Con el pie derecho inicia el director brasileño, Fabio Meira, su carrera como creador de largometrajes. De ello es prueba fehaciente Las dos Irenes, bello y sutil trabajo, que con esos dos atributos, logra a un mismo tiempo una tierna visión de la adolescencia y el descubrimiento –sobrio- de un drama soterrado.
Como suele pasar con ese tipo de trabajos en que todo está tan despojado de artificio y desmesura, la obra del director brasileño posee la delicia de las bellezas simples, cuyo encanto emana justamente de la claridad de su estilo. Incluso, a lo largo de muchos minutos, en el filme pareciera que no ocurre nada, al menos nada extraordinario; se capturan escenas de una familia ordinaria y quizá el espectador tenga la impresión de asistir a una función desechable, pues no siente encontrar nada que lo sorprenda.
Ahí puede estar la lección, que abofetea recordándonos que el cine no es necesariamente un artefacto de pirotecnia que debe sacarnos de la insípida realidad. No, Las dos Irenes nos propone algo menos infantil y que es el jugo de muchas obras de arte: regresarnos a la realidad con una mirada más intensa y aguda, para revalorarla en un sentido estético y crítico. Sin grandes aspavientos, Las dos Irenes colorea una etapa de la vida significativa, descubriendo puntos neurálgicos que siguen significando una confrontación para el ser humano.
Estas encantadoras Irenes, que nos presenta el brasileño Meira, son distintas sin ser extraordinarias (por fortuna): muchachitas inquietas, en el deseo y vértigo del descubrimiento, y adoleciendo estos atisbos que en cada una tiene reflejos específicos. Mientras que una Irene pertenece a una familia que podríamos denominar tradicional, e incluso con una madre terriblemente conservadora, la otra vive en un ambiente mucho más amable por relajado (lo que le permite que los descubrimientos sean más gozosos y los pasos menos atribulados).
Las dos chicas de trece años se encuentran y el director tiene el acierto de fijar su atención un poco más en una de ellas para lograr ése contrapunto que la obra necesita para estar completa. En el desarrollo de la amistad, se nos presentan los lugares comunes –y no por ello menos profundos- del conflicto adolescente, pero tenemos más el punto de vista de la familia conservadora, de cómo las inquietudes de su pequeña refractan –a veces violentamente- en el entorno familiar.
Esa Irene convive también con la familia de su amiga –cuya presencia casi se remite únicamente a la madre- y hace comparaciones. Hasta ahí esto no parece otra cosa que un cuento de jovencitas con una dirección efectiva, diáfana, que nos presenta además jocosos momentos y estampas pastoriles de la provincia brasileña. Mas a la chica –que no ha presentado a su amiga con su hermética familia- un día, en plena comida familiar, les descubre la existencia de ésa “otra Irene. La madre responde con violencia: “¡no hay otra!” El espectador puede suponer el trasfondo (la mirada del padre, los gestos de la madre, el silencio incómodo-delator), pero el autor de esta obra ha tenido a bien no desbocarse y mantener así el estupendo ritmo de la cinta.
Final inconcluso, en una especie de arranque liberador, la Irene libertina toma el camino con decisión para visitar la casa de su amiga y confrontar a la familia –que en alguna medida también es suya-. La madre conservadora recibe con toda inocencia a la joven, y la sienta a la mesa. Una vez dispuestas a comenzar el comento, la chica revela que ella también se llama Irene. Desconcertada, la madre balbucea un reclamo a su hija, mientras la otra Irene la mira con irónica provocación. Esa forma de cerrar el círculo es un trazo maravilloso que deja en el espectador la conmoción de la incertidumbre, de lo inconcluso.