(Cuento, Argentina).
Camila encuentra una caja de zapatos con fotos de una familia japonesa en el borde de la vereda. Ella cree que los une el amor aunque no parecen felices, como si alguna barca los hubiera dejado en una orilla equivocada. En la primera foto posan en la playa. La madre y el padre recostados sobre las sillas de mimbre reclinadas en la arena, los hijos a cada lado de sus padres apoyan sus manos en un salvavidas que dice Mar del Plata. Al fondo, vestida con pollera y camisa y con las manos metidas dentro de los bolsillos de un saco: la abuela. El pelo blanco y la piel arrugada. Es la única de la foto que no se toma del salvavidas, parece no tener dónde agarrarse. La abuela no sonríe. Es una mujer masculina aunque frágil. Mira fijamente al fotógrafo, algo especula con su mirada de hombre. Camila va descubriendo los rostros de una vida que parece inconcebible lejos de Japón. Gira la foto y lee escrito en lápiz, como si el nombre de esa familia hubiese sido escrito para que alguien lo borrara después: Los Yukimoro, Mar del Plata 1929.
Camila pinta murales. Recorre la ciudad en colectivo buscando paredes donde pintar, dice que quisiera transformar Buenos Aires en la Capilla Sixtina. Quizás algún día pinte la mano de Dios que libera la mano de Adán sin ningún temblor sobre la tierra. Mira las fotos de la familia Yukimoro y decide pintar esa familia en las paredes de la ciudad, como si Buenos Aires pudiera albergar a esa familia en sus medianeras, salvar a esa familia del olvido. Toma otra foto. En esta foto la abuela es más joven, debe tener unos treinta y cinco años, y parece haber sido tomada de sorpresa mientras abre la puerta de su auto para bajar. Ante la cámara, la mujer decide entregarse y apoya su brazo en el asiento. Sonríe tímidamente y recobra una cierta independencia que no tiene en la foto familiar. Camila piensa que fue tomada en Tokio, que en Tokio esa mujer pudo ir cantando una olvidada melodía de su infancia mientras manejaba aquel auto. Que en Tokio esa mujer había sido feliz.
Camila toma estas dos fotos de la caja de zapatos y se las guarda en su cartera. Mete la caja en su mochila. Por alguna razón se siente una impostora, desnudando una memoria ajena. Con la mano esboza sobre el aire un cielo de marfil sobre el que pintará a los Yukimoro, un cielo de marfil los protegerá del tiempo en algún rincón de la ciudad.
Camila se levanta antes del amanecer, prepara sus pinturas y pinceles y los pone en el carrito de su bicicleta. Entre luz y opacidad, la ciudad despierta. Escucha Amy Winehouse con sus auriculares. Usa unos shorts de jeans pintados y una remera con la ciudad de Berlín. Se va adueñando de las calles mientras pedalea libremente a contraluz. Encuentra la pared debajo de un puente. Arma la escalera y divide la pared en cuadrículas donde irá dibujando las figuras. Traza las líneas con precisión. El polvo de la tiza la hace toser. La gente que corre a esas horas de la mañana la saluda, levantan la mirada del piso y sonríen. La pared ha quedado dividida en cuadrados; ella, sin embargo, es capaz de dibujar la circularidad del sol en cada uno de los cuadrados. Mezcla los colores en una botella de plástico de Coca-Cola partida al medio y comienza a pintar. Poco a poco, a medida que el día avanza, la mujer de Tokio cobra vida. La señora Yukimoro vuelve a salir del auto y la sorprenden con la cámara esta vez en Buenos Aires. La señora Yukimoro sonríe tímidamente. Los trapitos de la cuadra se acercan. ¿Es tu abuela?, le preguntan. Ella le dice que les va a dedicar el mural, ellos dicen que se lo van a cuidar, que nadie se va a atrever a borrarlo. Ella escribe señora Yukimoro en Tokio y abajo el nombre de cada uno. Los chicos se sientan bajo la señora Yukimoro, la cuidan o quizás la señora Yukimoro ampara a los chicos de la calle. Se paran alrededor de la señora Yukimoro y la abrazan, se estiran los ojos y ríen. Camila les toma una foto con su celular, promete llevárselas.
El segundo mural, el de la foto de los Yukimoro en la playa, lo pinta en el barrio de Palermo. Esboza el fondo del mar, traza los cuerpos. Alguien parece tomar su mano mientras pinta. Es un mural en blanco y negro como la foto. Decide hacer algún cambio, hace sonreír a la abuela y pinta a la familia como recién salida del mar. Los mechones de pelo de la hija chorrean de agua y parecen salpicar la foto. La tela de los trajes de baño se adhiere a los cuerpos. El salvavidas no está más en el centro de la foto sino en la arena. La familia parece feliz, bañada por una ola de mar. Camila termina el mural y toma una Coca-Cola subida a la escalera. Un hombre pasa y le grita Takayama mentiroso, el hombre sigue corriendo y la saluda de atrás. Camila baja unos escalones y en la calma de esa tarde apoya su espalda contra la pared; la familia Yukimoro la envuelve, forma parte de esa familia recién salida del mar. Evoca un pasado sin rencores, con la misma serenidad que una ola desaparece en el mar. ¿Quién repara en los sitios de la infancia? Cuando la memoria se opaca, buscamos otra manera de decir.
Varias semanas después, Camila recibe un mensaje en su Facebook. Melina Yukimoro desea ser su amiga. Camila duda. Detiene un instante su indecisión. Ella es otra o Yukimoro es otra. Las dos entre Tokio y Buenos Aires debajo del mismo mundo. Aprieta aceptar y espera. Melina Yukimoro no está conectada en Facebook o Melina Yukimoro está conectada en Facebook. Melina Yukimoro está conectada en Facebook. Se presenta. Soy Melina Yukimoro, la nieta de la señora Yukimoro. Vivimos en Almagro. Mi madre caminaba ayer por debajo del puente y se encontró con el retrato de su madre. Melina no escribe más, espera que Camila le conteste. Camila quisiera apagar la computadora, Internet y romper todas las redes sociales entre Buenos Aires y el mundo. Toma aire y escribe. Nunca imaginé. Piensa: nunca imaginó qué. Que hubiese una señora Yukimoro que en 2012 caminara por las calles de Palermo bajo los puentes, continúa. Mi madre creyó que la perseguía la mafia china, ¡ja, ja! Ja qué, piensa Camila. Ja, ja, contesta. Camila le cuenta que encontró las fotos en una caja de zapatos tirada en la vereda. La familia está conmocionada, ja, y todos se acusan entre ellos para ver quién fue el imbécil que tiró las fotos, ja, ja. Todo es ja para Melina. Camila se avergüenza y no sabe muy bien de qué. Quiere pedir perdón, se siente enredada en una historia ajena. Perdón, escribe. Perdón por qué, escribe Melina. Ni idea, es tu abuela. Mi abuela se suicidó en 1929, el año de la otra foto que pintaste en el otro mural. Mierda, escribe Camila. Mierda, escribe Melina. Ahora en mi familia se están peleando entre ellos, algunos quieren que tapes los murales, un quilombo. Pero esa historia ahora es tuya y yo no quiero que los tapen. Me gustan tus murales… Mi madre te quiere conocer. Mi madre te quiere conocer. Lo escribe dos veces. Camila vuelve a querer romper todas las redes sociales entre Buenos Aires y el mundo pero contesta que sí, que cómo no, y el ritmo del ruido de la heladera le resuena como una melodía olvidada de otra infancia.
Camila pone nuevamente las fotos en la caja de zapatos. La ata con un piolín y la coloca en la canasta de su bicicleta. Pedalea, lleva la familia Yukimoro atrás. Los Yukimoro dejaron de pertenecerle, siente un cierto desamparo. Pasa por debajo del puente y encuentra a uno de los trapitos sentado debajo de la señora Yukimoro. La cuidamos bien. Mira un graffiti escrito a medias que ellos no dejaron avanzar. Gracias, dice Camila y se sienta al lado. Busca en su mochila las fotos de los chicos con la señora Yukimoro y se las da. El chico toma la foto y sonríe, nadie me lo va a creer, yo con cara de ponja, parezco el nieto de la Yukimoro. El graffiti y la señora Yukimoro… es hora de guardar los pinceles y buscar otras paredes, piensa Camila.
Toma la bicicleta y pedalea una cuadra hasta el bar. Abre la puerta del bar, en la esquina en una mesa contra la ventana, una mujer japonesa de pelo blanco lleva un pañuelo de seda azul anudado al cuello y guantes. Una elegancia frágil en la manera de mover las manos, como si tocara una vieja melodía de su infancia al piano, esta vez sobre el mantel. Recuerda esa melodía secreta que la conmueve. Mira por la ventana el mural del puente donde una mujer baja de un auto y es feliz. Evoca a esa mujer fuera del tiempo y algo en su memoria se despierta. El universo parece detenerse en un instante, el instante en que Camila y esa mujer miraran el mural de la misma manera, con las mismas palabras.