
Cuando veo la escritura tal cual la garabatearon nuestras antepasadas me asombro de tantos errores ortográficos. También los he visto en hombres, por supuesto, pero no con tanta recurrencia. Entonces me digo, cuánta falta de lectura. Y en las primeras poetas se puede advertir que aparentemente era más el deseo de expresar sus sentimientos y sensaciones que las de volverse culta. La romántica loca, aquella que lanzaba versos sin procedimientos estéticos puesto que no los conocía pero cuya sensibilidad le alcanzaba para algunos giros armoniosos, algunas imágenes singulares. Apenas lo necesario para admirarla en alguna página del periódico o la revista cultural de su ciudad. La condescendencia del caballero decimonónico en la mayoría de los casos sobre todo si era joven y bella, y por el contrario cuando la mujer no solo estaba dotada para la escritura sino que pensaba y se erguía en plena relación crítica, la manifestación peyorativa o burlona de su parte.
Así las cosas en esta contrastante y a veces feroz América Latina, la última parte del siglo XIX aquí en México pareciera que solo verá florecer poetisas, tal cual se las nombró. E incluso antes de un Rubén Darío que trastocó la poesía hispana y de un Amado Nervo que sedujo a las grandes poblaciones hispanas con su Amada Inmóvil comenzaron a hacerse oír algunas voces femeninas tejiendo versos porque, según Sylvia Molloy, aquí, si se quería ser otra cosa que ama de casa, destinarse al matrimonio y detener toda otra ambición aun estando preparada, o se era maestra o se era poeta. Gabriela Mistral es el paradigma, maestra, La Maestra de América como se la llamó alguna vez, y poeta, tal como podía presuponerse, enamorada de los versos de Darío y de Nervo, influenciada por Frédéric Mistral, el poeta occitano, y yendo tan lejos como para convertirse en nuestra única mujer con premio Nobel. Pero eso fue después, de alguna manera como corolario feliz de tanto intento poético por parte de aquellas mujeres que poblaron las veladas más sociales que literarias en la mayoría de los casos, de nuestros países todavía sacudidos por guerras civiles y caudillos que no se resignaban a hacer patria.
Pero antes que lanzarse a la aventura de crear versos o ensayo, novela o crónica, se necesitaba una educación propicia para que esto pudiera suceder. Para ello había que enfrentarse a varios mitos propios del estado de cosas en el pensamiento masculino: la idea que nuestras diferencias de carácter biológico definen posibilidades y limitaciones en el pensamiento y la creación, dividir el mundo en naturaleza y cultura dándonos a nosotras, las paridoras, el sitio del reino natural, y por encima de todo la operación ideológica realizada por los hombres en donde precisamente a causa de encontrarnos del lado de la Naturaleza, se hace obvio que el control y la domesticación de nuestro sexo, luego género, estuvo y está en manos de ellos.
Hay que destacar que en esta lucha por devenir sujeto, como ya lo vimos, se embarcaron hombres y mujeres. Fue así como aparecieron las primeras escuelas de señoritas, los primeros internados laicos en tiempos de Juárez, centros de estudio que lentamente fueron reemplazando la enseñanza provista en el hogar, acaso por una tía, la hermana mayor, algún tío o padre que se condolía de la situación de ignorancia de las niñas. Y en plena edad positivista, la aspiración a la verdad de las ciencias, nos ayudó bastante. También se multiplicaron las sociedades artísticas, dramáticas, de artes en general, científico-literarias, liceos y círculos.
La aparición de Dolores Correa, Laura Méndez, Laureana Wright, Matilde Montoya, María Sandoval, entre otras mujeres que crearon publicaciones, hicieron periodismo, publicaron o dieron a conocer sus obras por medio de lecturas públicas, con una revista cuyo eje revela el primer feminismo: La mujer mexicana, revista mensual, científico literaria, consagrada a la evolución, el progreso y perfeccionamiento de la mujer mexicana (1904-1906), es el resultado de su formación académica.
Unido a esta nueva conformación de la educación de las jóvenes, lo que asimismo resultó muy favorable fue la escuela romántica que aquí en nuestro continente se atrasó bastante y en nombre de un romanticismo trasnochado, por ejemplo en México, multiplicó la experiencia femenina de la escritura poética. Ahora bien, me pregunto, por romántica loca como la nombré más arriba o bien porque por primera vez esa novedosa sensibilidad romántica, el amor a la patria, el arrobo ante los cielos o los prados, la razón desbancada por los sentimientos, eran propicios no solo al temperamento femenino sino también a los tiempos en que se intentaba apaciguar las facciones, los grupos, las ambiciones de uno y otro lado, para construir una utopía con el modelo de la igualdad en derechos, de la fraternidad entre compatriotas, y por la autonomía de credos y consignas.
Es de subrayar que a lo ancho y largo del continente al sur del río Bravo, las mujeres que escribían eran de raza blanca, clase media y alta, y formadas en el espíritu del positivismo con las premisas de la Ilustración a pesar de sus desafueros líricos.
De las mexicanas me gustaría ahora observar a la poeta María Enriqueta Jaramillo (1872-1968) y a Laura Méndez de Cuenca (1853-1928). En realidad no se trata de una elección al azar sino el resultado de mi propia encuesta en relación a ellas que pudiera resumirse así: Memoria y Olvido.
Las mujeres creadoras que habitaron entre los siglos XIX y comienzos del XX fueron olvidadas en su totalidad. Sin embargo la fama alcanzada por las antes nombradas es de tal magnitud que no puedo menos que asombrarme. En segundo término, ambas estudiaron música. Su ductilidad es notable, narradoras y poetas las dos, en el caso de Laura, educadora también y periodista, pudiera decirse de ella que habitó junto con El Ateneo de la Juventud ese momento del despertar de una conciencia panamericana y al mismo tiempo universal. En el caso de Camarillo, poeta, narradora de gran éxito, asimismo pintora y pianista, su perfil se multiplica en las artes y alcanza fama internacional. Su obra es traducida al portugués y al francés y a su vez funge como traductora especialmente del crítico francés de literatura Charles A. Sainte-Beuve, lo cual habla de su enorme bagaje cultural. Desde entonces hasta nuestros días, sospecho que ninguna escritora en vida ha alcanzado tal prestigio y fama en Europa.
Y para subrayar mi elección, el nivel de olvido, (salvo para algunas feministas y estudiosos) que ambas han alcanzado teniendo en cuenta sus méritos, su trascendencia y su herencia, es francamente ominoso.
Viajando por el estado de Veracruz dimos en desembocar en Coatepec. Nos detuvimos a admirar el pueblo, tomarnos un café y estirar las piernas. Yo me dirigí resueltamente al jardín central y como atraída vaya a saber por qué extraña energía hacia el monolito levantado en el centro donde había una inscripción, un retrato oval y un nombre: María Enriqueta Camarillo. Me azoré, no tenía la menor idea de alguna escritora pasada o presente con ese nombre. Volví a cruzar la calle y entré, creo, en la alcaldía, buscando a alguien que me asesorara. Nadie me supo dar cuenta de a quién se honraba con el monumento de la plaza central. Me mandaron al museo donde escuetamente una mujer muy sencilla me dijo que le parecía que era una escritora del siglo XIX nacida allí. De este modo conocí a María Enriqueta Camarillo.
En cuanto a Laura Méndez fue su relación con el poeta Manuel Acuña, quien se suicidara muy pronto y del cual tuvo un hijo que también murió poco después, que me llevó a saber de ella. A partir de entonces ambas me permitieron seguirlas, observar su tiempo, sus trabajos y sus días.
Sus vidas prueban la incidencia de su educación formal, su sensibilidad para las artes cuando existe la posibilidad de la educación artística y la capacidad femenina para diversificarse, trabajar obstinadamente y trascender el marco de sus propias vidas. Pero también dan cuenta de una suerte de hermandad y trascendencia creadora respecto de sus profesiones comparándolas con otras escritoras de América Latina. No sería casual entonces que tanto Juana Manuela Gorriti, de Argentina, como Mercedes Cabello y Clorinda Matto de Perú, o Gertrudis Avellaneda de Cuba, entre otras creadoras, viudas y solas como Laura, e interesadas en la formación femenina también como Laura, se parezcan tanto en objetivos y problemáticas. El canon que conforman entre ellas pareciera fundar una suerte de feminismo, por la aspiración que palpita en todo su hacer respecto de la igualdad de género, aunque todavía no se manifieste a conciencia ni se nombre así.
Finalmente, vale subrayar en este trabajo que ya dura varias entregas respecto de la formación del sujeto femenino en América Latina, que suena bien hacer una paráfrasis de nuestra América según Alfonso Reyes en Notas sobre la inteligencia americana:
Llegada tarde al banquete de la civilización europea, la mujer vive saltando etapas, apresurando el paso y corriendo de una forma en otra, sin haber dado tiempo a que madure del todo…A veces el salto es osado y la nueva condición tiene el aire de un alimento retirado del fuego antes de alcanzar su plena cocción. La tradición ha pesado menos y esto explica la audacia. Tal es el secreto de nuestra historia, de nuestra política, de nuestra vida, presididas por una consigna de improvisación.
Solo he cambiado América por “la mujer”.