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Al igual que todos los otros lunes el señor Capelli transitaba por las calles de la ciudad para ir al trabajo, pero en aquel último en particular se había retrasado, obligándose a trotar en busca de un colectivo. Tenía completamente su concentración en llegar a tiempo, así cruzaba insultos con ciclistas y las avenidas, golpeándose las rodillas contra los parachoques de los autos empantanados en el tráfico. Llegó a la parada, donde tomó el expreso variante B de la línea Farfalle SRL, que venía con furia, destartalándose a través de los paralelos de la ciudad, sin poder desprender de sus ventanillas los semblantes tristes de las casas y las despensas cercanas al río polucionado.
Se sentó en un asiento doble, acomodando su maletín entre las piernas, como no había nadie a su lado, se recostó, al borde del dormir. Una niña que parecía estar sola lo miraba, con sus ojos apenas sobresaliendo por el horizonte del asiento delantero. Primero pensó que a ella le habría causado gracia un golpe en la cabeza que se había dado contra la ventanilla cuando pasaron por un bache, pero con el correr de los minutos ella lo seguía mirando, estática, sin parpadear, con sus pequeños dedos llenos de baba a medio entrar en su boca y gotitas que le llegaban hasta las muñecas.
Él intentó llamarle la atención con sonrisas y muecas, pero no producían efecto alguno, entonces adoptó la estrategia de esconderse detrás del asiento para luego aparecer súbitamente, y ver si así podía sorprenderla; hubo un avance, Capelli logró que ella lo siguiera con sus ojos. Sacó las llaves de su bolsillo, se las mostró, sacudiéndolas para que hicieran ruido y reflejaran los rayos del sol, luego ocultó sus manos detrás del respaldo, y en una las escondió. Extendió sus brazos, moviendo ligeramente ambos puños, para que la niña intuyera el juego de adivinanza que él proponía. Ella se asustó, hundiéndose en su asiento, él se inclinó para buscarle la mirada y sonreírle, y que entendiera que todo estaba bien. Abrió la mano en la que tenía las llaves y ella le devolvió una sonrisa.
Ahora la niña estaba con la espalda recta, revelando la mitad de su rostro por sobre aquel horizonte de pvc. Entonces él volvió a dejar sus puños a la vista, después de columpiarlas por una cuadra y media ella se animó a elegir una mano, que selló con una manchita saliva sobre los nudillos de Capelli. Con los intentos subsiguientes el tiempo de respuesta de la niña se agilizaba, los sonidos de pequeñas cachetadas eran la percusión acompañante de su melódica risa cada vez que ella lograba atinar con su elección. Para cuando terminaron aquel juego, en un último acierto de la niña, él podía verla hasta los hombros.
Luego jugaron piedra, papel o tijeras. Capelli ganó las dos rondas iniciales de “dos de tres”, apostando en la segunda primero por tijeras, después por papel, seguro de que ella jugaría piedra nuevamente, y por último con tijeras al ella elegir papel, para así ganarle sin frustrarla; por algún motivo la niña elegía no jugar con tijeras. Las siguientes cuatro rondas resultaron en tres victorias para ella y una para él, porque a veces ella optaba sólo por piedra para los tres turnos y otras alternaba entre piedra y papel, sin que Capelli pudiera prever cuál estrategia usaría en la próxima ronda. En la séptima la niña jugó piedra en el primer turno, Capelli papel, en el segundo ella repitió piedra cuando él cambió por tijeras, y el tercero resultó en la victoria de la niña y unas tijeras inesperadas. Capelli quiso revancha, pero la niña explicó de forma rústica pero efectiva, asistiéndose con sus dedos, que al jugar siete rondas no habría margen para un empate. Él le recordó lo peligroso de que estuviera arrodillada sobre el asiento, la niña, con los codos sobre el apoyamanos, le contestó que no entendía e insistió en seguir jugando.
Ella le buscó las manos y le juntó las palmas en posición de oración antes de pedirle que la siguiera atentamente. Este nuevo juego, que consistía en cantar una canción infantil sobre las siestas en plazoletas y el gustar de un chico que no va más allá de miradas, era dificultoso para Capelli, no por el movimiento de los brazos y la coordinación en sí, sino por el recordar cuándo la mano debería estar abierta, cerrada o cruzando los dedos, sumado a que el tiempo del ritmo alternaba entre un 2/4 y un 3/4 hacia el final. Hostigado por la vergüenza de no poder superar los ocho compases, cerrando los puños cuando debiera tener la palma abierta o llevando sus manos hacia posiciones que la coreografía no tenía programada, de manera evidente a los instantes de equivocarse, él miró alrededor, asegurándose de que no hubiera otras personas observando su incapacidad psicomotriz para un simple juego infantil. Queriendo recuperar el terreno perdido, Capelli sacó el elastiquillo que mantenía enrollada la gráfica reportante de las ventas trimestrales en su trabajo, para hacer con éste figuras geométricas. Intentó hacer un truco basado en el mover de los dedos anulares que transformare el simple pentágono, que se formaba con el elastiquillo, en un hexágono exterior con aristas interiores dibujando un triángulo. Posterior a unos suspiros quejosos de la niña Capelli sólo logró un escaleno de muy mal gusto. Ella entonces bajó la mirada y le pidió que prestara atención.
Se sacó su collar de bijouterie y empezó a hacerlo circular, como una cadena dentada, a través de sus pequeñas manos, incluso se suscitaba cierto ruido raspante cuando los eslabones se encontraban y desencontraban con sus uñitas cubiertas por un esmalte chillón y descarapelado. En los primeros segundos a Capelli no le sorprendió para nada, hasta que el medallón color bronce, en su descendente y ascendente trayectoria medialunar, llegó a la mano izquierda de la niña. Lo natural hubiera sido que, con el continuo tirar de la mano derecha, el medallón reapareciera en seguida por el lado superior, pero no fue así. Ella tenía la mano izquierda abierta, con el pulgar sobresaliendo como guía para la cadena, y no la había cambiado de posición antes, ni durante, ni después de que el medallón llegara a esa estación fantasmal. La niña se volvió a poner el collar, ahora carente de cualquier manifestación existencial del medallón.
El pánico nació en Capelli, y fue creciendo con el correr de los segundos, no únicamente por la persistente ausencia del medallón, sino también porque el anochecer descendía, envolviéndolo todo con una penumbra de alquitrán que se filtraba dentro del colectivo, las pálidas luces titilaban y los asientos se llenaban con extraños de aspecto hostil; lo poco que podía entrever entre el azul y las sombras le era desconocido, las casas, los locales e incluso el pavimento de la calles. Él la miró, muriendo de ganas por cruzar el asiento y abrazarse a sí mismo en ella, y que no lo dejara solo. Pero Capelli no lo hizo, ya ni sentía el piso del colectivo bajo sus pies, como si hubiera cedido lugar a un abismo. Ella sintió lástima por él, con una caricia le secó las lágrimas, retrasando la extinción de su mirada. Luego superpuso sus manos, haciendo bailar sus dedos, mientras él atónito observaba cómo éstos cruzaban el campo de sus palmas con total libertad. Un pulgar desaparecía y aparecía al otro lado de la muñeca, un índice se torcía para formar, cinco centímetros más abajo, un ángulo de noventa grados con un meñique de la misma mano, en un momento de pausa Capelli llegó a contar de entre la maraña siete dedos en una mano y cuatro en la otra.
Su pecho colapsó, y en esa cavidad ahora vacía se formaba un témpano negro. Lo último que vio fue a la niña bajar del asiento, o subir del asiento mejor dicho, ya que su cuerpo se duplicó en longitud ante él, para luego descender del colectivo hacia la inmensidad de tinieblas; a partir de ahí ya no quiso volver a ver. Se colocó en posición fetal, cubriéndose la parte frontal del rostro con las rodillas y los oídos con las manos, víctima de un estado catatónico, resolviendo quedarse así hasta que nuevamente el calor del sol le posara su anaranjada tibieza sobre la piel. Capelli se sintió solo y preso de su vulnerabilidad, rodeado de barrios desconocidos, a merced de una noche implacable, que cada vez se volvía más negra, donde lo único claro era su intención de no detenerse hasta devorarle los ojos.
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