
Imágenes del Compendium rarissimum totius Artis Magicae sistematisatae por celeberrimos Artis hujus Magistros. Dominio Público 1.0 [https://creativecommons.org/publicdomain/mark/1.0/], en https://publicdomainreview.org.
Nota del autor: Asumo personalmente las sanciones que pudieran resultar de la publicación electrónica del estudio con el que participé en la antología Cruce de miradas. Su propósito desde el principio fue uno: compartir la admiración que siento por algunos escritores con un grupo de estudiantes de Letras de la UANL. Si en esta ocasión omito sus nombres, único cambio que me permití antes de mandarlo a redacción, lo hago pensando en su derecho a la privacidad. Por lo demás, de acuerdo, no supe defender los papeles del reino; ahí están, los regreso. Me quedo, eso sí, con los libros de Jorge Cantú de la Garza, poeta de vida irregular, un raro sin credenciales.
Para Les últimes lectores.
I. La biblioteca personal
Do I dare to eat a peach?
T.S. Eliot
La historia de las bibliotecas personales demostrará que tales colecciones funcionan en realidad como otro género literario. Por eso, cuando acepté encargarme de una de las lecturas de este cruce de miradas, lo hice pensando en que era la oportunidad de ensayar con un listado propio. ¿Cómo no hacerlo, nos increpa Víctor Barrera Enderle en uno de sus últimos títulos, cuando dedicamos gran parte del día al estudio y la difusión de la teoría, crítica e historiografía literarias?
Las formas de encarar dicha tarea son tantas como estilos o desacuerdos encontramos en el gremio literario. Yo suelo preferir dos: la de los momentos decisivos del brasileño Antonio Candido, de corte más bien histórico, organizada a partir de la lectura del crítico; la de la construcción de una tradición de relectura propuesta por el argentino Ricardo Piglia, interesada en las lecturas estratégicas de los escritores en un campo cultural específico. Lo digo para aclarar de entrada el orden oculto de la selección: una selección rigurosa, personalísima, que busca comentar algunas de las líneas principales de eso que llamo la biblioteca del reino. En lugar de citar todos los nombres, propongo recordarlos o descubrirlos en las obras de unos pocos.
Convencido de que la biblioteca personal permite leer entre obras una tradición, instalé mi escritorio al lado del librero dedicado a Nuevo León. Uno de los primeros títulos que consulté fue La crítica literaria en Monterrey (1880-1980) de Humberto Salazar. Si es cierto que queremos fortalecer la formación de investigadores en los colegios de Letras, alguna editorial debería reeditar ese libro. Desde la introducción, Humberto imparte cátedra:
Esta búsqueda nos llevó, pues, a la revisión de no solamente los libros y revistas donde generalmente se publica crítica literaria en su forma ensayística, sino a la consulta de prácticamente toda nuestra producción literaria, pues muchos de nuestros mejores textos críticos se esconden bajo la forma de prólogos, pórticos, notas preliminares y otros acompañantes de poemarios, novelas y libros de cuentos.
Yo no podré acercarme ni remotamente a ese rigor. En los tres meses que se nos concedió, leí lo que juzgué que había que leer confiando en la memoria de lecturas pasadas. Tomé las precauciones del caso: además de charlas con colegas, apostaría por interlocutores jóvenes. Fue así como llegaron Les últimes lectores, cinco estudiantes de Letras con las que me reúno cada quince días en un café de la ciudad. Cada libro, afirma Piglia, crea su lector. Este no fue la excepción. Las únicas garantías que puedo ofrecer, al menos en estas tres incursiones, son las lecturas que he ido descubriendo aquí y allá, la amistad literaria con mis colegas, el diálogo (mediato e inmediato) con esas cinco personas. Me consuela saber que el reino, en sus momentos más altos, se comporta como un modelo de lectura abierto.
Las obras a comentar en esta ocasión son: El camino de Santiago (2000), Hervor de riel (2002), Crónica sero (2003), Los últimos rostros (2008), Los suaves ángulos (2009), Perra brava (2010) y Rey Vengala. Una historia de artistas (2016).
II. La Rive Gauche
Oigo los tambores, imitados por mis compañeras golpeando la puerta, y danzo frente a los azorados ojos de los que orinan en el mingitorio.
Patricia Laurent Kullick
Llámenme afrancesado, la historia es esta: en las primeras décadas del siglo XX, París alojó a muchos representantes de las vanguardias. Sabemos de memoria los nombres de los pintores extranjeros, los poetas locales, los políticos exiliados, los músicos de cabaret, los cronistas de deportes que marcaron la escena cultural. Lo que se conoce menos son las aportaciones de Gertrude Stein, Djuna Barnes, Solita Solano, Natalie Barney, Janet Flanner. En 1987, Shari Benstock publicó Women of the left bank, Paris 1900-1940. ¿Qué aportó a la escena intelectual? Pruebas de que la ciudad que creíamos conocer ocultaba otras maneras de habitarla y ficcionarla, habiendo incubado distintas posibilidades, temas, personajes, poéticas.
Esto no es una comparación, es una provocación: ¿por qué no leemos a Patricia Laurent Kullick, Dulce María González y Coral Aguirre como las autoras de la otra orilla del reino? La escritura de cada una de ellas es personalísima, lo mismo que sus intereses: mientras que la narradora de Paty se sume en la locura del lenguaje para escapar al control de las imágenes, la narradora de Dulce se refugia en la claridad de la escritura con el fin de construir una estructura de deseo diferido que la saque de la crisis; si las historias de las dos primeras pueden calificarse de intimistas, las de Coral son intergeneracionales; luego de que la primera experimentara con la ficción paranoica, las otras reviraron actualizando el género epistolar, importando la novela de la posmemoria. Si un ingrediente las une, es la singularidad de su talento. Ellas amplían los contornos del reino al contarlo de otra manera.
Patricia Laurent Kullick: El camino de Santiago (2000)
Toda generación tiene la obligación de nombrar a sus clásicos. Esto lo aprendí del maestro Alfonso Rangel Guerra, cuando encontré, en sus famosos apuntes para la historia de la narrativa del estado, la siguiente afirmación: “El Reyno ocupará un sitio importante en la narrativa de Nuevo León cuando ésta sea integrada en su propia dimensión”. El tiempo le dio la razón: con esa obra, Raúl Rangel Frías inaugura la modernidad de nuestras narrativa. Pero de entonces a acá ha corrido mucha agua. ¿Contamos con nuevos clásicos? Creo que sí. Mi generación, por lo menos, no duda en considerar El camino de Santiago como una de las obras más interesantes de ese catálogo.
Escribe Jaime Villarreal:
El discurso narrativo desarrollado en la novela de Laurent Kullick, que puede ser calificado como ingenioso, fluido, lúdico y profundo, va más allá del aparente leitmotiv de la esquizofrenia. ¿Cómo debe interpretarse el hecho de que el lenguaje con que se relata esta historia alcance niveles poéticos? ¿Cómo puede ser comunicada con eficacia estética esta historia si la narradora, que también es la protagonista, tiene este perfil esquizofrénico?
Para contestar a estas preguntas, Jaime destaca la cualidad poética de la prosa de la autora. El trabajo estético de Patricia posibilita, por ejemplo, la fusión del lenguaje de la locura con el lenguaje de la sabiduría:
¿Cómo puede ser capaz de narrar con sabiduría su propia historia si el relato sugiere que la protagonista terminó en el desequilibrio mental? ¿Desde qué imposible situación comunicativa pronuncia su relato? Esta situación comunicativa es posible si y sólo si forma parte del mundo constituido por el texto literario.
Aclarado el misterio del lenguaje poético, ¿queda otra cosa por indagar? Pensemos en la segunda de sus preguntas. Si entiendo bien, apunta hacia una cuestión de estructura. Recojo, entonces, la estafeta: ¿desde qué situación comunicativa la narradora pronuncia su relato?
Parto de la relación sabiduría-locura que Jaime establece, le asigno a cada una de las partes diferentes instancias del relato. Por ejemplo: si consideramos el montaje de imágenes como el principal mecanismo de control que despliega Santiago con el fin de imponer a la narradora su lectura del pasado, modelar su interpretación, entonces debemos suponer que su lenguaje, al evocar a Mina, opera como líneas de fuga sobre la composición de ese control. Pero me adelanto. Hablemos de ficciones paranoicas.
De acuerdo con Rosenfeld, el estudio de las ficciones paranoicas debe comprender tres niveles: el contenido temático, la estructura de la narración, el estilo del lenguaje. Creo firmemente que en ciertas obras el estilo es parte de la estructura, así que aquí, apelando a la idea de fusión, consideraré ambos niveles en uno. Es importante aclarar, también, que cuando hablo de ficciones paranoicas me remito a un repertorio literario específico, no a definiciones procedentes de otras disciplinas.
Mi hermana y mis hermanos fueron excelentes muestras de lo que puede ser un cuerpo. De ellos calqué dibujos y los firmé como si fueran propios. Hurté sus historias de amor y me puse de protagonista. Fingí la musculatura de mi hermano Alejandro y peleé contra otras niñas, por un insulto, por una risa. Lo que nunca pude copiar es el método para el buen entendimiento. Vivo con una faltante en esa área. Batallé a la hora de comprender las reglas del juego…Alguna vez creí poseer el talento de la lógica. Sin embargo, fue desastroso tomar iniciativa.
La historia de la narradora consiste en la suma de desencuentros (familiares, escolares, sentimentales, culturales) que padece a causa de una falla interpretativa. Esa falla la condena a la soledad. Tras un intento de suicidio a los 14 años, Santiago, identidad disciplinaria escindida de lo que la narradora siente ser, toma el control de sus pensamientos, la aparta de Mina, su identidad desinhibida, erótica. El tema de una culpa personal que ha de expiarse con las mortificaciones del peregrinaje viene dado desde el título, penetra el lenguaje, intenta imponer sus reales mediante los chantajes de la madre, la crueldad del padre, la indiferencia de los hermanos, los montajes de Santiago.
Santiago, el intruso que invadió mi cuerpo cuando abrí la primera vena. (…) Antes de hallar asilo en el torrente sanguíneo, Santiago me rondaba. Invisible soplaba su aliento sobre mi hombro. Me acechaba como la antítesis del ángel guardián, esperando el gran momento de flaqueza para integrar su perdida dimensión en la mía. Mientras trazaba la topografía de las rutas encefálicas que hoy lo albergan, su proximidad me dispersaba obligándome a traficar cual si robara cada memoria de los primeros años, cuando Mina y yo penetrábamos reglas y límites humanos con el entusiasmo de un colibrí.
Las relaciones de dominio entre estas tres figuras no son fijas, de ahí la riqueza argumental del libro. Santiago cuida de la integridad física de un cuerpo compartido o abusa de él torturando mentalmente a la dueña; la narradora burla ese control o se refugia en él; Mina aparece al frente de la historia orientando los recuerdos o atrás del lenguaje quebrando su significado. Porque en líneas generales la historia del libro consiste en los episodios de una batalla. Esa batalla no sólo se percibe en la historia, también en la manera de presentarla.
Pasemos entonces a la estructura, consideremos primero la técnica del fotomontaje que al nivel de la historia pretende controlar las interpretaciones de la narradora:
Santiago busca desesperado esta fotografía. (…) –Puedes ver este carro blanco que debió frenar para no matarte. Una vez que llegamos a la plaza, se nos olvida la encomienda. (…) Sentados sobre la arena bajo el almendro, pierdes el dinero del mandado. Al estar buscando la moneda, el mendigo, quien no es tal sino un vendedor de paletas, se acerca y pregunta lo que haces. Con lágrimas en los ojos, pues conoces bien la paliza y la pobreza, contestas desesperada. Él ofrece regalarte una moneda. Saca de su bolsillo un peso brillante y cegador bajo el sol de mediodía. Aquí te acercas. Ayudado por la protección que le brinda su carro de paletas, te mete la mano bajo el calzón y con el dedo ensalivado te acaricia. Y esta otra fotografía interna sí tiene que ver con la explosión de sol, pero mira cómo oscurece después. (…) El paletero acomoda tu mano en su pene endurecido. (…) Entonces perdimos algo más que una moneda. Aquí están las fotografías de los días cuando lloras y pataleas para no ir a la tortillería.
Escribe Jaime:
Obligada por el orden de las imágenes dispuestos por Santiago, la narradora constituye el sentido de lo vivido yendo de un cuadro a otro y estableciendo relaciones obligadas que implican –casi siempre negativa–de su experiencia.
Lo que Santiago intenta imponerle es una manera de interpretar, de crear sentido. Los fotomontajes están ahí para chantajearla, asustarla, implantar contenido, manipularlo. La fractura de la narración no surge de los personajes considerados como las distintas voces de un coro, sino como manifestación de deseos contradictorios en la narradora.
La segunda parte del armado general del libro, la que permite establecer líneas de fuga en el control que ejerce el montaje de imágenes, consiste, digámoslo así, en saturar la voz de la narradora: no sólo contiene tres figuras de hablante, sino que las tensiones entre ellas, al darse en una sola emisión, fracturan el significado, lo sacan de la norma, lo liberan. Por eso podemos hablar de la fragilidad de la narradora. No es sólo un estado de ánimo declarado, es la representación de un conflicto que también está presente en el lenguaje: Santiago la enjuicia, Mina la conforta, la narradora no sólo se muestra nostálgica, también delira. Elijo ejemplos extremos que ilustran esta característica, el primero presenta a Mina, el segundo bocetea uno de los encabalgamientos de Santiago:
Mina seguía controlando la explosión de los soles pero, inexplicablemente, al terminar desaparecía dejando tras de sí un mareo seguido de un vuelo azul por el vacío.
El amante se convierte en chupahuesos sobre la tarántula. La madre, un tobogán de piedra.
El lenguaje de la narradora acusa cierto malestar o delirio, se resiste a las interpretaciones de Santiago, burla su vigilancia, se refugia en la melancolía, desaparece en estados de conciencia profundos. Porque el único contacto del lector con la historia se da a través de una voz perseguida, censurada, delirante. Ese delirio cumple con un propósito: sustraerse del control, reencontrarse con Mina.
Regreso a la pregunta de Jaime, arriesgo una posible respuesta: la situación comunicativa se cumple en la mente del protagonista, presupuesto de las ficciones paranoicas.
Dulce María González: Los suaves ángulos (2009)
Cabe la posibilidad de que la obra de Dulce María González sea la primera novela epistolar del reino. En todo caso no recuerdo otra. Si sólo fuera así, su importancia sería bibliográfica. Afortunadamente no lo es: la historia de Teresa Limón es un estado de conciencia inducido: momento crítico, trance superado en la escritura, estructura geométrica, teoría del deseo diferido, creación de una escritura lúcida, extrañamente poética. Imposible no hacer comparaciones: la estructura de este libro no es panorámica, como en The Monterrey News (1990) de Hugo Valdés, es microscópica; el lirismo de El camino de Santiago de Patricia Laurent ha sido destilado hasta quedar en imagen desnuda.
Hablemos de la escritura. Lo primero que habría que señalar es que su sencillez es premeditada, busca inducir un agudo estado de conciencia en los límites de una crisis que embarga el ánimo:
Lo primero es mi encuentro con Alberto. Te lo digo como una manera de empezar, abrir boca y tomar este asunto por alguna parte. Tenía ya varios días sintiéndome hundida, triste. No podía salir de la cama. (…) Así sucede cuando me pongo mal. Se abre el hueco. (…) Cuando estoy metida en esos trances suelo sentirme espantosa y no hay argumento capaz de contradecir mi ánimo.
Teresa es una narradora que procura ser precisa en medio del trance, en presencia de eso que llama el hueco. Esto no es una declaración de intenciones, es la suma de imágenes simples con un ritmo telegráfico que constantemente vuelve sobre lo dicho con el propósito de reducir malentendidos:
Estuve un buen rato concentrada en el cabello. Y cuando al fin reparé en mis ojos, lo vi. Fue apenas un instante. En el espejo había algo. Un animal. Una cosa húmeda. Se movía allí dentro. El animal. Me veía.
El hueco, el animal, más adelante el alud, el túnel, los ángeles intentarán traducir emociones complejas en imágenes simples. La elección de símbolos está acotada por el ánimo de Teresa: ir más allá supone arrojarla al delirio, dejarla más acá negar el efecto de las emociones sobre su escritura. Digo que el deseo de claridad no es accidental porque encontramos el mismo ajuste en las acotaciones telegráficas que pretenden reducir los malentendidos de una escritura en crisis, de una sintaxis fracturada:
Era un merlot oscuro. Chileno. Delicioso. Nos hizo hablar durante horas. El merlot. De cualquier cosa. Hablamos sin parar. Después nos fuimos al bar que te digo. Un lugar sucio. Atestado de gente. Llegamos tambaleantes. Eufóricos.
La literatura no sólo se hace con ideas: antes de estar en condiciones de transmitir alguna, el autor ha de concebir una manera de hacerlo. La idea de Los suaves ángulos procede de la lectura que Dulce hizo de La tarjeta postal de Derrida: si Sócrates hubiera dirigido un mensaje a su pupilo, dice el epígrafe del argelino, también “Platón hubiera tenido que recibir, esperar, desear”. Teresa Limón recurre a la comunicación epistolar con el fin de tensar el deseo que habrá de sacarla de la crisis en la que se encuentra, diferirlo, depositarlo en otro cuerpo, ofrendarlo en letra de molde a César, el silencioso destinatario de sus mensajes electrónicos.
De acuerdo con Spang, la forma monológica de la novela epistolar se construye a partir del diferido espaciotemporal que determina el tipo de relaciones que sostienen el emisor y el receptor. Ese diferido crea curiosidad. Al no contar con las respuestas de una de las partes, el lector no sólo debe esperar la siguiente carta, también debe inferir la reacción del destinatario de los apuntes del remitente. En el caso de las narraciones que trabajan con conflictos internos, ni siquiera podemos estar seguros de que la información obtenida se ajuste a los hechos.
Imaginemos ahora un esquema para Los suaves ángulos: coloquemos en el centro los correos electrónicos, éstos ponen en contacto (o al menos simula hacerlo), la línea argumental de Teresa Limón con la línea argumental de César. El deseo que traspiran los mensajes de Teresa surge de la distancia que los separa, es cierto, pero se alimenta, además, de las ficciones que ella elabora. Así que detrás de cada uno de los lados que ocupan los protagonistas coloquemos dos nombres, formando dos triángulos: el que Teresa establece con Alberto y su hermano Sergio, el que César establece con Casandra y Norma. Porque el deseo en este libro no sólo se difiere, también se desplaza del sujeto que lo provoca al sujeto que lo evoca:
Al salir del café lo advertí. El hueco continuaba abierto y yo seguía tranquila. Quizá porque ahora tenía un corazón para ti. Dentro del hueco. Algo tuyo que me había dado Alberto. (…) Sergio juega entre mi cabello mientras observo al joven. El joven se acaricia a su vez. Baila. Nos observa. –¿Le vas a contar esto [a Alberto]? –la voz de Sergio es apenas un murmullo. Y tiembla. Se asfixia. Su voz. El tono es de súplica. (…) Casandra, igual. Dejócrecer el deseo. Se fue acercando al César que Norma le mostraba. Al César que la desnudaba en la sala de juntas. Un César que no eres tú, amor. Uno inventado por Norma. Pero Casandra temblaba. Sabía que se trataba de un sueño y ni siquiera le pertenecía. Pero le gustaba. El sueño ajeno. Lo dejaba correr. Hasta que sucedió en realidad.
El deseo, cuando se cumple, se cumple de manera vicaria. Y esta lógica de la sustitución se construye aprovechando otro rasgo constitutivo de la novela epistolar: Dulce edifica dos niveles de ficción: el de la redacción de las cartas, el de la historia o las historias que las cartas reportan. Busquemos indicios sobre la manera en que opera la escritura de Teresa:
Esta escena no me la contaste en ninguna carta, amor. Pero puedo imaginarla. Te conozco demasiado, César. Sé cómo eres. Lo que sientes. Puedo advertirlo en lo que me dices (escribes) a diario. (…) A ver, déjame adivinarlo. Yo te voy diciendo (escribiendo) y en la siguiente carta me corriges. (…) Ahora te dirélo que escribiste después. Pero lo haréa mi manera. Te lo contaré tal y como lo imagino. Como hago siempre.
Regresemos al esquema, notemos la manera en que el lado de la historia que corresponde a César adquiere una segunda capa de ficción: la narradora no sólo desarrolla una segunda historia, suplementaria a la historia de la redacción de las cartas, también la presenta como producto de su imaginación o su capricho. Si las respuestas de César, además, son sometidas al mismo proceso de reescritura, no es arriesgado afirmar que el triángulo en el que éste participa (el triángulo del destinatario) opera como una ficción elaborada desde otra ficción que constantemente especifica sus intenciones: alimentar la curiosidad del destinatario, potenciar la capacidad de análisis del remitente, tensar el deseo de las relaciones epistolares mediante las confidencias de al menos una de las partes. Sobre la asimetría que Derrida identifica en la relación Sócrates-Platón, la autora edifica una delicada trabazón de cartas que buscan dar cuenta de las figuras que adopta el deseo cuando dos líneas paralelas se cruzan en el infinito de la escritura.
Poniendo de lado el resto de mis notas, concluiré diciendo que Dulce fue una creadora meticulosa de estructuras novelescas, la más sofisticada, y que Teresa Limón es una de las grandes narradoras del coro regiomontano. Un clásico de la otra orilla del reino.
Coral Aguirre: Los últimos rostros (2008)
Con cien años detrás, uno se puede dar ciertos gustos, intentar ciertos requiebres. Imaginen una posible genealogía. En 1901, Felipe Guerra Castro publica 14 capítulos de La única mentira en el periódico El Siglo Nuevo. Guerra Castro pertenece a la generación de intelectuales que plantó cara a Bernardo Reyes. El dato es importante. Coincido con Víctor Barrera Enderle: “En su época fue más una curiosidad folletinesca que una obra que marcara un quiebre o un nacimiento”. Con el correr de los años, su importancia es inaugural en dos sentidos: el título encabeza la lista más reputada de novelas publicadas en Nuevo León, asegura otro espacio para el proyecto político de la Sociedad Científico-Literaria José Eleuterio González. Digamos que el compromiso político de la novela nace ahí. Saltemos a 1983. Ese año Cris Villarreal Navarro publica Nosotros, los de entonces: cuentario que trabaja con la memoria de los protagonistas de la rebelión estudiantil de los años 70 en Monterrey. Cris refrenda el compromiso político de las letras regiomontanas. Transportémonos ahora al 2008. Ese año la novela de la posmemoria (una de las últimas manifestaciones de la novela política en América Latina) aparece entre nosotros.
Hablar de novela de la posmemoria es asumir la influencia del tiempo en la producción de ficciones que examinan acontecimientos traumáticos. Los materiales cambian en el momento en que Coral Aguirre decide reconstruir entre generaciones la memoria de los años 70. No es sólo una cuestión de fuentes, consideren que el terrorismo de Estado las suprimió, desacreditó o sacó de circulación. Es una cuestión de mediaciones. La relación de los herederos con la marca política no es directa ni se puede dar de forma coherente. Esas no son decisiones de autor, son las condiciones materiales en que cumple su práctica. Lean a Ilaria Magnani. El primer ajuste consiste en un cambio de focalización:
Ésta ya no coincide con la de víctima/verdugo/testigo presencial, es decir, alguien contemporáneo a los hechos, sino con la de quien –fuera cual fuese su papel–desde el hoy mira el pasado. En la escritura reciente prima, como es de imaginar, la categoría de los testigos, que abarca dos clases generacionales que podríamos definir de “descendientes”y de “coetáneos”.
Uno de los grandes placeres de Los últimos rostros consiste en descubrir la identidad de la narradora. Si me atrevo a revelar su nombre, es porque lo juzgo necesario. La narradora de la novela se llama Rosario Coronado Reyes, trabaja en el Archivo del Estado, cuando no escribe en su diario, ordena los materiales de la obra que leemos. Su posición en la historia, sus necesidades, modelan un cierto tipo de mirada, la mirada de quien necesita dar sentido a los fragmentos, desgarraduras, restos del mito de la generación de Diego, el hermano desaparecido, militante de la Liga Comunista 23 de Septiembre. Ese duelo personal, esa voluntad de oponerse al olvido, selecciona, establece relaciones, resignifica el contenido de los cuadernos de Beatriz y Rafael, una pareja de argentinos que huyó del terrorismo de Estado. El producto de esa selección es un borrador, un proceso de escritura abierto a las reinterpretaciones de, por ejemplo, Rodolfo, hijo de Rafael, quien se reúne con Rosario para entregarle los apuntes del padre.
Enseguida diré algo sobre las figuras de Antígona y El perseguidor como marcadores de estilo, ahora basta con señalar que Rosario y Rodolfo aportan, cada quien a su manera, la experiencia de los descendientes: testigos que no habían nacido o eran demasiado pequeños para comprender lo que pasaba a su alrededor en el momento en que se generó la experiencia traumática.
La palabra es rojo. Los glóbulos blancos se comen a los glóbulos rojos. Ella está tendida por eso, por la fuerza de los blancos que operan en su cuerpo. Ella dormita y suda copiosamente. Su hermana la atiende. Por momentos se inclina y le da de beber algo. No puedo alcanzar a ver de qué se trata. Es de noche. (…) La muchacha respira apenas. Es tan joven que me lastima su condición. Lleva los rasgos de aquella que levantara la turba estudiantil y se consagrara en la fotografía que más tarde o más pronto recorrerá el mundo y que yo he observado con acuciosidad. Detallo la fotografía, ese resto, y urdo tan sólo lo que la conecta a esa calle y esa noche. Urdo tan sólo las nuevas voces que se enlazaron en los viejos versos y renovaron las metáforas.
Ella es Beatriz, su hermana es una Rosario adolescente que cuida de su amiga enferma, la muchacha de la foto que captura el eros del 68 es Caroline De Benderm, la narradora que manipula los restos es la Rosario archivista. Página 98 de la edición de Conarte, ahí encuentran la clave de lectura del libro. Antes de alcanzar ese punto, lo que tenemos es la sobreposición de contenidos, la simultaneidad de tiempos que posibilita el traspaso de bloques de sentido de un punto geográfico a otro, de una cultura a otra, de la biografía de ésta a la desaparición de aquél. Llamemos a eso la estructura del duelo: la narradora reúne pedacitos de historias, rellena huecos, escribe en las grietas, restaura o inventa metáforas de pasado. Esto no es algo meramente enunciado, es la forma que resulta de las posibilidades de armado de la memoria. Es una armonía, una forma de organizar la melodía deshilachada de los 70:
El orden al que estoy sujeta desordena la memoria. (…) De esa voz infantil, la mía, con las cosas que pienso ahora y las historias vividas y contadas por otra gente, por fotos, películas, libros, informes, diarios, confesiones, tanto y tanto, se forma una sinfonía cuyos acentos como los instrumentos musicales que la componen suenan cada uno en su propio idioma. Y al pensar en ello me pregunto por qué se nos impide ese modo, el de la partitura musical, donde las voces tienen un pentagrama para cada cual. Así se lee al mismo tiempo el ritmo de las persecuciones con los cantos de los violines o las trompetas y las armonías de las violas y los fagotes. ¿No sería maravilloso contar con una escritura que diera cuenta de la suma con la que está hecha la vida como en la música?
Apunte biográfico: Coral fue viola de sinfónica, bahiense de nacimiento, exiliada argentina, nacionalizada mexicana, heredera de la tradición literaria del Río de la Plata, le apasiona lo rebuscado. Ella no puede escribir una historia como manda Dios o el Partido, más vale. Ella orquesta. ¿Himno a la alegría? ¿La Marsellesa? ¿Canción con todos? ¿Cielito lindo? Lo que se ocupe, como en el teatro combatiente que profesó. Porque la autora también fue dramaturga, directora, actriz comprometida. Ella, lo mismo que el Rafel de la historia, apuesta por las fundaciones.
Todo el capítulo de “El Mayo francés” es así, leemos sin saber lo que leemos. Todo está ahí, lo intuimos. Reconocemos la rebeldía, los mitos, las consignas de una generación, las secuelas de la represión en la historia, en su recepción. Y no es sino hasta el segundo capítulo cuando se cumple, en retrospectiva, la promesa: los símbolos se renuevan al reescribirlos, transmitiéndolos de otra manera…Porque en “Las fundaciones” conocemos la autoría de cada uno de los materiales con los que trabaja Rosario, palpamos la profundidad diegética de la historia: al fondo el trauma (traición de Perón, traición dentro del grupo, desaparición forzada, exilio), en medio los materiales (la novela de Beatriz, el diario de Rafael, los cuadernos universitarios de Rosario), en primer plano la novela (el borrador que une fragmentos escribiendo en las grietas). Comprendemos, finalmente, que ese cuidado artesanal responde a dos propósitos: introducir en el pasado la necesidad de sentido del presente (duelo); e introducir en el presente los sentidos de un pasado proscrito (memoria). A ese énfasis político lo llamaremos la escritura de Antígona.
No estamos reuniendo esta historia para juzgarlos. Los juzgó todo mundo, dijeron que eran culpables, que debían pagar, hasta los padres y las familias decían eso. (…) No puedes renegar del cuaderno de tapas de hule negro de tu padre.
Pero todavía falta un capítulo más, otro instrumento se suma a la sinfónica: el “Jam” del saxofonista. Las charlas que Rodolfo sostiene con Rosario añaden las licencias de la ficción, sus usos: trastocando los tiempos, improvisando con el tema, el artista abre otro flanco para la memoria de los actores del terrorismo de Estado. Rosario, depositaria de los recuerdos de tres de ellos (Diego, Beatriz, Rafael), se resiste:
Cuándo me iba a imaginar que un intruso acabaría con mi paraíso. Porque ya no puedo borrarlo ni a él ni a sus palabras para restituir el paisaje quieto en que he circulado por tantos días. (…) No se vale, yo discurro frente a él con todas mis hipótesis, mis dudas, mis metáforas, le pongo el mundo al revés delante de los ojos. Le enseño mis investigaciones, los recortes de periódicos que he conseguido a partir de los años setenta, las cosas que se dicen de los guerrilleros en voz baja.
Después accede: no todo ha de ser repetición cuando se aspira a hacer del relato herencia. Para que las generaciones futuras lo reclamen, es imprescindible soltarlo, abrirlo a las sospechas de la fabulación. Entonces el archivo se transforma en escritura. Eso leemos: la reacción de Rosario a la mirada del hijo, ese intruso que desacomoda el recuerdo de los justos. ¿Los autores se enmascaran detrás de los documentos que producen? Aquello fue una guerra, ¿vale la pena considerarlo? Y si lo vale, ¿no es la ficción el lugar idóneo para hacerlo? Qué buscamos rescatar, ¿seres humanos o héroes oficiales? Qué clase de relatos tienen más posibilidades de operar en el futuro, ¿las consignas o sus creaciones? Llamaremos a estas interrogantes el tema de El perseguidor.
No querés analizar, te enojaste y ya, la conciencia en paz. Pero yo te digo que entonces no es cierta tu afición por la escritura. (…) El tema, ocho compases, ahí vas, y después entrás en la incertidumbre, en lo que no sabés que va a pasar, en la seguridad que de ahora en adelante te van a asaltar variaciones que no habías previsto. (…) Y tenés que ser verdadero si no cagaste. (…) Yo creo que ahora nosotros estamos más libres, cargamos eso sí, tenés razón, con la historia de ellos, pero más libres, sin estar dominados por ninguna ansiedad de unificación.
Esos son los símbolos, ese el planteamiento de Los últimos rostros: ¿El blanco de la desmemoria o el rojo del recuerdo? ¿El archivo o la ficción? Y la respuesta es una bofetada al orden: si lo que se desea es restituir, aunque sea a la inversa, el orden de las generaciones, ¿por qué elegir? El líder es la meta. Compromiso puro.
La imaginación al poder es una premisa surgida del Eros, aún en las peores circunstancias.
¿Se puede mejorar? Seguro; más aún, se debe. Coral trabaja en el interior de una tradición, la expande con nuestra memoria, nos conecta con el repertorio del Río de la Plata. Incrementar la herencia, perfeccionarla, es parte del modelo. Pero el estilo de la gambeta es de crack, ahí se las dejo, supérenla en la cancha.
III. Reineros
Nos reportamos listos para el holocausto, señor.
Joaquín Hurtado
Hasta hace no mucho, cuando la crítica hablaba de modernidad literaria, solía hacerlo apelando a criterios estéticos. Esa noción de modernidad descartaba la experiencia más bien ancilar de las letras regiomontanas. Así fue hasta agosto de 1972. La relación que une los relatos de Rangel Frías inaugura entre nosotros esa otra clase de narraciones, las modernas. El autor no sólo estrena dicha tradición, también le hereda su forma clásica: el libro de narraciones fragmentarias que ofrece una lectura integral de ese espacio histórico, cultural, emocional que habitamos. Ese modelo de autognosis es lo bastante rico, lo suficiente elástico como para impulsar poéticas opuestas. Por tanto, antes que una forma literaria, hemos de entenderlo como un modelo de lectura llamado a ampliar y reordenar los asuntos del reino.
Las narraciones históricas y la crónica trabajan con tiempos diferentes: mientras que las primeras están en condiciones de someter a juicio el pasado, la segunda maldice el presente en nombre del futuro. Pienso en Mario Anteo y Joaquín Hurtado, autores que cuestionan el discurso oficial, monolítico, cerrado de los oficiales del feudo, confrontándolo con las voces emergentes de las eras. Cada uno por su lado, recorriendo caminos desiguales, acuciados por intereses diversos, suman, contradicen, desarreglan, reinterpretan lo que significa ser reinero.
Mario Anteo: Hervor de riel (2002)
Dejemos para otra ocasión los ajustes, hablemos de relatos históricos en general. La referencia obligada es Lukács. Decía el húngaro que los medios poéticos de las narraciones históricas surgen de una base socioeconómica e ideológica concreta, son históricos. Noé Jitrik confirmó lo anterior en su famoso artículo sobre el desarrollo de la novela histórica en América Latina: cuando la base cambia, cambian los recursos literarios o la función que esos recursos cumplen en el relato. Los relatos históricos, como dice Pons, no son sino una manera peculiar de introducir en la ficción elementos de la época, relatos híbridos en busca de soluciones formales. Por tanto, cualquier comentario acerca de los cuentos históricos de Mario Anteo debiera considerar estos tres elementos: el estado del arte de la historiografía (noción de historia que opera en la ficción); la situación literaria en general (repertorio, prácticas, corrientes); los patrones culturales, la ideología que impera en el momento de su producción (segunda mitad de los 90). No disponemos de espacio para desarrollarlos a cabalidad, de todos modos es importante tenerlos en cuenta conforme recorremos las estaciones que reescriben la historia de los prohombres del reino.
Lo primero que habría que decir es que Mario es un artesano del cuento. El cuento moderno es pura economía. Lo dijo alguien, a lo mejor Cortázar. Lo que pasa es que esa economía no siempre supedita los detalles a la unidad del final. Consideren, además, que desde los 90 el interés de un relato histórico no radica en imponer lecturas a través de un golpe de efecto, sino en desmontarlas sometiéndolas a revisión. Los detalles en este tipo de relatos son importantes, nos permiten reinterpretar las motivaciones de los héroes del discurso oficial.
La otra economía del cuento es la brevedad. En él, los detalles de las narraciones históricas más amplias (la novela) se transforman en apuntes. Lean “González”, cuento donde el autor perfecciona esta técnica:
Recordó una obra de Shakespeare pero, cosa extraña, no encontró el título por más que hurgó en su célebre memoria. ¿Cómo se llamaba? Era el nombre de un apuesto adolescente que debió enfrentar un mundo de muerte y corrupción. En el cementerio le preguntaba a una calavera a dó tus labios carnosos y apetitosos, dónde yace tu risa cristalina, y él mismo respondía que incluso Alejandro Magno había devenido al cabo un banquete de gusanos.
El Benemérito de Nuevo León, inteligencia capaz de dictar un tratado sobre costumbres funerarias sin consultar fuente alguna, olvida el título de una de las principales obras de Shakespeare. Inútil que desgrane el monólogo del príncipe, la crisis del personaje se condensa en el dato omitido. La sabiduría de González trastabilla en el momento en que cede al calor de las pasiones. El hombre de ciencia, celoso del alumno, censura el espectáculo que aparta al pollito de sus estudios en Colegio Civil. La figura del sabio bondadoso finalmente se fractura: es vergüenza lo que lo sumió en los libros, es rencor lo que lo aparta de las mujeres. Su ceguera no es sólo física, es emocional.
Los procesos de desclasamientos son parte importante del argumento de los relatos históricos tradicionales: dos o más representantes de corrientes sociales distintas entran en conflicto como resultado de los poderes históricos que encarnan. En las narraciones que nos ocupan, ese encontronazo no se cumple primariamente entre clases, sino entre generaciones: los representantes de la historia liberal son cuestionados (o francamente enjuiciados) por personajes jóvenes. El cuento “Regalo de Reyes” es elocuente:
Nunca debió volver. Ahora el hombre del momento era Madero, quien, con todo y su burócrata facha, se atrevió a enfrentar al dictador. Cuando usted regresó, su persona ya no representaba la única opción contra Díaz, sino más bien los restos de Díaz, y ya nadie quería acordarse del dictador. ¡Pero cómo no se dio cuenta! Ya no era el futuro sino el pasado.
El antiguo ministro de Guerra, el impulsor de la Segunda Reserva del ejército, se ha quedado sin efectivos. Ironía. Su mansedumbre frente al poder central le cuesta el respeto de Pedro, obrero que adquirió derechos durante su gobierno. El problema del muchacho con el general es político: el general ha dejado de representar el futuro. El alegato cuestiona su fama de impulsor de la modernidad en la región. Esta mirada crítica sobre los héroes oficiales, el apunte irónico, nos permite conectar la obra de Mario con los presupuestos de los relatos históricos de fines del siglo XX. Dice Pons:
La reciente producción de novelas históricas se caracteriza por la relectura crítica y desmitificadora del pasado a través de la reescritura de la Historia. Esta reescritura incorpora, más allá de los hechos históricos mismos, una explícita desconfianza hacia el discurso historiográfico en su producción de las versiones oficiales de la Historia.
¿Puede ser de otra manera? Pienso en el lugar desde el que se producen. Digamos que la historia nacional de los norteños no coincide punto por punto con la de los capitalinos, digamos también que las lecturas locales de la historia nacional son muchas. De todas esas tensiones se alimenta Hervor de riel. La Historia con mayúscula se desacraliza en los cruces de la historia A con la historia B, seguro, pero también con recursos más contemporáneos: empleo de la ironía, la parodia, el mundo onírico, guiños de ficción autorreflexiva, recursos inverosímiles. Mario no es un autor que respete decálogos: cuando uno de sus personajes necesita un motivo para entrevistarse con otro, hace aparecer una sardina y nos informa que ahora podrá hacerlo. Gesto de maestro, desde luego, pero no ruso. O por lo menos no los rusos que leía Hemingway. Sus relatos históricos se parecen mucho al jardín del general Escobedo: despeinados y fogosos, inquisitivos con la historia, críticos con la solemnidad, nostálgicos, disparatados, aventureros:
–¿Qué tan lejos está la luz?
–No lo sé. Podría estar aquí a unos metros. Es como un asterisco de chispas.
–¡Qué imagen, Vidal! Pues andando, tráeme ese asterisco.
La última estación de este recorrido por los rieles de la historia es en realidad un bucle tragicómico: tras perder la patria chica con el lamento de Servando, el lector, que ha viajado a contrapelo del correr natural del tiempo, regresa a la noche en que Zuazua, héroe faulkneriano de Lampazos, despierta de su última batalla para recibir un balazo en la frente. También eso: de los Rifleros del Norte no queda nada. Aquello fue un corto de Peckinpah: el clarín enloquecido dando todas las órdenes del mundo, el revólver debajo de la almohada, el disparo, la caída del héroe. El dato es histórico, la imaginación literaria: Zuazua despierta de un sueño donde se bate heroicamente con Escobedo para morir en una emboscada en compañía de Vidaurri. El estratega del Ejército del Norte muere como el bulldog de su majestad inquietísima. La síntesis del héroe local muere sin gloria.
Mario es un maestro del cuento histórico contemporáneo: la elegancia de su humor nace del cuidado que pone en los detalles.
Joaquín Hurtado: Crónica sero (2003)
La crónica, repiten los que saben, es literatura bajo presión. Supongamos que es así: ¿bajo presión de qué? Bajo presión de algo situado fuera de ella. Ese afuera de la literatura nos permite apreciar el tipo de relaciones que establece la ficción con la realidad. Entonces, digamos que lo que presiona a la crónica es un acontecimiento público, en desarrollo, en el que se encuentran inmersos distintos actores, incluido el lector. Bueno, esa afirmación abarca apenas la mitad del fenómeno. Porque la crónica, además de proporcionar información sobre tales acontecimientos, adopta frente a ellos una cercanía (espacial, temporal, física) que termina por resignificar los materiales con los que trabaja.
La posición de la figura del cronista es fundamental, y ésta sólo se establece echando mano de ciertos elementos de la ficción. Recurro al primer anuncio de crónica moderna entre nosotros. En ella, Oswaldo Sánchez y Alfonso Zaragoza anuncian el reajuste del género:
Presenciar una catástrofe desde un punto distante al que el peligro no pueda ni acercarse siquiera; ver los elementos de la naturaleza conjurarse furiosamente contra todo un pueblo próspero y feliz, hasta donde puede concebirse la felicidad en el seno de las modernas sociedades; contemplar cómo la muerte en un segundo aniquila lo que produjo una labor fecunda de muchos años, sin que al corazón ni al espíritu llegue el dolor de perder un ser adorado, es admirar, con ojos de espanto, un espectáculo divinamente siniestro, grande para el arte, fríamente doloroso para la historia e intensamente acerbo para el llanto. Pero encontrarse frente a frente de la muerte que amenaza, sin resistencia posible al golpe rudo de su guadaña; ver que de las propias manos se escapa para siempre lo que siempre vivió en el fondo del alma; sentir que el corazón se constriñe cuando una madre lanza un pavoroso grito como única protesta contra el devastador elemento; gesticular horriblemente expresando la suprema angustia; levantar al cielo inconmovible las manos crispadas en demanda de auxilio que nunca llega; hundir la mirada terrorífica en los ímpetus del caudal donde se hunde desesperadamente lo que flotó risueño sobre el tranquilo mar de nuestra existencia; confundir, en fin, las cristalinas gotas de llanto con el agua sombría, pérfida, trágica del monstruo asolador, es vivir la vida de la desesperación última de la muerte.
Podemos discutir si La inundación en Monterrey. 27 y 28 de agosto de 1909 cumple o no su promesa, lo importante no es eso. Lo significativo es la claridad con la que enuncia la convención del género. ¿Por qué traigo a colación esto? Comprender que los cronistas, con el fin de acercar a los lectores al escenario de la catástrofe, resignifican los materiales, es fundamental para apreciar la complejidad de la crónica urbana que practica Joaquín Hurtado.
La columna Crónica sero aparece en Letra S, suplemento mensual de La Jornada, en 1996. Desde esa tribuna, el cronista enjuicia al reino denunciando sus reacciones frente al Sida. Tras seis años de entregas, Joaquín reúne el material para que se publique, con el mismo nombre, en la colección Árido Reino de Conarte. El resultado se deja leer como una gran crónica urbana que registra la lucha contra el VIH, la ignorancia, el miedo, las simulaciones, la crueldad de la familia, de las instituciones del Estado; que abre espacios para la denuncia, el testimonio, la memoria de los protagonistas; que introduce en el espacio público historias marginales, cotidianas, de las que poco a poco emerge otra manera de comprender la ciudad.
Si comparamos este libro con la obra de Sánchez y Zaragoza, notaremos al menos cuatro cambios: la catástrofe es global, simultánea, diferenciada, ello supone un manejo del tiempo más complejo; la unidad del discurso se fragmenta, la escritura no sólo impugna los acuerdos desde los que se lee la enfermedad como acontecimiento, impulsa otros; la duración de la crisis se dilata, carece de cierre, el estado de emergencia coexiste con la indiferencia; el medio de difusión, en el caso de la columna, es nacional, lo que no es anecdótico, la ciudad se transforma en otra clase de signo, nombra realidades más vastas.
Lo anterior sugiere que al cambiar el afuera que presiona a la crónica, el cronista echa mano de distintos recursos literarios. Porque el tipo de crónica que practica Joaquín, además de denunciar la cerrazón circundante, infiltra sus enunciados con los cuerpos de los pacientes seropositivos:
Aquí vienen los gays y los heteros. Aquí viene la esperanza y el miedo. Aquí pasa la rabia y el sonido de la rama seca que se rompe en la noche callada. Aquí viene la enfermedad que se volvió metáfora, grito, bandera. Aquí vamos los héroes y los cobardes. Aquí vamos los que vivimos en los escondrijos. (…) Sólo quisimos avisarle a la ciudad que el Sida es tan de carne y hueso como sus hijos, sus vecinos, sus maridos. Como mi amigo Wences. Sin embargo, la ciudad responde con el más sólido silencio.
¿Cómo se comunica ese silencio? Se le denuncia, desde luego, la indignación de Joaquín no conoce disimulos: “El presidente volvió a olvidar la palabra ‘sida’ en el Informe de Gobierno. (…) No hay dinero en el país, no hay dinero para mis comanches, las sidolocas, no hay vergüenza de quien lo dice”. Pero también se identifican las prácticas, se reproducen los discursos, se exponen los mecanismos que despliega la ciudad para silenciar las voces del Sida: la homofobia, el clasismo, el morbo de los medios, el fanatismo, la condena laboral disfrazada de bien común, los cuchicheos, los formularios médicos. La crónica monta todo este andamiaje sobre el testimonio de los protagonistas: interroga sus deseos, clasifica sus dolores, ausculta sus orificios, censura sus conductas, legisla sobre sus cuerpos, irrumpe en sus sueños, profiere la condena. El cronista se carcajea: “La autocompasión es siempre el paso previo a la siguiente estupidez”. De suerte que deja al lector la obligación de establecer una relación crítica con el afuera que nombra la escritura:
No hay días buenos ni días malos. Hay días con muchas o pocas horas. Hay días de pavor líquido que contrastan con días de dolor seco. Porque cuando no es la colitis es la fatiga. Cuando no es el insomnio es la narcosis. Cuando no es el estreñimiento es la diarrea. Cuando no es nada de esto es la gotera encima de la cama, es la mensualidad de la casa vencida, es el crimen a la vuelta de la esquina.
Esos cuerpos están ahí, detrás de cada historia. Pero la única manera de hacerlos presentes en un entorno que los ignora o los deforma es la escritura. Por tanto, no basta con presentarlos, cambiar las cifras de las estadísticas por la letra de los expedientes. Joaquín los recrea como personas que chocan o interactúan con un orden que ha colonizado la producción de significados, intenta desarticularlos mediante la ficción. Su escritura es doblemente polémica: expone los discursos del reino al mismo tiempo que lucha por ampliarlos. Su modelo de narraciones fragmentarias apuesta por la inclusión de otras voces, otros materiales, otras interpretaciones, otra concepción del tiempo, otro armado. El epílogo que aparece en la segunda edición (2017) es elocuente:
Necesitamos un reloj armado con palabras que abreven de letras colindantes y todas las herramientas técnicas literarias, un mecanismo que entienda y recree desafiante una lengua bastarda, impura, huidiza; para decirnos con todo el arbitrario desenfado el tiempo que cada cual vive en su ciudad. Dejar que el tiempo pronuncie su discurso. Por eso es tan importante relatar la urbe que gozamos y padecemos. La crónica urbana nos da la oportunidad para que cada testigo, cada observador acucioso de su realidad vea su reloj, lo coteje con la altura del sol, escrute la textura de las sombras, calibre los haces luminosos, contraste los claroscuros y nos dé su visión por más tersa, perturbadora, repugnante o salvaje que parezca.
Ese armado (heterogéneo, simultáneo, discontinuo, polifónico, abigarrado) propone un nuevo modelo de reconocimiento: la construcción de significados (del reino, del Sida, de la familia, de la sexualidad, de lo que sea) se alcanza a través del disenso. Ese debate es público, no privado, demanda el testimonio de todas las partes, no el silenciamiento de las voces que incomodan. El cronista no le ahorra nada al lector (el Opus, los medios, los políticos, la familia, los compañeros), constantemente lo orilla a pronunciarse. ¿Esto somos? Y si somos esto, ¿qué hacemos?
Las crónicas de Joaquín son los heraldos negros del reino, pero en medio de la destrucción, la hipocresía, el odio, el cronista encuentra el germen de otra belleza, una perla negra de las que desarman a cualquiera: “Una voluntaria suiza descubrió que a los niños con Sida se les puede ayudar a comprender su eventual muerte a través de los cuentos de hadas…”
IV. El posdespués
Toda fiesta salvaje termina.
David Meraz
Lo que sigue me lo contó Lylia Palacios, socióloga de Académic@s de Monterrey 43: ahora todos somos empresarios de nuestras competencias y habilidades. Pero hubo un tiempo, no hace mucho, en que el discurso moral de la ética de trabajo europea enmascaraba el interés del espíritu empresarial que operó por acá. El soporte material de esa cultura laboral comenzó a desmontarse una mañana de los años 80. Para 1996, el discurso de la competitividad encontraba su escaparate global en las celebraciones de los 400 años de la fundación de Monterrey. Después todo lo sólido se desvaneció en el aire.
Las mercancías que definen los contornos de ese posdespués son muchas, las nuevas narraciones del reino han experimentado con las implicaciones sociales, económicas, políticas, estéticas de al menos dos: el narco y el mercado del arte.
La narconovela de Orfa Alarcón carece de moraleja, sus personajes están normados a detalle por la lógica de la competencia radical del capitalismo más gore; su registro es iracundo, hiperbólico, sus materiales acusan la tanatofilia de sociedades hiperconsumistas. Por el contrario, la historia de artistas de David Meraz trabaja con dos modelos de producción: la transestética, donde arte y mercado del arte operan como ficciones; la moderna, donde el artista pone en circulación discursos residuales con el fin de situarse mejor (resistiendo, condescendiendo, negociando) en un mercado despersonalizado.
Orfa Alarcón: Perra brava (2010)
El debate tiene sus años, más de una década. En noviembre de 2005 Rafael Lemus menosprecia la novela del narco comparándola con la tradición que Macedonio Fernández fundó en Buenos Aires. Después de tamaña licencia poética mira hacia arriba y resuelve que en el norte de México todo es páramo. Eduardo Antonio Parra le contesta en octubre: no es una elección, es una realidad, el narcotráfico está ahí, asoma en nuestras ficciones como contexto. Las preguntas de ese intercambio de opiniones quedan regadas en esos dos números de Letras libres como casquillos de una refriega sin bajas. ¿Cómo se narra la realidad? ¿Qué es el narco? ¿Cómo funciona? ¿Esta narrativa lo sacraliza? Preguntas que vale la pena tener en cuenta cuando se lee Perra brava de Orfa Alarcón.
La novela del narco no es una, son muchas. Comparen el trabajo de Elmer Mendoza con el de Juan Pablo Villalobos, la diferencia es evidente: el primero trabaja con el lenguaje oral, lo recrea hasta transformarlo en una lengua personalísima, el segundo juega con arquetipos, los reconfigura, los reintroduce en la historia de otra manera. Consideren que los autores distinguen entre narraciones de capos y narraciones de sicarios mientras que la crítica habla de mutaciones de la novela negra o actualizaciones de la picaresca. Seis años después de que Yuri Herrara agotara el universo del corrido, Orfa apuesta por el hip hop. Imaginen las posibilidades.
No obstante, también es factible pensar en estas obras como manifestaciones específicas de una modalidad general, aislar las constantes que regulan su producción y recepción. Escribe Jastrzebska:
El identificador de la narconovela no es sólo el argumento, sino sobre todo la configuración y el funcionamiento del mundo representado en que la presencia del narcotráfico determina el sistema de valores, afecta el tejido social y las relaciones entre personajes, así como determina la percepción de la realidad. (…) Refleja, además, las transformaciones y cambios que se han producido en los países afectados. (…) Al hablar de transformaciones nos referimos no sólo a cambios sociales y económicos, sino sobre todo a una nueva sensibilidad y estética que rechaza los modelos culturales existentes. (…) La narconovela se adapta a la situación y contexto cultural en que funciona el narcotráfico en el lugar y tiempo determinado.
Ordenadas o desordenadas, las narraciones del narcotráfico representan la realidad prestando atención a las transformaciones sociales producto de la implementación de un modelo global (el neoliberalismo) sobre culturas locales. La acción es secundaria, el esquema casi siempre se repite. El interés radica en los materiales. Para los escritores de ficción, entonces, el narco es sobre todo la interrelación dinámica de elementos históricos (dominantes, residuales, emergentes) en sujetos subalternos, una cultura paralela, un lugar de enunciación, un ejercicio de empoderamiento. Cuando Orfa le dice a Juan Carrillo: “Mi fin es sólo contar lo que está sucediendo y no poner moralejas detrás de cada párrafo”, entiendo que lo que narra carece de moraleja, o que la moraleja no se ajusta a las fábulas de antaño. El discurso con el que trabaja se basa en la libertad, el éxito, la competencia, el hiperconsumismo, la inmediatez, la violencia, la eficiencia, el enriquecimiento, la ostentación, la defensa, el necropoder operando con o en contra de los discursos locales.
Que se dijera que tuve celos, que encajo los dientes por lo mío, que me caigo y no veo razones, que no entiendo, que nada me importa más que yo. Por vociferar. Porque digan que soy más valiente y más fuerte de lo que realmente soy. Porque se sepa que soy total y absolutamente irracional. Que no necesito que me den mi lugar porque yo puedo tomármelo. Le jodería la vida nada más por ser el perro que ladra más fuerte.
Ella es Fernanda Salas, la narradora, una clasemediera regiomontana que aprendió a ladrar con las canciones del Cártel de Santa. Todo en ella aparece descolocado: la condición económica de su ángel guardián, su hermana Sofía, ofende su sentido del gusto; los sentimientos que confiesa sentir no siempre concuerdan con sus acciones, no lo permite; su prepotencia nace de la debilidad; la crudeza con que encara el presente contrasta con la opacidad o el sentimentalismo con que evoca el pasado. En ese estado de vulnerabilidad encuentra un modelo de necroempoderamiento en la figura de MC Babo, oportunidad de traducirlo en acciones violentas en los patrullajes con la banda de los Cabrones, obteniendo el respeto de su hombre, Julio, imponiendo el miedo entre sus competidores inmediatos:
¿Dónde están, perros? Quiero verlos saltando. Denme más, perros, quiero verlos gritando. Quiero más, perros, ya los oigo ladrando que el Cártel trae el mando y venimos a acabarlos.
Las letras del Cártel de Santa imponen un registro a la historia: misógino, práctico, hiperbólico, desencantado, enérgico, iracundo, contenido, eficiente. El resultado es un mundo donde la conducta de los personajes está normada a detalle: Fernanda es la vieja más buena, Julio es el hombre más fuerte, Sofía la hermana más sacrificada, Dante el amigo más joto, los Cabrones los perros más chingones, Cinthia la sobrina más consentida, el padre el competidor más odiado. Todo resulta ejemplar, ¿no es cierto? Llamemos a eso la marca del discurso de la competitividad: ostentación, hedonismo, banalidad, productividad, capricho, hipocresía, consumo, necropoder. Orfa ficciona esa cultura.
Desde Monterrey.
Desde Monterrey.
Desde Monterrey.
Imaginen la clase de interrelaciones que se generan en los sectores medios en el tránsito de un discurso del ahorro a otro del hiperconsumo, en la lógica de la colaboración a la lógica de la competencia radical. La narración de Perra brava surge de ahí, un lugar donde impera el más fuerte. El discurso justificativo, radical, de la etapa más reciente del capitalismo regiomontano forma parte de la narración de Fernanda: aparece en los momentos en que apartándose de la mansedumbre opta por la bravura, un lento aprendizaje que desemboca en una de las masculinidades radicales del capitalismo gore: el sujeto endriago, según la taxonomía de Sayak Valencia.
Sobre mí cayó el peso del más hombre. Yo me había ofrecido a sus dientes, pero yo era quien probaba su sangre. Yo quería que tronara todos mis huesos para no poder irme nunca de su lado, pero era su cráneo el que se había reventado. Yo me había dado como ofrenda, pero su nuca era una flor de sangre. Yo amaba tanto su sangre que comencé a beberla. Yo tenía su cuerpo sobre mí, y esta vez no necesitaba que llegara Sofía a redimirme. Yo tenía piernas para correr, tenía un Ferrari. Tenía a mi padre encerrado en la cajuela.
En un mundo basado en la competencia radical, el entrenamiento de Fernanda concluye, naturalmente, con la eliminación del amante y el rapto del padre, sus últimos competidores. La narradora trasciende el imperio de los enemigos que la rodean en la medida en que aprende a reproducir las técnicas de defensa, conquista, dominio del territorio en que opera.
¿Las narconovelas sacralizan el fenómeno del narco? Puede ser. También puede ser que los pertrechos con los que trabaja acusen los gustos tanatofílicos de las sociedades hiperconsumistas: espectacularización de la muerte, gusto por la destrucción o el sometimiento del otro, inclinación al suicidio. Al omitir las causas, al prescindir de moralejas, Orfa se ajusta a la episteme en que operan sus personajes: la libertad personal es una lucha a muerte, “nadie tiene a nadie”.
David Meraz: Rey Vengala. Una historia de artistas (2016)
Hay libros que se aprecian mejor cuando se leen dentro de una tradición, tal es el caso de las narraciones de artistas. La leyenda de la vida de los pintores se produce, según Calvo Serraller, en el Renacimiento. Las biografías de artistas causan tal furor, que para el XVIII William Beckford las parodia. Con la publicación de La obra maestra desconocida, en 1837, Balzac las moderniza. El argumento nace de los dilemas del artista en el mundo secular: ¿corrupción o pureza del arte?, ¿triunfo o derrota comercial? Las combinaciones son múltiples, la condición una: el desencuentro entre el mundo espiritual y el material debe de colarse por algún lado. Esto es indispensable, tan indispensable como el crimen para el buen funcionamiento de las narraciones policiacas: el desencuentro saca a flote las contradicciones de la sociedad con la que el autor trabaja. Pienso en Pierre Grassou, Jusep Torres Campalans de Max Aub, Barbazul de Kurt Vonnegut. Diferencias aparte, el enfoque es el mismo. Escuchemos a Vengala, el artista de David Meraz:
No todo se trata del dinero. El arte se parece a una antorcha encendida que se mueve de mano en mano de generación en generación. (…) No sé cuántas veces han matado a la pintura. Ni me importa. Entre más la matan más sube su valor, y en consecuencia más gente quiere subirse a ese carro. Pero la mayoría son pinta-cuadros de ocasión. (…) La Pintura (así con mayúscula), no necesitan que la defiendan, sino que la dejen tranquila y la respeten. ¿Dónde está el secreto de su popularidad? Es un método directo, va cargado de afecto: un arte caliente. Aunque mis ejercicios pictóricos tengan como premisa esquivar las viejas fórmulas y apuntar hacia terrenos experimentales, no dejé de pintar. (…) Además, yo soy el artista, no un comprador. Que se la pelen los dealers.
En la historia del arte, las presiones del mercado imprimen un sello particular en las obras. Los 90 no podían ser la excepción: dinero, muerte e ideal de la Pintura, teoría del arte, búsqueda personal, intermediarios, glocalización, todo aparece ahí. La historia de Leonel Vengala, narrada siguiendo las técnicas de edición de los documentales dedicados a espectacularizar las biografías de los famosos, es la de un clasemediero de Mitras abriéndose paso en la escena del arte nacional en los años en que Monterrey entró al negocio del arte contemporáneo. Regresemos a Calvo Serraller con el propósito de tantear el terreno que pisamos:
No hay dirección en el arte moderno: sólo ese tributo hacia lo otro que es hacerse notar, distinguirse, ser original. (…) No ser original en el mundo moderno, implica convertirse en un falsificador, porque la pintura deviene una cuestión de firma. La cualificación crítica es la capacidad de reconocer las firmas, cuestión en absoluto baladí cuando el esfuerzo de un artista radica precisamente en su capacidad de distinguirse, en hacer valer la originalidad de su trabajo, en llegar a hacerse un nombre. No se trata, por tanto, sólo en denunciar que hay snobs que sólo aprecian una obra cuando se enteran, sin mirarla de verdad, quién la ha hecho, sino que finalmente no hay otra cosa que mirar que esa forma mediante la cual un pintor logra distinguirse de los demás.
Tras ocuparse de los pintores que aparecen en La comedia humana, el antiguo director del Museo del Prado reúne distintos artículos que dan seguimiento a las narraciones de artistas en el siglo XX. En “La pintura narrada. La novela actual en busca del arte perdido” trabaja con títulos que circularon en el mercado español en los 80. La selección combina el rescate de figuras de artistas (comercialmente) menores, con la crítica de escuelas internacionalmente reconocidas en el siglo pasado. Pues bien, hagamos los ajustes pertinentes regresando a la obra de David:
En una entrevista el artista J. Koons (uno de los más exitosos artistas de los últimos tiempos a nivel mundial), dice que se siente cómodo con ser una especie de proveedor. Desde joven tuvo que salir adelante por su cuenta. En su taller puedes ver un montón de gente trabajando en pintura y esculturas de metal. A mí me gustan bastante sus pinturas. (…) En base a pedazos de fotografías el artista diseña una imagen en la computadora y sus pintores la pasan a gran escala. Usan botes de pintura que allí mismo mezclan, le dan una clave a cada color. Centímetro a centímetro, intentan copiar con la mayor fidelidad la imagen digital. Es un sistema mecánico que me hace pensar más en una producción de estilo industrial que en el artista frente al lienzo en su estudio derruido.
Ese es uno de los modelos de producción artística que opera en el libro. Cuando el enfant terrible de la escena regiomontana, a sus cuarenta años, se aparta del festín del mercado del arte, lo hace asumiendo la lógica de su demanda principal: la búsqueda de la nueva genialidad que habrá de circular como mercancía en un sistema interesado en la firma del proveedor, no en la obra o en sus ejecutores. Es un modelo industrial, si se quiere, tardío: el autor se separa del producto, el consumidor sólo reconoce marcas, los productores desaparecen, los intermediarios especulan con el valor de la obra. Esa incertidumbre de lo que el arte es y no es, según la novela, arranca con la copia de la Fuente de Neptuno en la Macroplaza (esa plancha de cemento que erradicó barrios enteros del centro), se ratifica con la creación de museos dedicados a la promoción de arte contemporáneo, desemboca en la fantasía de Copacabana Ipanema Regio Beach, un paraíso de tangas que se funde con la pasión del futbol, la carne asada, los edificios modernos, el caguamón de la tarde, el metro raquítico, el sol de justicia, la chica del clima, las galerías de San Pedro, la majestuosidad de sus montañas, la polución. Vengala fue el león de ese prado artificial dedicado a los simulacros:
Su interés por la ciudad le llevó a colocarla en una plancha de cirugía, tras corte y sutura fue haciendo de ella un terreno desfigurado y un espejo que ponía en circulación cosas que estaban allí y que a casi nadie le interesaba ponerse a ver. Por eso pudo poner a juicio su terruño. Por ello la crítica le hizo un lugar en el salón de la fama del arte mexicano
.
El artista rebelde, se nos informa, se retira invicto: en sus tratos con el circuito cultural siempre supo encontrar un equilibrio entre las demandas comerciales y las posibilidades humanas del arte en el siglo XXI. Esto lo logra poniendo en circulación códigos residuales de la antigua sultana del norte: la rebeldía sin concesiones de Bailarina Sánchez, el rigor crítico de Sixto Averio, la cultura de trabajo del padrino Ayala, los recuerdos del padre. Los discursos detrás de cada uno de ellos modelan su definición de arte, arraigándolo, simultáneamente, a una ética de trabajo, una teoría de valor, códigos de conducta basados en el sacrificio, la rebeldía, los acomodos a medias. El idealismo premoderno (ahora retro), posromántico de Vengala, convive con la biografía del rockstar:
¿En qué podrían parecerse una bengala y un hombre? Emergen de la oscuridad e inician un fuego de tan solo unos instantes que pudiera parecer eterno. Alumbran su alrededor. Le dan un sentido particular al espacio y al momento son un centro de atención hasta que su brillantez se debilita y se apagan dejando en el mejor de los casos una evocación de su paso fugaz en medio del abismo infinito.
No queda claro si nuestro antihéroe es aburrido, melancólico o sólo está fraguando la siguiente obra maestra; no sabemos si cumplirá el destino de los grandes ególatras del posdespués: encontrar en soledad el nuevo filón de originalidad que habrá de alimentar el mercado del arte. Pero podemos estar seguros de que David Meraz seguirá apostando fuerte en los asuntos del reino.
V. Éste era un reino
Hey, babe, take a walk on the wild side.
Lou Reed
Todo es complejo, virtual, implícito, en este mundo de desalineado orden. Lo escribió alguien, ahora no recuerdo quién. Del 2000 para acá, en el reino se han implementado distintas poéticas, ensayado diferentes géneros, experimentado con diferentes estructuras. Los materiales de las narraciones coinciden con las mercancías o las problemáticas del mundo global: el imperio de la imagen, las rebeldías del lenguaje, estructuras de deseo diferido o radicalizado, memoria, posmemoria, el discurso del sujeto esquizo o las acciones del endriago, los registros urbanos de la crónica o la relectura de la historia. La tradición que inaugurara Raúl Rangel Frías en 1972 goza de buena salud.
La historia reciente del gremio de escritores aparece en “Recuento del cuento” de Héctor Alvarado, otro de los trabajos que consulté durante la planeación de estas tres incursiones.
La invitación queda hecha, falta que la acepten.
11 de septiembre de 2018
Bibliografía
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*Imagen de portada: Colección de Richard Freiherr von Krafft-Ebing. Dominio Público 1.0 [https://creativecommons.org/publicdomain/mark/1.0/], en The Public Domain Review vía www.flickr.com.