
¡Alá, córtame la lengua!
¡Qué la tierra me cierre la boca!
Atiq Rahimi
Rara vez me he animado a escribir sobre una obra que no ha sido escrita en la lengua que conozco y, creo, domino, pero también es más extraño aún que después de realizar una primera lectura y de volver a hacer dos o tres relecturas más de una novela como La piedra de la paciencia (Ediciones Siruela, 2009) del escritor afgano Atiq Rahimi, y con la traducción del francés de Elena García-Aranda, siga provocando en mí una especie de resonancia que me obligue a meditar aún más sobre lo que he acabado de leer, presenciar y escuchar.
Porque ante todo La piedra de la paciencia es una presencia, y su postura ante la lectura es la de hacerse escuchar en medio de un tiempo tan desalentador como es el nuestro, en el cual todos queremos ser escuchados y en ocasiones levantamos la mano para hablar, pero raramente llegamos a alguna solución y es común que nuestras voces se pierdan entre tantos ecos de sombras acumuladas en un inmenso estanque sin tener la seguridad de haber resonado en alguna parte de este inmenso charco de cristal azul; sin embargo, con esto no quiero decir que la novela de Atiq Rahimi sea una respuesta para nuestro tiempo, más bien es una resistencia de lo humano hacia aquello que lo violenta y lo acecha constantemente, y lo que nos ofrece es todavía más que una heroína sin nombre tratando de lidiar con los conflictos de su contexto, y que puede estar “En alguna parte de Afganistán, o en cualquier otro lugar”, y que más bien el mérito literario y humano está en darnos una voz femenina que exige ser escuchada y que logra ganar presencia como una especie de conciencia colectiva en el espacio de nuestra lectura en la obra.
La Mujer Sin Nombre nos sostiene entre sus manos como si nosotros también formáramos parte de ese rosario de ecos que ella desgrana entre rezos y confesiones, y sus únicos testigos son el narrador que la observa y, en la ausencia de Dios, el lector que la escucha. Pero, ¿de qué va la novela? Nuestro personaje principal se encuentra en alguna parte del mundo, que puede ser el nuestro también, cuidando de su marido que quedó en estado vegetativo debido a la herida de una bala; pero conforme la narración avanza nos percatamos de que el lugar está en zona de guerra y asaltantes, y el hombre del que está cuidando se vuelve en el sangesabur, la piedra de la paciencia, que la mujer retoma para confesar sus más íntimos secretos e inquietudes humanas hasta conseguir que dicha piedra logre estallar y libere a su confesora tal y como se cuenta en la mitología persa. Ahora el hombre, como una piedra, calla y escucha, y la mujer habla y actúa, invirtiendo de esta manera los papeles de los espacios públicos y privados:
“La mujer contiene la respiración y aprieta la herida. El hombre no reacciona”. Solo escucha el largo silencio de las amargas soledades y angustias que atrae la guerra dentro de la novela. La Mujer Sin Nombre recuerda a la tía condenada por la esterilidad de su marido y que termina por fingir su muerte y prostituirse para sentirse libre de la violencia que ejerce el discurso religioso dentro del contexto afgano, recuerda a la hermana obligada a casarse como pago de las deudas del padre, y así sucesivamente, nos enteramos de situaciones que nos obliga a escuchar con un oído más crítico dentro de la lectura, como si de pronto la piedra de la paciencia gritara y de pronto su dolor resonase dentro de nuestros oídos bajo los ritmos poéticos que impone la prosa de esta trascendente novela.
Esta no es la primera novela de Atiq Rahimi; pero es seguro que la trascendencia de su voz narrativa logrará resonar en cada uno de los lectores con los que consiga llegar, y gracias a la traducción de Elena García-Aranda, la obra del escritor afgano logrará llegar a más lectores sin quitarles la sensación de estar delante de una piedra a punto de explotar con la voz de una de las tantas mujeres sin nombres que buscan hacerse escuchar en el mundo.