
Imagen: British Library, en www.flickr.com.
¡Cuántas vicisitudes! ¡Cuántos empeños! Horas gastadas en archivos, bibliotecas, calles, oficinas. Dejar de mirar el cielo para enfocarse en papeles amarillos, libros ajados, periódicos rotos, revistas incompletas. Los historiadores lo saben: la escasez de materiales o el difícil acceso a ellos son la constante. Gran aventura decidirse a investigar y contar el pasado. Pienso en concreto en el historiador literario. A diferencia de su colega que trabaja con acontecimientos que afectaron a la humanidad, él se enfrenta a un proceso concreto que implica la escritura y la lectura, la circulación y recepción de textos que han sido dotados, al paso del tiempo, con el adjetivo calificativo de “literarios”. ¿Qué historias se esconden detrás de aquel que se dedica a leer el pasado de la literatura?
Aristóteles dejó en claro la diferencia entre historia y literatura: lo que fue y lo que podría haber sido. Toca, entonces, al historiador literario dar cuenta de lo que fue, en realidad, la literatura (con sus infinitas ramificaciones imaginativas). Arqueología de la imaginación, sondeo de sueños, radiografía de pasiones. Y también registro de soportes (la escritura es una tecnología que ha evolucionado, lo mismo que los soportes: papiro, papel, pantalla).
¿Cómo ordenar un corpus de obras y autores? ¿Cómo establecer un canon? ¿Hasta dónde llega el campo literario? O, mejor dicho: ¿hasta dónde establecer los lindes de la literatura? Quien se enfrenta al pasado debe ordenar su archivo y al mismo tiempo justificarlo, explicar las incorporaciones y dar cuenta asimismo de las omisiones. Todo cuenta.
La historia de la historia literaria es un largo e interrumpido proceso de polémicas, de rectificaciones y de reordenamientos. En el ámbito latinoamericano, el problema se ensancha. Nos encontramos ante un espacio colonizado y posteriormente descolonizado, pero cuyo proceso de formación ha sido una tensión constante. Pedro Henríquez Ureña estableció las bases y señaló las preocupaciones fundamentales: subrayó la necesidad de establecer criterios y tablas de valores. Su propuesta historiográfica abarcó todo el subcontinente, dejando como herencia el primer modelo de periodización. Ya en 1925, en su ensayo clásico: “Caminos de nuestra historia literaria” señalaba con asombro: “La literatura de la América española tiene cuatro siglos de existencia, y hasta ahora los dos únicos intentos de escribir su historia completa se han realizado en idiomas extranjeros…” Y a continuación proponía la primera acción concreta, elaborar un canon: “La historia literaria de la América española debe escribirse alrededor de unos cuantos nombres centrales: Bello, Sarmiento, Montalvo, Martí, Darío, Rodó”. Dejaba ver también los retos del futuro: “Nuestra vida espiritual tiene derecho a sus dos fuentes, la española y la indígena: sólo nos falta conocer los secretos, las llaves de las cosas indias; de otro modo, al tratar de incorporárnoslas haremos tarea mecánica, sin calor ni color”.
Esas fuentes se bifurcan en todos los países que componen la región. Y aquí entramos en el peliagudo campo de las literaturas nacionales, donde las disputas por la interpretación del pasado fueron más descarnadas. Es famoso el debate, a destiempo, entre José de la Riva Agüero y José Carlos Mariátegui. El primero, historiador castizo y de visión clásica, ordenó, al inicio del siglo XX, las letras peruanas con base en los modelos y gustos peninsulares, dejando fuera un gran corpus heterogéneo. Mariátegui, en su extraordinario ensayo “El proceso de la literatura” (1928), evidenció ese sesgo y amplió el criterio: mostró las particularidades (históricas, lingüísticas, raciales, ideológicas, genéricas) de la literatura peruana. Su propuesta historiográfica se ajustó a tres etapas: literatura colonial, nacional y cosmopolita.
Mariátegui abrió un camino por donde transitaron importantes críticos e historiadores, cuyos trabajos habrían de reconfigurar la historia literaria latinoamericana. Un solo ejemplo: el rescate de autores como el indígena quechua Guamán Poma de Ayala, creador de una de las obras más enigmáticas del periodo colonial: Primer nueva corónica [sic] y buen gobierno (1600-1615). La protagonista de este suceso, Rolena Adorno, afirmó que había “tratado de efectuar un acto de descolonización en el terreno de la historia y de la crítica literaria histórica”. Al incorporar al canon a este tipo de escritores respondía y “corregía” a la historia tradicional que, “de manera sumaria, desechaban los escritos del escaso puñado de americanos étnicos, por más que hayan sido éstos quienes constituyeron la primera generación de escritores latinoamericanos”.
En los años cincuenta, Antonio Candido publicó La formación de la literatura brasileña… y al hacerlo, estableció un criterio de análisis que enriquecería la propuesta de Mariátegui: los momentos decisivos (herramienta fundamental para establecer los cortes temporales).
La historia de los historiadores es la de un grupo de críticos que se enfrentó a enormes inercias: el abuso del concepto de “influencia”; la cómoda rutina de importar modelos de clasificación europeos (léase romanticismo, realismo, y tantos otros ejemplos); el deseo protagónico de creadores, editores y promotores, que impulsaron el llamado “modelo generacional”, cuyo criterio de base es la edad biológica y el llamado “impulso vital”: el deseo de cada grupo o individuo de trascender su propia coyuntura.
¿Cuáles serán los retos para la historia literaria en la actualidad? Aventuro algunas respuestas: dar cuenta de los nuevos soportes, rescatar las múltiples historias de quienes no tuvieron espacios para la enunciación (o hablaron desde otras instancias), enfrentarse a las nuevas nociones de lo literario, y descartar los fuegos fatuos.
Otro paso para buscar respuestas es indagar en la historia de la historia literaria y de sus protagonistas, en ella se esconden aún muchas enseñanzas…