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“Roma”, la fatalidad permanente

enero 20, 20191 ComentarioLos filos del cineBy Óscar Montemayor

 

El cine en primera instancia nos provoca un goce estético, sin embargo, una manifestación tan compleja como esta incita fenómenos diversos, tanto internos del sujeto como externos de una colectividad. Es precisamente el cine que no se propone como mero vehículo de entretenimiento el que con mayor énfasis provoca esos fenómenos multidimensionales.

 

Una película como Roma, la más reciente del laureado director Alfonso Cuarón, ha provocado consecuencias en esos diversos niveles cinematográficos. Apoyado por una evidente calidad de realización, junto con una estrategia de promoción novedosa e inteligente, el filme ha sido tema de muchas interpretaciones, de conversaciones de sobremesa, loas nacionalistas, hasta análisis sesudos en revistas y programas televisivos.

 

Tan es así que hasta el actual gobierno federal la utilizó como parte de su discurso para la transformación de Los Pinos, de residencia del presidente de México a centro cultural público. Un uso político innegable.

 

De entrada me parece que tiene un excelente trabajo en el guión, su narrativa, su cinematografía y la interpretación actoral. No tiene la contundencia suficiente para ser una obra maestra, hay partes donde se siente forzada, donde se entrevé que no es el tipo de cine donde Cuarón se siente más confiado, es decir, una narrativa pausada, de tiempos extendidos, de movimientos de cámara que revelan naturalmente las cosas continuas y no fraccionadas, como es común en el cine que ha hecho con anterioridad.

 

Pero el análisis más interesante está en lo que ha provocado. Desde ahí tenemos una cinta exitosa, lo que desearíamos que fuera el cine más seguido, un incitador de reflexión, de discusión, de autocrítica.

 

Específicamente ha puesto en la palestra cotidiana de nuestro país el tema del racismo y la sociedad de castas que sigue operando. Y, con mayor especificidad, el uso de la desventaja de muchos para el servicio de los pocos, partiendo del personaje de Cleo, la empleada doméstica indígena oaxaqueña que sirve en una casa de clase media acomodada de la Ciudad de México (en la colonia Roma) a inicios de los años setenta.

Un tema que en otros tiempos y otras latitudes ha sido expuesto con sus propias características.

 

Por ejemplo, la aclamadísima Lo que el viento se llevó (Victor Fleming, 1939) presenta un lado candoroso de algo tan perverso como la esclavitud, lo que causó sonrisas en su momento y que no deja de hacerlo aún. Hay un momento atroz: La joven Scarlett O’Hara con voz aniñada le pide algo a la matrona negra que la ha criado, y termina “si no te doy de azotes” con su vocecilla mimada. La respuesta de la esclava es un aspaviento familiar, como si nada terrible hubiera sido dicho.

 

De algún modo esa dinámica está presente en Roma, en el personaje de Cleo, de esta joven indígena que no tiene otro horizonte más que servir en una casa de clasemedieros acomodados blancos, 24/6.5 (por el rato que puede salir los domingos) asumiendo un destino afortunado, al grado de poner en riesgo su vida para conservarlo. Así como aquellos esclavos del sur norteamericano que trabajaban dentro de las casas y no en las inmisericordes plantaciones de algodón. Aquí nos gritan, nos humillan, somos esclavos, pero al menos nos visten bonito, trabajamos a la sombra y podemos comer las sobras de los platos de los amos.

 

Y por eso, como refería Malcolm X, los negros de casa eran los principales delatores de las inconformidades de los negros de las plantaciones. Temían perder el pequeño privilegio concedido por el blanco. Ahí está Fermín, de Roma, que en sus propias palabras formar parte de un cuerpo represivo del gobierno le había salvado de una existencia donde solo se vislumbra lodo y miseria.

 

La perversidad del Estado, y del estado de las cosas, donde la pobreza es una fuente interminable de clientelas electorales y de carne de cañón para la estructura represiva oficial, pública y privada. De desterrados están llenas las filas del crimen organizado y del Ejército, que terminarán batiéndose sin percatarse de que provienen de la misma infamia.

 

Otro referente lo podemos ver en La Nana (Sebastián Silva, 2011) que narra la situación de Raquel, empleada doméstica de una familia de clase media acomodada chilena, donde su vida parece estar en una perfecta estabilidad, con la amabilidad de los patrones y el cariño de los hijos, siempre desde la estratificación social. Pero su existencia se vuelca cuando la señora le comunica que traerá a otra persona para aminorarle la carga de trabajo.

 

Raquel siente que su mundo peligra, que su pertenencia a la familia está en riesgo, por lo que hace todo lo posible por sabotear la estancia de cualquier intrusa. Especialmente aquella mujer ya entrada en años, amargada pero con un sentido de lucidez que inquieta aún más a Raquel, cuando la enfrenta al hecho de que ella no es de la familia y que sus patrones jamás la verán como tal, a pesar de sonrisas y cariñitos. La respuesta de ésta es aún más defensiva.

 

En Roma, Cleo representa en este punto un nivel más profundo incluso que Raquel, tanto por el tono de la película (una comedia realista en la chilena y un drama naturalista en la mexicana) como por el factor racial que está más presente en nuestro entorno. Si se aplaude lo creíble del reparto de Roma es porque Cleo la interpreta una mujer indígena (Yalitza Aparicio) y a la patrona una mujer blanca (Marina de Tavira). Es nuestra normalidad, también que los halcones represores sean jóvenes morenos, que los médicos con buenos puestos en el IMSS sean blancos, que la maltrecha banda de rock con instrumentos chafa ensayando en un enlodado jacal sean morenos. Que quienes estamos disertando sobre Roma seamos blancos o blanqueados. Que el gran reconocimiento sea que Yalitza Aparicio salga en la portada de Vogue con un vestido de Gucci. Y que la película viene de un creador legitimado por los blancos de entre los blancos: Hollywood.

 

Eso somos. Eso hace que nuestra creación sea “realista”, exitosa y la elogiemos.

 

Así es que cuando Cleo y Adela, su compañera de trabajo, indígena como ella, hablan en mixteco uno de los niños dice “ay, ya no hablen así”. Porque es raro, no es que no entiendan otro idioma y se inconformen, como podría ser con el inglés o francés, entonces dirían “hablen español”. No, el “así” implica algo que no tiene esa estatura, algo que no es digno de escucharse, “otras costumbres”.

 

Vale la pena remitirnos a otro filme mexicano: Los pequeños privilegios (Julián Pastor, 1978). En él se hace un contrapunto descarnado de lo que un mismo fenómeno representa para la mujer privilegiada y para la mujer subordinada: un embarazo.

 

Para Cristina todo es felicidad, se la pasa descansando, yendo a sesiones de ejercicios profilácticos, viendo ropita en bonitas tiendas, decidiendo con su esposo el nombre del bebé, recibiendo los parabienes de amigos y familiares. En contraste, para Imelda, la empleada doméstica que ha traído desde un pequeño pueblo, su embarazo significa quedarse en la calle, perder su trabajo y el rechazo familiar, por lo que se somete a prácticas atroces para tratar de abortar.

 

Lo logra, casi perdiendo su vida, pero conserva su trabajo como nana del bebé de su patrona.

 

Esto muestra la pérdida de la identidad propia para asimilar el destino que se traza desde el privilegio ajeno. Entre las conversaciones que produjeron en estas semanas relacionadas con Roma escuché a alguien decir que la empleada doméstica de su familia la habían traído a los 16 años de su comunidad rural y que en los siguientes 45 no había conocido otra realidad más que la de esa casa. Como contra argumento existe la premisa de que tuvo una mejor vida que la mayoría de quienes se quedaron allá en la pobreza. Muchos de sus familiares la consideraban “suertuda”. Pero la suerte no es elección, es fatalidad, lo inevitable de un destino que no se decide, del que no se tiene elección.

 

Roma es fatalidad en este sentido. Por eso Cleo regresa satisfecha de aquel viaje, donde una experiencia límite, como casi ahogarse por salvar a los niños de la familia, la regresa de nuevo al destino trazado: ella, sin hijos, recibiendo los abrazos de la familia que le hace un espacio especial; un espacio abajo.

—¿Cómo te fue?—, le pregunta su compañera de trabajo en la casa al regresar.
—De maravilla— ,responde sonriente Cleo.

 

Es la presentación de un país inmóvil, que bien puede ser 1971 o el día de hoy. Porque si bien hemos avanzado en una serie de circunstancias en cuanto a derechos de minorías y visibilización de problemáticas, en gran medida impactan al ámbito de la clase media y alta. Una estructura fundamental que sostiene a este país es la permanencia de la estratificación socio-racial.

 

Roma ha sido señalada como una romantización de la opresión, por un lado, y como un discurso de denuncia, por el otro. Ninguna de las dos cosas; lo muestra, lo presenta, lo pone en la mesa de discusión para que se reflexione desde los muchos puntos de vista posibles. Es una obra abierta y puede ser su mayor acierto, que no es poco.

 

*Imagen de portada: Carlos Somonte, en www.imdb.com. Imagen interior: ©Netflix, en www.imdb.com.

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Alfonso CuaróncineMéxicoÓscar MontemayorRoma
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Sobre el autor

Óscar Montemayor

Originario de la ciudad de Monterrey. Tiene estudios de licenciatura en comunicación y posgrado en Artes Visuales. Se dedica profesionalmente al cine y a la producción audiovisual, además de la actividad académica. Ha participado en proyectos como director, guionista, productor y editor, algunos de ellos seleccionados en importantes muestras y festivales nacionales e internacionales: Venecia, Londres, Ciudad de México, Göteborg, Trieste y Guadalajara. Ha recibido algunos premios y becas para el desarrollo de proyectos cinematográficos a nivel estatal y nacional.

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1 Comentario
  1. Responder
    enero 29, 2019 at 9:28 pm
    Rolando Garduño

    Que buen texto. Muchas gracias por esta reflexión que incita a la reflexión. Saludos

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