, que de alguna manera constituyen una mirada generacional desde lo individual).
La imaginación puede ceder paso a la razón para protegernos. Soltarnos para posteriormente, encontrar un terreno nuevo, plano. Antes tanteamos el lugar, los pasos entre lo imaginario y lo real van al mismo tiempo y poco a poco los primeros van quedándose atrás, desapareciendo, enterrándose.
Fernando Pessoa, en el Libro del desasosiego, escribe:
“Pensando, me hice eco y abismo. Profundizándome, me multipliqué […] Por crearme, me destruí; me exterioricé hasta tal punto dentro de mí mismo, que en mi interior ya no existo sino exteriormente. Soy el escenario vivo por donde pasan diversos actores, representando diversas obras de teatro”.
En este sentido, la memoria y las artes son un hilo tenso, un eco de otras obras que el autor ha leído o interpretado, evidentemente o no. Las artes son un palimpsesto, un recuerdo estético. Mimetizamos y nos cubrimos con todos estos recursos, metáforas y pensamientos para ver y no ver; para escuchar los silencios y tapar, una vez que husmeamos dentro, los huecos entre las construcciones y los vestigios.
*Imagen de portada: Tomada de http://www.t13.cl.