¿Desde dónde hablar de Juan José Arreola? Me refiero, de manera literal, a la búsqueda de un espacio de enunciación. Durante años, la estrategia más simple fue colocarlo en el cajón de las cosas raras, de los autores peculiares. Y no estoy afirmando con esto que se le haya marginado: se ha hablado y escrito mucho sobre él y su obra. Lo que quiero decir es que ese desplazamiento, hecho por pereza o comodidad, revela, sin embargo, un hecho incuestionable: la voz narrativa de Arreola es única en el panorama de la literatura mexicana del siglo XX.
¿En qué consiste ese carácter inusual? Debo apuntar primero que el autor jalisciense es, o mejor dicho, fue un escritor que interpretó social y mediáticamente su rol (en muchos momentos llegó a sobreactuarlo). El histrionismo exacerbado (con reminiscencias a los vates románticos, atormentados y nocturnos) fue su estrategia ante los medios (y ante la crítica), principalmente a partir de los años sesenta cuando la televisión cobró fuerza (hoy sería un adicto a las redes sociales, ni duda cabe).
La presencia de la figura pública imponía una dinámica inusual para aquellos días (y en el presente muy común): la de conocer primero al escritor, antes de leer su obra. Para mi generación Arreola fue antes que cualquier cosa un personaje estrambótico de la televisión; personaje con el cual se establecía inmediatamente una complicidad: la del rechazo a la adultez, o, mejor dicho, a la solemnidad de la adultez. Arreola gesticulaba en la pantalla; recitaba de memoria; recorría, arrobado, paisajes y escenarios literarios; pasaba con soltura de Quevedo a Machado, de Reyes a López Velarde; declama en francés a los poetas malditos; o discurría sobre la estética del deporte.
Pasarían algunos años antes de que leyera algo suyo. La lectura no transformó al personaje, pero sí lo reconfiguró. La economía verbal de sus cuentos, la fantasía despojada de exageraciones, la sutil ironía, la densidad poética. Todo fue deslumbrante a su manera. A partir de ahí he seguido su rastro de manera retrospectiva: apagué la televisión y abrí los libros. Varia invención (1949) y Confabulario (1952) no tomaron por sorpresa a la literatura mexicana del medio siglo (Arreola ya comenzaba a ser conocido desde hacía algún tiempo), pero sí confirmaron la madurez de un escritor que se había formado a sí mismo. Asomémonos un poco a la manera en que su trabajo literario se percibía en los años iniciales de su carrera. Emmanuel Carballo, el crítico público más importante de la década del cincuenta, sentenció: “Innovadora y tradicional, su obra despierta el entusiasmo irrestricto de algunos y la conmiseración amarilla de otros”. Entonces como ahora: siempre entre los extremos.
Por esos días, Alfonso Reyes, la figura tutelar de las letras nacionales, consignaba en su Diario (entrada del 18 de enero de 1952): “Grata visita de Juan José Arreola y Rubén Bonifaz Nuño, el cuentista y el poeta de los últimos barcos”. Arreola el cuentista. El artífice de un género narrativo que poco a poco iba asentando sus reales en el solemne territorio de la narrativa. La prosa mexicana no volvería a ser igual.
Cambio ahora la pregunta inicial: ¿desde dónde nos narraba Arreola? De una peculiar y casi desconocida tradición que él mismo fue labrando y haciendo visible. La del relato breve, conciso, que fusiona otros géneros discursivos como el ensayo, el diario o la biografía. Hurgando un poco en su escritura, los nombres de los “ancestros” van apareciendo como por invocación esotérica: Julio Torri, Marcel Schwob (traído, por cierto, al ámbito mexicano por instancias del mismo Torri y por las traducciones de Rafael Cabrera para la editorial Cvltvra en 1917), el Alfonso Reyes de “La cena”, Borges, Rilke, Papini y Valery Larbaud, entre otros. El autodidactismo como formación literaria. En este proceso no todo fueron lecturas solitarias, mucho ayudó la amistad con el crítico y académico Antonio Alatorre y el trabajo de corrector de pruebas y redactor de solapas en el Fondo de Cultura Económica: “El Fondo fue mi universidad —contó en una entrevista a Carballo—. Los reducidos conocimientos que poseía y la dispersión de mis lecturas desordenadas y caóticas se organizaron, bruscamente, con la corrección de pruebas, la lectura obligada de libros de historia, filosofía, economía, sociología y sabe Dios cuántas cosas…”
La diversidad de oficios y el don de la oratoria fueron sus primeras armas literarias: “Trabajé en tiendas de abarrotes, en cajones de ropa, en papelerías, en molinos de café, en chocolaterías. Fui un excelente vendedor”, le confesaba a Carballo en la entrevista ya referida, para luego añadir que durante mucho tiempo fue “un empleado de mostrador”. Quizá nunca dejó de serlo, sólo que en lugar de vender chocolates o adornar cajas de regalos, trabajó con la tradición literaria, tomando lo preciso y deshaciéndose de lo innecesario, cortando con filosas tijeras descripciones recargadas o adjetivos hinchados. Desde su mostrador dedicó el resto de su vida a tratar de confeccionar algunos relatos, no muchos, pero sí los suficientes para lograr lo que a muchos le toma una eternidad: encontrar su voz.
Imagen: Juan José Arreola, tomada de http://www.rogeliocuellar.mx. *Imagen de portada: pixabay.com.