(Novela, fragmento, Argentina).
Christian sale del cuartito de la estación de servicio donde está la caja y se queda guardando la tarjeta de débito en la billetera.
Levanta la vista y mira la escena como si estuviera en el cine.
Facu está provocando a Nahuel para que lo corra alrededor del auto. Pero Nahuel, acodado sobre una de las ventanillas traseras, lo único que hace cada tanto es amagar con tirarle una patada a ciegas sin dejar de acariciar la cabeza de Vera que dentro del auto está recostada contra la puerta. Tiene cara de descompuesta y a Sofi sobre las piernas. Contra la otra ventanilla duerme Damián con la boca abierta. A unos metros del auto y sentada en un tronquito, Mariana fuma tirando el humo hacia el cielo con fuerza.
Empieza a cruzar el playón desierto. Una ráfaga de viento frío le llena los ojos de polvo y le infla la espalda de la camisa. Mete las manos en los bolsillos del jean y apura el paso. No ve la hora de llegar a Viedma para poder comprar ropa de abrigo. Ropa de abrigo para todos. Excepto Facu, quien antes de salir de su casa y mientras Mariana le gritaba que se apurara, cargó en una bolsa de Coto sus dos buzos de polar y varios de los chalecos de lana que le tejió su abuela, ninguno tiene lo mínimamente necesario para ir a la Patagonia a fines de abril. Apenas tomaron la ruta tres, Christian decidió cederle su sweater a Vera y su campera a Mariana que ahora levanta hacia él una mano tapada por el puño de cuero, y le sonríe.
Christian le devuelve la sonrisa levantando las cejas con picardía.
A pesar de que sabe que lo que están haciendo es un delirio y de haber manejado toda la noche casi sin parar está contento. A las dos de la mañana cuando cargó en una de las entradas de Azul estaban todos dormidos y se sentó a tomar un café contra el ventanal del servicentro. La última llamada perdida de Inés en su celular era de la una y media. La distancia que lo separaba de Buenos Aires había empezado a teñir todo de una irrealidad que por fin le permitió marcar el número de su casa: ya no tenía miedo de que escuchar la voz de Inés rompiera el encanto y le hiciera darse cuenta de que lo que tenía que hacer era pegar la vuelta inmediatamente.
El tono con el que Inés le preguntó cuándo tenía pensado volver le hizo sospechar que ya se había clavado un rivotril. Tomar pastillas a Inés le da un poco de culpa, así que además de tranquilizarla le producen un efecto no buscado: se torna excesivamente comprensiva. Así que Christian en lugar de sincerarse, y tratando de sonar como la persona más sensata del mundo, le dijo que en un par de días, y que Sofi estaba chocha con esa escapada padre-hija.
Después le mandó un beso y cortó.
Más difícil le había resultado explicarle el plan del viaje a Sofi en lo de Mariana y sobre todo quién era esa gente que a él lo trataban como a un pariente pero que a ella no sólo no la habían visto nunca sino que ni siquiera parecían haber sabido de su existencia hasta un rato antes. Y además, ¿dónde estaba el huevo kinder que le había prometido? Ésa había sido la excusa deforme de Christian para que su hija se subiera al auto ―“a los kioscos del barrio se les terminaron, mi amor, vamos a buscar uno más lejos” ―. Para Sofi un huevo kinder era un huevo kinder. Por eso había accedido contenta. Lo del faltante en los kioscos no se lo había creído en ningún momento. Y Christian era perfectamente consciente de esto último. Pero con que su hija se dejara llevar a lo de Mariana le alcanzaba.
Porque de golpe, ante el inminente descubrimiento de todo por parte de Inés, y por ende de Mariana, necesitaba que ella y Sofi se conocieran. Como si juntar su pasado y su futuro ―porque whatever: Mariana nunca dejará de ser el eje de su historia y Sofi el elemento más prometedor de su porvenir― le bajara dos cambios a ese presente que estaba a punto de volverse inmanejable y lo transformara en anecdótico.
El huevo kinder para Sofi, y otro para Facu, los terminó comprando en la estación de servicio de la autopista.
Foto de portada: Augusto Daniele