
De izquierda a derecha, Luis Martín, Olga Harmony y Ana Laura Santamaría (2010). Imagen cortesía de la autora.
Escribir mi crítica,
ver y pensar el teatro
es mi única pasión.
Olga Harmony
El pasado lunes 11 de noviembre, justo en el décimo aniversario de la muerte de Emilio Carballido, recibimos la noticia del fallecimiento de Olga Harmony.
Conocí a Olga en 1993, gracias a Luis Martín, quien por entonces dirigía el Teatro de la Ciudad, y me había invitado a coordinar el III Encuentro Estatal de Teatro. “La Harmony”, junto con Margot Wagner y Bruno Bert, integrarían el jurado. Me emocionaba saber que conocería en persona a la decana de la crítica en México, cuyas columnas en La Jornada y antes en el Unomásuno, eran lectura obligada para quienes estudiábamos teatro. También la conocía por ser la autora de una obra que me había impresionado casi una década atrás, La ley de Creón, dirigida por Manuel Montoro y con las actuaciones de Salvador Sánchez y Patricia Reyes Espíndola
Fuimos al aeropuerto a recibir al jurado y recuerdo que esperábamos a una “mujer mayor”. En realidad, no lo era en absoluto, me sorprendió su enérgica vitalidad y su fina ironía. Temida y admirada, la Harmony inspiraba respeto, me acerqué a ella y muy pronto descubrí su generosidad. No sólo era una mujer brillante y de firmes convicciones, sino una gran conversadora, atenta y generosa. Luego de algunos días de largas y nutridas conversaciones sobre los montajes que se presentaban en el Encuentro, le dijo a Luis Martín: ¿por qué Ana Laura no escribe crítica en algún periódico de la ciudad? Luis Martín tomó el teléfono y marcó al entonces Diario de Monterrey, donde me solicitaron tres críticas y así comencé formalmente mi carrera en la crítica teatral de Monterrey hace 25 años.
Antes de despedirnos, Olga me regaló su novela Los limones, publicada por la Universidad Veracruzana en 1984, curiosamente el mismo año que se estrenó La ley de Creón y que surgió el periódico La Jornada del que Olga fue socia y fundadora. Yo no sabía que Olga también era novelista. La protagonista de Los limones es una joven aspirante a escritora, rebelde y libre que desafía el orden patriarcal, pero que acaba sucumbiendo a una relación emocional absurda que la reduce a la mediocridad y al abandono. La novela me recordó Los frutos caídos de Luisa Josefina Hernández. Ambas asumían la metáfora de las mujeres jóvenes y emancipadas como frutos exuberantes que prometían subvertir el orden social, pero que acaban reducidos a caer junto al árbol o a dar solo dos gotas de limón cada año. Tanto Luisa Josefina como Olga pertenecen a una generación de escritoras a la que se suman nombres tan relevantes como el de Rosario Castellanos y Margo Glantz que nacieron a finales de la década de los 20, que rompieron varios esquemas, que asistieron a la universidad, que reivindicaron la capacidad de las mujeres de crear y a pensar por sí mismas, pero que en sus relaciones sentimentales no siempre pudieron romper los moldes tradicionales de dependencia y maltrato. Las generaciones de mujeres que les seguimos les estamos en deuda y seguimos tratando de conciliar la libertad intelectual, la autonomía económica y relaciones afectivas recíprocas y satisfactorias.
Olga estudió primero filosofía, luego cambió a psicología y finalmente se decidió por el teatro. Era una época apasionante para estudiar teatro en la UNAM, Rodolfo Usigli acababa de regresar de a México y una generación de teatristas comenzaba a definir el perfil del teatro mexicano. Olga fue compañera y amiga cercana de Emilio Carballido, Sergio Magaña, Luisa Josefina Hernández y Héctor Mendoza. Le tocó ver surgir las carreras de directores ícono de la escena nacional como Juan José Gurrola, Julio Castillo, Ludwik Margules, Luis de Tavira.
A los años de efervescencia teatral de los 50, habrían de seguirles los años de agitación política de los 60. Las firmes convicciones políticas de Olga la llevaron a pertenecer al Movimiento de Liberación Nacional y a participar en el movimiento del 68. Para entonces ya no era estudiante sino maestra de teatro de la Escuela Nacional Preparatoria. Olga participó en las marchas y estuvo presente el 2 de octubre en Tlatelolco, escapó de las balas y la persecución refugiándose en la casa de una vecina que, como tantos otros, abrió las puertas de su casa para ocultar los jóvenes estudiantes. Tras el 68, Olga se va a Cuba, junto con sus dos hijos, a trabajar en la Escuela de Artes Dramáticas de la Habana.
A su regreso a México en los años 70, se reincorpora como maestra de teatro en la Preparatoria y comienza su carrera como crítica teatral en el Excélsior; al poco tiempo Televisa la invita a realizar un programa y se convierte en la primera crítica teatral en tener un espacio en televisión.
La aspiración de Olga era ser dramaturga y escribió un par de obras: Nuevo día (1955) y La ley de Creón (escrita en 1975, pero publicada y llevada a escena en 1984), en la que reescribe el mito de Antígona desde una perspectiva de justicia social. La acción está situada en una hacienda mexicana en los albores de la Revolución de 1910. Antígona, aquí llamada Cristina, ha interrumpido los preparativos de su boda porque su tío, un poderoso hacendado, disparó contra una rebelión indígena y el cadáver de Lorenzo, amigo de la infancia de Cristina, quedó expuesto en la tierra como una trampa para atrapar a los cabecillas de la rebelión. Cristina muere de un balazo al tratar de advertir a los rebeldes. Así, la autora plantea un giro interesantísimo al mito clásico, lo relevante no es enterrar el cadáver, siguiendo las leyes de los dioses, sino impedir la muerte de los campesinos, siguiendo los dictados de la justicia.
Tanto Los limones como La ley de Creón revelan una escritora con gran oficio y solidez, comprometida con su realidad, conocedora tanto de los resortes dramáticos como de los tejidos narrativos. También escribió el libro de cuentos Letras vencidas, por el que obtiene el Premio José Revueltas. Sin embargo, Olga abandona muy pronto su carrera literaria, para dedicarse por completo a la crítica teatral. En sus Memorias, editadas por David Olguín (El Milagro, 2006) Olga señala: “… llegó un momento en que sentarme a escribir me dio flojera, Así que opté por el silencio y me limité al oficio que más me ha gustado en mi vida: la crítica”.
Hacia finales de los años 70 empieza a escribir en el Unomásuno y al surgir La Jornada, en 1984, la Harmony se integra de lleno a un proyecto con el que se identifica ideológicamente e incluso compra algunas de las acciones. Desde entonces, y hasta el 2014, año en que anuncia su retiro, su columna de los jueves fue esperada, temida, comentada, admirada y también satirizada o repudiada. Lo que Olga decía podía gustar o no, pero sin duda era un referente imprescindible.
Es verdad que la crítica teatral en nuestro país no comenzó con la Harmony; desde Ignacio Manuel Altamirano, pasando por Salvador Novo y Luisa Reyes de la Maza, se han escrito las páginas que consignan el teatro en México desde una perspectiva personalísima, sin embargo, es Olga Harmony la primera en dedicar su vida teatral a mirar, escribir y reflexionar el teatro. Olga es la primera profesional de la crítica y de ahí su bien ganado título de “decana” de la crítica teatral en México.
A partir de nuestro encuentro en 1993, Olga y yo sostuvimos una amistad cariñosa y entrañable; una buena parte de su vida profesional y varios capítulos de su historia personal, me los compartió en la biblioteca de su departamento en la colonia del Valle de la Ciudad de México, entre una botella de Baileys y galletas de repostería fina. Recuerdo que un día quedé de llevar las galletas, pero con las prisas apenas pude comprar cerca de su casa una bolsa de abanicos de Mac’ma. Al verlas, con una sonrisa amable Olga me dijo: “esas galletas que trajiste son ricas, pero acá tengo unas mucho más ricas”, y sacó de su alacena unas galletas danesas verdaderamente deliciosas. A veces, tras ingerir esa bomba calórica nos resultaba difícil levantarnos para ir a ver alguna función donde ya la estaban esperando. Luego, por prescripción médica, tuvo que prescindir de la crema irlandesa y las galletas, pero nunca del café ni del ánimo por asistir a una función. Olga nunca iba a ver obras donde no la invitaran y evitaba hacer cualquier comentario al término de la función. Solía decir que un crítico no podía dejar de ser subjetivo, pero que tenía la obligación de ser imparcial. También decía que un crítico podía equivocarse, pero no tenía permitido decir estupideces.
Aunque le detestaba el teatro mal hecho, nunca la vi salirse de una sala, disciplina que siempre le admiraré. Sin embargo, en sus Memorias señala: “confieso que, en lo personal, ya es muy poco lo que me molesta. Mis propias pasiones ya están completamente vencidas porque ya lo único que me molesta es el mal teatro, eso sí, y eso yo no lo puedo impedir”.
Su llegada a la sala era a veces un acontecimiento, la gente comentaba: “ya llegó la Harmony”, y siempre le tenían separados los mejores lugares. Un día fuimos a ver La banda del automóvil gris de Claudio Valdés Curi al teatro El Galeón. En taquilla nos dieron unos lugares laterales y Olga exclamó: “Creo que mi crítica será muy ladeada”, pero al entrar a la sala de inmediato nos cambiaron de lugar. A mí siempre me sorprendió su enorme capacidad de resistencia; a pesar de sus problemas en la rodilla, jamás se quejaba de estar incómoda y veía las funciones con tal atención y respeto que casi no se movía de su asiento. Recuerdo que, en una Muestra Nacional en Guadalajara, habíamos viso ya tres obras, eran las 10 de la noche y estaba por comenzar un Macbeth de Medardo Treviño en una bodega verdaderamente incómoda. Olga seguía ahí, sentada estoicamente en unas terribles bancas de madera.
Cuando le otorgaron la medalla Xavier Villaurrutia en el teatro Degollado en 2010, tuve el privilegio de acompañarla, al descender de la camioneta recibió un fuerte golpe en la rodilla, yo me sentí culpable por no haberla cuidado bien; con el tiempo degeneró en una trombosis pulmonar que la llevó al hospital y la dejó fuera de circulación por varios meses. Entonces le hacían llegar videos de las obras para que pudiera seguir, desde su habitación, lo que sucedía en los escenarios de la ciudad de México. Obviamente no le gustaba escribir su crítica a partir de los videos, pero nunca dejó de estar al tanto del quehacer teatral. Con una fortaleza de acero, se recuperó, recuerdo con emoción verla bajar por su propio pie las escaleras de la casa de su hija para llegar a la puerta donde la esperaba una silla de ruedas y una camioneta del INBA para ir a ver Los ingrávidos al teatro Orientación. Creo que fue la última obra que vimos juntas. Ese mismo año de 2014, decidió retirarse. En broma comentaba que los críticos, como los toreros y los cantantes de ópera, debían saber cuándo retirarse antes de hacer el ridículo.
Volví a visitar a Olga un par de ocasiones más luego de su retiro, me decía que se sentía cansada, pero seguía conversando con gran lucidez, ahora lamento no haber estado más cerca estos últimos años.
Olga profesionalizó el trabajo de la crítica teatral, amó el teatro desde la butaca y desde ahí puso en juego su formación, inteligencia y talento para conversar con sus lectores, en su mayoría gente de teatro, pero también espectadores “de a pie”. Olga, desde la trinchera de la inmediatez periodística, fue testigo y protagonista del teatro mexicano de las últimas cuatro décadas. La medalla Bellas Artes en 2002 y la Xavier Villaurrutia en 2010, así como la instauración del Premio de Crítica Teatral “Olga Harmony” en 2017, los recibió no sólo como un reconocimiento personal, sino como un reconocimiento y dignificación del oficio de ver y pensar el teatro.
Quienes nos hemos dedicado al oficio de hacer crítica le agradecemos el haber abierto brecha. Ya les tocará a las futuras generaciones tomar la estafeta y abrir nuevos espacios para seguir la pasión de ver, pensar, interpretar y compartir el teatro.