
Imagen: Florida Memory, en https://www.flickr.com.
(Advertencia:esta guía no pretende ni aspira a ser un mapa rígido o un formulario fijo; por el contrario: trata de establecer un posible punto de partida y tres posteriores escalas [temporales y espaciales a la vez]… El sentido y la dirección del trayecto dependerán de la voluntad, el ánimo y, por supuesto, de las capacidades lectoras de cada turista. Se advierte también que una vez iniciado el recorrido no hay vuelta atrás, pues incluso el retorno es ya un viaje diferente).
Punto de reunión: instrucciones para comenzar a recorrer el campo.
Es lugar común, más que lugar común, añadiría, pensar a la literatura como interminable desfile de obras, protagonistas y movimientos rimbombantes. Imaginarla como fenómeno particular, que sigue sus propias leyes y obedece a sus impulsos, y sólo a ellos. Esta ilusión, sin embargo, es producto del mismo mercado literario que ha manufacturado y consolidado, de un tiempo a esta parte, dispositivos de legitimación y sistemas de difusión supeditados a la supuesta esencialidad de lo literario. Lo cierto es que, desde su modernización en el siglo XVIII, la literatura se ha visto apuntalada por, al menos, tres elementos: la creación en sí, la crítica, y la academia. Esas tres esferas en constante rotación y en permanente vinculación han construido una tríada de discursos que se dirigen hacia una imposible y deseable autonomía. El soporte de todo el andamiaje ha sido la institucionalidad del proceso. Decir literatura equivale a invocar una particular forma de organización institucional, con reglas de inclusión y de exclusión. Tal instrumentalidad rechaza, de facto, cualquier análisis que no confirme su independencia, acusándolo inmediatamente de ser “sociológico” o, incluso, “académico” para mayor “ofensa”.
El procedimiento: borrar el rastro de esa complicada red de conexiones, y dejar en la superficie sólo lo “representativo”: aquello que se pueda señalar y apuntar (y apuntalar) como literatura. Lo demás es barrido y escondido debajo de la alfombra. Quien pretenda seguir alguna pista, abrir algún cajón, hurgar en papeles y notas, espiar en alguna correspondencia será “descalificado” y colocado en la categoría de aguafiestas. Se le denostará llamándolo “crítico” o “estudioso”, y el resultado de sus pesquisas será tachado de vil “informe”, excluyendo para siempre su escritura del dominio de las artes.
Dos historias se van tejiendo de esta manera, creando un tapiz que suele mostrar solo una cara. Por el reverso, por el lado oculto, se narran las desventuras de la dimensión social y pública de la literatura: el lugar inestable, tensionado, que suele ocupar a lo largo del tiempo. Seguir esos trazos, esa urdimbre subyacente, conlleva el cultivo de la lectura: aprender a leer de manera múltiple, entre líneas y entre volúmenes. Leer y mirar a un mismo tiempo. Si uno pretende recorrer el campo literario, deberá tener presente estos antecedentes; de lo contrario, correrá el riego de perderse y tendrá que devolverse al punto de reunión y empezar de cero.
Primera escala: encuentros y desencuentros entre la crítica y la creación.
Conforme la literatura se fue convirtiendo en asunto público, es decir, desde el momento que dejó de pertenecer a un reducido número de letrados y transitó al mercado y al trasiego de libros, periódicos, revistas y suplementos, comenzó la dualidad de su discurso: por un lado, la definición de sus temas y formas; y, por el otro, la descripción de su función en las nuevas sociedades que transitaban del estatismo de la era monárquica a la movilidad de las repúblicas modernas.
En las décadas iniciales del siglo XIX, Sainte-Beuve fue uno de los primeros críticos que se propuso aplicar una metodología (tomando como base las ciencias naturales) a los estudios literarios. Partiendo de la biología, estableció criterios de clasificación derivados de las técnicas de Lineo y estrechó el vínculo entre la vida del autor y su obra. Más osado, Taine recurrió al positivismo para afirmar que su metodología de análisis consistía “en reconocer que una obra de arte no está aislada; y, por consiguiente, en buscar el conjunto de que depende y que la explica”. Todos conocemos el rechazo que estas posturas despertaron en creadores como Marcel Proust: “En el arte no existe iniciador ni precursor (cuando menos en el sentido científico). Todo existe en el individuo, cada individuo reinicia, por su propia cuenta, la tentativa artística o literaria…”. La lista de esta dualidad continúa hasta nuestros días: formalismo y vanguardias, estructuralismo y narrativas experimentales, postestructuralismo e hibridación de géneros. La continua muerte y resurrección del autor, en pocas palabras.
La ironía radica en que tanto las propuestas cientificistas como los rechazos y contraataques de los individualistas pertenecen al terreno de la crítica, y, por lo mismo, al ámbito de lo social (y de lo histórico): postulan, rechazan e imponen conductas públicas respecto al creador y a su relación con la obra y los lectores (reales o imaginarios).
En el momento presente, la individualidad del artista no basta para sostener una postura autonómica y esencial: se requiere de la visibilidad, de mostrar en medios y redes la posesión de esa sustancia inefable que lo distingue del resto de los mortales.
Segunda escala: los simulacros y las sustituciones.
La visibilidad, sin embargo, se ha reducido notablemente: fuera de los difusos límites de los campos culturales, es difícil poder ensayar una definición de lo literario y de sus agentes que sea válida para todos. La academia, por ejemplo, construye sus modos de conocimiento y los reproduce de manera periódica; la publicidad hace lo propio en el ámbito de las industrias culturales; y las instituciones culturales instalan modelos de difusión que suelen responder más a necesidades burocráticas que culturales.
Por otra parte, las formas de autorrepresentación del autor actual, llenas de fantasías y poses rebeldes, son la confirmación involuntaria de este proceso: una actividad que se disuelve y reconfigura en la virtualidad del mercado global, la burocracia cultural y la cada vez más comprometida autonomía académica.
He aquí, pues, una breve muestra de las dos caras del tapiz. El conjunto de ambos lados nos presenta un panorama incierto. Un campo lleno de neblina y parajes oscuros donde se despliegan simulacros y se montan todo tipo de espectáculos, algunos entretenidos, otros simplemente patéticos.
No todo es oscuridad. El recorrido, a pesar de las molestias, puede ofrecernos algunas recompensas. La principal: que sea el propio lector quien arme y estructure su recorrido y no se deje llevar por los fuegos fatuos y el brillo de oropeles.
Tercera escala: final del recorrido, vuelva pronto.
Básicamente, la conclusión o, mejor dicho, el objetivo de cualquier guía de turismo es, o debería ser, que el turista deje de serlo al final del recorrido y pueda contemplar el espacio visitado desde otra perspectiva. En el caso de la literatura pasa algo parecido: no hay en rigor una única vía de acceso, y el proceso debe pasar invariablemente por los modos de lectura. Ejercicio tan complejo como el de la escritura misma.
A diferencia de la geografía del turismo convencional, el campo literario está en constante transformación: su fisonomía se dibuja y desdibuja a diario. De ahí la dificultad de consultar un mapa: se vuelve obsoleto casi de inmediato. Esto no implica, sin embargo, que el territorio no tenga referencias concretas, huellas y marcas que evidencian su condición material e histórica.
¡Que cada cual haga su guía y trace su mapa! Nos hace falta la lectura y el conocimiento de esa experiencia individual.