
Imagen obtenida de la página de Facebook de Cristóbal Alanís.
Ayer en Colegio Civil se realizó un nuevo homenaje al Maestro Luis Martín, el anterior fue en el Palacio de Minería de México celebrado por Conarte, aprovechando la reedición de su libro Pionero del teatro universitario 1858-1958 por la UANL.
La jornada destilaba afecto, desde los saludos, las sonrisas, las complicidades, y ni hablar de las ovaciones después, un mundo que se erguía ante mí y que venía de mis primeros años en Monterrey sacudiendo el árbol de la memoria donde cayeron en mis faldas la figura de Luis en el vano de su oficina en el Teatro de la Ciudad, su avance a grandes pasos para recibirnos allá por 1989, la disposición urgente de su mirada para acomodarnos en hoteles, revisar salas de ensayo, producir novedades llamando a la prensa, él en el centro de todas las atenciones. Tengo las fotos y me asombro, tan jóvenes éramos sin árbitros de fuera, con la temperatura de Luis que nos llevó no sé dónde para que conociéramos la casa en donde ensayaban o donde estudiaban o donde íbamos a tener parte de los talleres. No recuerdo, sé que me presentó a Hernán Galindo con tanto orgullo como para vociferar, Este ya es dramaturgo, pronto le estrenamos la obra. Los días pasaron y en cada uno, sorpresas y agasajos: la prensa, presentarnos a Genaro Saúl Reyes, luego la visita a Galerías Monterrey, y ahí iba don Luis Martín de aquí para allá en medio de sus responsabilidades compartiéndonos su Monterrey, sus edificios, sus calles, sus novedades.
Luego la invitación que recibo en México de dar un taller de dramaturgia en las instalaciones del Teatro de la Ciudad en 1993, que seguía dirigiendo. Así que llegué y allá me tenía Luis Martín la gente, sus amigos, los que más apreciaba, no sé, reunidos esperándome en una de la salas del Teatro de la Ciudad. Fueron días gloriosos. Ese taller lo llevo en mi corazón y no olvido que Rubén González Garza me bautizó como la señora Metonimia y todos festejaron mis incursiones en la semiótica y se burlaron un poco de tanta obstinación intelectual, con la bonhomía de la gente sabia. Fuimos amigos grandes, de tanto en tanto aparecía el rostro de Luis Martín un poco para regocijarse y otro poco para vigilarnos si estábamos haciendo las cosas bien y desaparecía de nuevo. Pienso en Virgilio Leos, en Kagua, en Rubén, en Hernán, en Reynol, en Mario Cantú que todavía no sabía ni cómo se llamaba pero a quien pronostiqué serás dramaturgo aunque lo que me trajiste es espantoso.
Y luego el comienzo de la residencia en Monterrey donde sola y perdida yo quería saber de qué estaba hecha esta tierra, si me recibiría en verdad, si yo habría de encontrar en ella un eco, una utopía, un guía. Así que llamé a las puertas de Luis Martín para que me dijera algo ¡por Dios! algo que me contentara y me hiciera sentirme parte de este lugar. Y accedió. Nos encontrábamos en los cafés, no sé en cuáles, no recuerdo, sé que él me marcaba autores, prácticas, grupos, teatros, compañías y me iba enseñando de a poquito el legado recibido del pasado.
Hay para publicarse hace dos años (pero no sé por qué no se publica) un libro que le tengo dedicado. Es sobre Carlos Barrera, a quien conocí a través de su voz, como a tantos otros por los que discurrí llevada de su mano. Yo anotaba, él hablaba. Yo pregunté siempre y él me respondía con extraña sabiduría de saber y no saber. Entonces supe que confiar en él era una garantía.
Han pasado los años, hemos discurrido por diversas estancias e instancias. Lo que faltó ayer fue la memoria de las cosas, la viva memoria que se teje cuando dos apasionados del teatro se encuentran y sin querer inventan un mundo juntos.
Por un instante Luis Martín me hizo parte de su historia. Y nunca dejaré de agradecérselo, porque el mundo que me ofreció es el que habito desde entonces.