
Imagen publicada en The Public Domain Review, en https://www.flickr.com.
Vivimos en una época desorientadora. Recién acabo de leer un artículo en el que se informa el descubrimiento de un grupo de investigación de la NASA: nuestro planeta es más verde que hace veinte años. Entretanto, semana con semana aparecen noticias sobre el deshielo del Ártico, el sobrecalentamiento, etcétera. Es evidente que bien podemos tener un planeta más verde, a la vez que más caliente. No hay contradicción en ello, lo que no me impidió sentir cierta perplejidad. Esto me ha hecho pensar en el origen de este sentimiento de zozobra que, si no me equivoco, embarga a muchos de aquellos que ponemos alguna atención al mundo que se nos presenta. ¿De dónde surge, pues, esta desorientación?
No hay que meditar demasiado para comprender que, cuando decimos que vivimos en una época desorientadora, lo que hemos querido decir es que nosotros somos los desorientados. Vivimos en una época de exploradores que han extraviado el norte, aun si el norte magnético siempre sigue ahí. Es claro que la situación se complica si consideramos que el mundo, el norte magnético, para continuar con la analogía, lo inventamos nosotros mismos. Así, la condición de nuestra época parece corresponder mejor con la figura del esquizofrénico que se ha extraviado en sus alucinaciones.
Hace algunos años un cura brasileño emprendió una aventura muy peculiar: batir el récord Guinness de vuelo con globos de fiesta. Ató 1 000 globos a un asiento con el fin de recolectar fondos para la parroquia; sin embargo, el proyecto tuvo un fin lamentable y encontraron su cuerpo 100 kilómetros mar adentro. El asiento de globos es nuestro mundo esquizofrénico, y nosotros somos los arquitectos de ese mundo.
No es sencillo obtener una respuesta completa sobre las causas de nuestra desorientación. No obstante, creo que hay bastantes pistas, como las migajas que Hansel y Gretel dejaban para encontrar el camino de regreso, solo que, en nuestro caso, esas pistas no tienen la finalidad de volver atrás, sino de reencontrar el rumbo. Me quiero detener en una de ellas, quizás la más importante, y por lo mismo, la más conocida y comentada.
La principal causa de nuestra zozobra y extravío está, por completo, dentro de nosotros y en un modo muy específico: hemos aprendido a ver el mundo de una manera tan racional que excede a la misma racionalidad de la realidad. No sólo hemos aprendido a concebir el mundo según una racionalidad calculadora y técnica, sino que hemos llegado a creer que el mundo no tiene otra forma y otra razón de ser que esa misma racionalidad. La mayor parte de los espacios de nuestro mundo se han saturado de tal mirada: los espacios de la política, los de la ciencia, los de la vida misma, y evidentemente los de la economía, la técnica, la guerra, el derecho, etcétera. Pero quizás los procesos de colonización más alarmantes han ocurrido en estos otros espacios: el arte, la filosofía y la educación. Si nos hacemos una representación de tal colonización, yo propongo que imaginemos las sillas del arte, la filosofía y la educación ascendiendo por los aires atadas a miles de globos que festinan el cálculo, el éxito, la eficacia, la eficiencia, la competencia, la maximización de la ganancia, la calidad, el bienestar, entre tantos otros valores libidinales de la vida contemporánea.
Es curioso que uno de los principales síntomas de tal colonización se ha manifestado en un campo en el que, como nunca antes, se “profundizó” en los últimos doscientos años: el del lenguaje. Fue en el siglo pasado, siglo de la atención a las estructuras y dinámicas de la lengua, que, sin embargo, se anunció su mismo empobrecimiento, su grado cero y su unidimensionalidad. Mayor conocimiento no significó, pues, mayor enriquecimiento. Evidentemente, esto puede prestarse a debate. Por mi parte, soy partidario de aquellos que han sostenido que entender el lenguaje sólo como una herramienta comunicativa por la cual transmitimos mensajes es, a estas alturas, dar un paso atrás más que uno hacia adelante. Concebir la función del lenguaje de esa manera es poner un velo ante nuestros ojos, es decir, faltar a la verdad. Es cierto que no tenemos derecho a despreciar esas concepciones del lenguaje, pero tampoco tenemos derecho a reducirlo a ellas.
De entre las diversas teorías que sostuvieron tal concepción (estructuralismo, pragmatismo, formalismo, etcétera), la que mejor representa las consecuencias de esta operación hermenéutica es la cibernética. Como escribió el creador de esta rama de la ciencia, “decidimos denominar al campo de la teoría del control y la comunicación en máquinas y animales, cibernética, vocablo formado a partir del término griego χυβερνήτης o timonel”. Así, la interpretación del lenguaje como código en el que se emiten mensajes con la finalidad de transmitir información llevó a entender la lengua y la comunicación como procesos sometidos a control. El control aquí tiene que ser la eliminación del ruido que distorsiona el mensaje, y de esa manera volvemos al punto: una racionalidad que nos indica que un uso del lenguaje más eficaz, eficiente, etcétera, es un mejor uso del lenguaje.
Aunque en la actualidad hay bastante conciencia entre los especialistas de la asimetría que existe entre el lenguaje natural humano y los lenguajes artificiales o formales, pareciera que, en diferentes niveles de complejidad, el primero ha adoptado algunos principios de los segundos: simpleza, univocidad, eficacia, por poner algunos ejemplos. Podemos interpretar un sinfín de fenómenos actuales desde esta perspectiva: los bestsellers, el cine de entretenimiento, los tubers (youtubers, booktubers, etcétera), la divulgación de la ciencia, las misas neopentecostales, los artículos de investigación, los instructivos para el “hágalo usted”, and so on. ¿No se caracterizan todos estos fenómenos por la facilidad en el decir, facilidad que muchas veces va acompañada de falta de contenido?
Yuri Lotman no fue el primero en plantear que es un error reducir el lenguaje de esa manera; antes, Humboldt, Hegel, Cassirer, Heidegger, Marcuse, entre otros, lo indicaron. No obstante, Lotman lo enunció con precisión quirúrgica. Él puso atención en los fenómenos culturales que generaban nuevos sentidos y no en los que repetían los ya conocidos. En nuestro contexto mexicano, fenómenos como los del pachuco, el Día de Muertos, la virgen de Guadalupe, el chilango, la charrería, los corridos, etcétera, serían buen ejemplo de ello. Esta atención en las “explosiones de sentido” le permitió llegar a la conclusión de que —al contrario de lo que podría pensar alguien que razona según la concepción tecnificada del lenguaje— “resulta importante hacer lo que es necesario hacer, no de la manera más simple, sino de la manera más complicada”. En efecto, a veces, una cultura o una época es más rica en tanto más se empeña en complicar las cosas —¿no fue este el proyecto de lo barroco?—.
En consonancia con esta idea, Lotman propuso una interesante clasificación de los textos en función de la posibilidad de descifrar de manera unívoca un mensaje. “Si alineamos —escribe Lotman— en orden de aumento de la complejidad de la estructura textual la serie: mensaje de señalización vial-texto en una lengua natural-creación profunda de un talento poético, es evidente que el primero solo puede ser entendido unívocamente por el receptor del mensaje, el segundo está orientado a una comprensión unívoca (‘correcta’), pero admite casos de ambigüedad, mientras que el tercero excluye, en principio, la posibilidad de univocidad. Nuevamente nos topamos con una paradoja comunicativa. El texto que representa el mayor valor cultural, cuya transmisión debe estar altamente garantizada, resulta el menos adaptado para la transmisión”.
A partir de esta clasificación podemos acaso volver a los planteamientos iniciales en la forma de nuevas preguntas: ¿no es la esperanza de la univocidad lo que nos ha desorientado?, ¿no es el afán de precisión, el afán de que los mensajes siempre lleguen con un solo sentido, sin necesidad de interpretación, lo que nos ha perdido?, ¿no es la cercanía de la torre de Babel lo que nos hace extraviar el rumbo?, ¿no es la costumbre a lo previamente digerido lo que causa el malestar estomacal de nuestra época —malestar debido al vértigo—? Lo grave es que estos afanes están tan asimilados en nuestros estilos de vida, en nuestras instituciones, en nuestros gustos y modos de pensar, que todas las disciplinas están ahítas de simpleza.
Me parece que esto último es lo que ocurre en la educación contemporánea. ¿No existe en nuestra educación —con sus teorías y sistemas pedagógicos, con sus instituciones educativas, con sus crédulos profesores, con sus prácticas innovadoras y sueños tecnificados— una tendencia a construirse sobre el ideal de la señalización vial, en vez de hacerlo sobre, por decirlo con las palabras de Lotman, el ideal del talento poético?
En diversas ocasiones les he recordado a mis estudiantes que solo lo difícil vale la pena. Cuando lo decía, evidentemente no tenía en mente a Lotman ni las consecuencias de lo difícil para los resplandores culturales de todas las épocas. Hace algún tiempo conocí, por Carolina Olguín, una frase de Lezama Lima que, a pesar de ser muy socorrida, yo ignoraba. Le agradezco, pues, a Carolina la referencia, y dejo a Lezama Lima expresar lo que a mí se me escapa; al fin de cuentas, quién mejor que él para dar sentido a lo complejo: “Solo lo difícil es estimulante; solo la resistencia que nos reta es capaz de encarar, suscitar y mantener nuestra potencia de conocimiento, pero, en realidad, ¿qué es lo difícil? ¿lo sumergido, tan solo, en las maternales aguas de lo oscuro? ¿lo originario sin causalidad, antítesis o logos? Es la forma en devenir en que un paisaje va hacia un sentido, una interpretación o una sencilla hermenéutica, para ir después hacia su reconstrucción, que es en definitiva lo que marca su eficacia o desuso, su fuerza ordenancista o su apagado eco, que es su visión histórica. Una primera dificultad, es su sentido; la otra, la mayor, la adquisición de una visión histórica”.
Gracias, Tirso, por la reflexión. Cuando leí la cita que haces de Lotman: “el texto que representa el mayor valor cultural, cuya transmisión debe estar altamente garantizada, resulta el menos adaptado para la transmisión”, pensé en un poeta francés, y luego, en uno chileno; el primero se llama Benjamín Péret, el segundo, Diego Maquieira.
¡Viva la poesía!