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A partir de la cinta La edad de oro, Octavio Paz da una definición sobre Luis Buñuel que bien podría aplicarse al talante de Elizondo: “todas las artes cuentan con elementos y herramientas que les son propias para expresar al hombre y sus conflictos. Pero hay artistas que salen de esas fronteras para generar una poesía que puede tomar todas las formas y ninguna”.
Decir que Elizondo era raro (aún en el sentido que Darío le daría) o tacharlo de maldito, es una simpleza imperdonable, sobre todo tratándose de un hombre que fue más que una personalidad, más que literatura. El caso de Salvador es justamente eso, un suceso, y no de las letras sino en el marco general de las artes en México. Porque Elizondo era no solo muchas literaturas sino muchos lenguajes, en los que se fundían arte y pensamiento. El encanto de Salvador radica en su preocupación por el proceso artesanal del arte pero también en su pasión por pensarlo, y pensarlo como extensión del hombre.
Uno de los lenguajes que lo formaron fue el cine. Elizondo, que amó la poesía, aprendió la pintura, sabía de filosofía y ciencia y terminó sacudiendo la narrativa, tuvo con el cine un vínculo no solo filial, sino fundamental. Siguiendo la perspectiva eisensteniana que él dibuja, según la cual el martirizado director soviético encontraría en el cine la síntesis de todas las artes, el mismo Elizondo encontró en el cine un hilo conductor, fundamental y fundacional en buena medida de la cauda de su talento.
Cuando se comenta su vida, propios y extraños se refieren a la pintura, la poesía y el cine como antesalas fallidas de la que sería vocación inequívoca: la literatura. Su pensamiento y su obra —ambas formas de arte— desmienten lo anterior. Una prueba de ello es el hecho de que pidiera se le eliminara el mote de “novela” a Farabeuf, construcción verbal que rebasa dicha clasificación. Así como detestaba encasillar a Joyce como novelista, pues también veía en él a un poeta, del mismo modo podemos repeler cualquier intento de ver en Elizondo nada más que un narrador; en él, incluso cuando escribía artículos periodísticos, había un novelista, un poeta, un pintor, un cineasta.
Elizondo, nacido en 1932, tuvo la fortuna —y México— de nacer en una familia acomodada de personajes relacionados con el arte y la política. Su padre emprendió los estudios CLASA, que produjeron muchas de las cintas claves del cine mexicano. El mismo Salvador estudió cine en Paris y a su regreso intentó filmar con su amigo José Luis González de León una cinta que no llegó a puerto: El método Czerny. En un esbozo técnico, González de León había dejado a Elizondo las escenas más intrascendentes, sin embargo, como comenta su viuda, Paulina Lavista, él mismo había invitado a González de León para que codirigiera la cinta, quizá por timidez o inseguridad.
Quizá también, por timidez, Elizondo desechó Farabeuf como filme, y este guion abortado terminó en una narración que como construcción verbal no desmerece frente a sus contemporáneos poetas. Lo que sí concluyó fue Apocalypse 1900, cinta aparentemente fragmentaria que cuenta con una indiscutible unidad: la literatura, pero también con un fuerte influjo tanto en ritmo como visión de la lengua francesa y sus mayores escritores. Elizondo no se conformaría, continuaría filmando, pues sabemos que se han rescatado grabaciones que hiciera de las momias de Guanajuato en 35 mm.
Así pues, con el cine como constante, Salvador fue también un gran ensayista y periodista de la cinematografía. En la historia, aunque poco se recuerde, quedará el gran esfuerzo hecho por la serie de jóvenes y no tan jóvenes que fundaron la mítica revista Nuevo Cine, definitivamente el más importante y audaz intento por empujar nuestro cine hacia horizontes mucho más propositivos y osados. Quizá buena parte de lo que se vino después, tanto los festivales de cine experimental como el CUEC, el debut de directores arriesgados y un cierto cine de culto, se deba a ellos. Nuevo Cine se hablaba de tú con lo mejor que estaba ocurriendo en el cine mundial, con la vanguardia, participa del mismo espíritu —y con la misma inteligencia— de Cahiers du Cinéma. Como los escritores de la revista francesa, los mexicanos (o radicados en México) están dotados de conocimiento y pasión por el cine, pero por el cine de verdad, el cine como arte; son rabiosamente intolerantes, no titubean, desafían, y buscan desempolvar una industria y un público apolillados, que no responden a las nuevas posibilidades que se abren al cine, y de las que ya dan cuenta varios autores nacionales.
Una ilustración de lo anterior es la obra Luchino Visconti y otros textos para cine, publicado hace dos años, con efectivo prólogo de Paulina Lavista y un incipiente epílogo de ese sobrevalorado y lamentable pseudocrítico: Christopher Domínguez Michael. No solo el texto sobre Visconti, sino una serie de textos que abarcan el tiempo de Nuevo Cine, años después. Así, podemos leer sus bellas revisiones tanto de Visconti como de Eisenstein y, páginas más adelante, su lectura de obras como Rojo amanecer o Sólo con tu pareja. Sus textos no solo son reseñas, sino también balance de un contexto, de ese modo a través de Elizondo tenemos una biografía intelectual de nuestro cine y el cine mundial. Por otra parte, muchos de los textos aquí reunidos nos demuestran que toda crítica de un lenguaje artístico es crítica de arte y, más aún, está destinado u obligado a engendrar ella misma arte.
La afirmación anterior la hago a la luz de Herbert Read, para quien la crítica de arte tenía que ser —y cómo no— también arte, una obra de arte. Salvador Elizondo es un ejemplo maravilloso de lo anterior, y prueba de ello son sus textos sobre Visconti y Eisenstein, que van más allá del ámbito meramente cinematográfico, pues artistas ellos y artista él, sus críticas tenían que abordar al hombre y la belleza de pensarlo en todas sus dimensiones.
Los ensayos (sobre cualquier tema) de Elizondo, sus novelas y todos sus intentos y acercamientos al fenómeno creativo (tentativas poéticas), tienen vasos comunicantes con la actitud de Godard, quien afirmaba que al empezar a filmar no había dejado la crítica de cine, y que cuando hacía crítica de cine, ya se consideraba creador. Así pues, Elizondo fue un creador y pensador que no vaciló en pisar todos los terrenos asequibles a su pluma. La obra de Elizondo es preguntarse qué es el arte, responder la pregunta y volverla a formular.