
Fotografías: CONARTE
Por segunda vez el Consejo de Teatro Nuevo León presenta un proyecto de gran formato en el Teatro de la Ciudad auspiciado por CONARTE. Lo primero que me salta a la vista es que el mismo está monitoreado por un Consejo o Comité de teatro, además de encabezado por las autoridades de CONARTE, un grupo de artistas regiomontanos que supuestamente seleccionan, coordinan, asesoran, guían el proyecto.
Lo que vimos anoche lejos de estar cuidado por estos artistas pareciera dejado a la mano de Dios y sobre todo al nuevo director, que por ser un artista en formación habría que haberlo cuidado mucho más. No entraré en detalles que me parecen crueles. Sólo subrayaré que el ritmo define la obra estética, y el ritmo es contraste. Cuando una pieza teatral circula por lo mismo durante un lapso inadmisible, no hay cómo hacer para sostener el interés. Todo rápido o todo lento, cualquiera de los dos extremos es lamentable. Aquí nos encontramos con ambas cosas.
Hacer de los políticos un carnaval con la poética de la Commedia dell’Arte es un hallazgo, entrar en ella y permanecer sin contrastes una desventura. La puesta queda entrampada. La familia fundamentalmente con su antagonista mayor, el hijo, se pierde. Se pierde la humanidad que ella representa a través de Madre y Padre e hijo e hija. Es lúdica, repitió incesantemente en sus declaraciones su director Iván Domínguez-Azdar. Lo cual pareciera decir, es para reírse y ya. Lo lúdico incluye la ironía y también la farsa es cierto, el esperpento y la caricatura, pero sobre todo, diría Humberto Eco, el humor revela, exaspera, llega al paroxismo y estalla en dolor agasajado pero sobre todo en metáfora, signo, semiosis, de una realidad que no puede ser nombrada literalmente. Porque nombrarla así sería deshacerla.
En cuanto a Usigli, su obra, como dice una frase que me envió alguien hace pocos días tiene que tener al menos una pequeña dosis de esperanza. La esperanza de Usigli se encarna en Miguel, el hijo, lo cual en esta puesta no se cumple. Todos somos gesticuladores, y, como diría Luis de Tavira respecto del teatro, si todos lo somos, nadie lo es. Me cuesta pues avanzar sobre el resto del proceso: los actores, algunos excelentes, sobre todo los personajes de César Rubio y Rafael Estrella. Qué maravilla hubiera sido exigir a los actores que sin máscaras, con la técnica de la Commedia, hubieran alcanzado la desmesura del Poder que encarnan. La creación lumínica muy pobre, el trabajo corporal muy bueno, la escenografía lamentable. Absurdos como Bolton que se aloja en la casa y regresa de ¿su habitación?, con su cartera al hombro, los lugares comunes de una Rosalba Eguía cuyos trabajos anteriores la enaltecen y muchas más naderías que en el tráfago al que nos lleva la obra no tienen la menor importancia.
Para finalizar el eterno teatro decimonónico nos ofreció una vez más proscenio, proscenio y proscenio. Figuras empastadas a pesar de su buen trabajo corporal, alineadas al frente, chatas, horizontales, sin el encanto de las perspectivas, el fondo, las luces y sombras que provocan las honduras, los corredores, los senderos que se pierden en horizontes entrevistos, inquietantes. Los actores plantándose frontalmente, hablando al público y no a su interlocutor, ningún escorzo. El arte del cuerpo sólo aparece en la propuesta de Víctor Martínez, especialista en ello, con el juego cómico. La verticalidad reducida a una escalera que se usa mal y a una tribuna política, la de Navarro, que aparece como por arte de magia. No soy crítica, soy teatrista, mis observaciones tienen que ver con mi conocimiento de mi profesión. Lo que vi me pareció un lamentable ejemplo para los estudiantes de teatro y la comunidad teatral en pleno.