
Cine comprometido, definitivamente político, El sueño del Mara’akame,de Federico Cecchetti, es una cinta valiosa pero que, en términos estrictamente artísticos, más bien luce desvaída y, como suele decirse: muestra las costuras (incluso con cierta ingenuidad).
Quizá por ser su ópera prima, el director salido del CUEC y ya con cierto bagaje en el terreno del cortometraje, no logró el tono necesario, prueba de fuego para todos los intentos artísticos contestatarios: el suficiente distanciamiento para con el tema de modo que, gracias a la necesaria contención, el trazo resulte más preciso y el tratamiento mucho más delicado y —por tanto — penetrante.
El sueño del Mara’akame, a través del fallido sueño de Nieri, es, sin duda, un intento muy honesto de retratar la cultura huichol y su epígono terrestre: Wirikuta. Hermosas estampas de un paisaje reproducido con esmero por un director cuidadoso, seguramente puntilloso, compenetrado con el contexto. El sueño de Nieri es cantar con un grupo de música regional; muy buscado por los integrantes del grupo el muchacho tiene talento para eso: no hay cosa que le entusiasme más.
Un poco es la repetición de la típica problemática adolescente: Nieri tiene un padre conservador que vigila todos sus pasos, con quién se junta y, en pos de lo que cree la mejor educación, lo somete con rigor a los deberes familiares. Esto se intensifica si se piensa en el contexto, lleno de preceptos y tradiciones donde su padre es un chamán huichol (Mara’akame). Y esto último es la oportunidad para explorar el universo onírico del mundo huichol, cosa que Cecchetti hace estupendamente; sin embargo, la explotación del mundo onírico termina por desfondar el edificio narrativo que se iba creando.
Se da la coincidencia de que justo cuando la banda de Nieri tiene una presentación en la Ciudad de México, él tiene que acompañar a su padre a vender artesanías. Instigado por la oportunidad de quedarse solo, el joven busca escabullirse para encontrar a sus amigos. Aquí el director realiza un interesante pero —a los ojos de este crítico— infructuoso juego a partir de un rompimiento con la realidad. El asalto que sufre por unos defeños se torna una serie de vueltas de tuerca que antes que nutrir el entramado narrativo se deshilvanan sin intensificar el drama ni crear mayor expectativa; incluso resultan algo efectistas.
Al final, Nieri no toca con el grupo, es rescatado por su padre y todo tiene el tono, la conclusión de una moraleja. Incluso el gesto del muchacho es el propio de quien ha aprendido, por fortuna, la lección. La última escena nos muestra un hermoso paisaje en el que los pobladores de la comunidad —tan poética, tan mística— trabajan apaciblemente, pero, acto seguido, levantan la mirada ante una sombra que avanza sobre ellos. En sus rostros, la certeza de una amenaza que se cierne sobre su mundo.
Unas últimas notas del director que informan al espectador de la situación del lugar y sus pobladores, víctimas de esa amenaza real que es el Capital, representado en este caso preciso por las mineras que en los últimos sexenios se han servido con la cuchara grande, depredando todo lo que esté a su alcance.
En el viaje a la capital hecho por padre e hijo, se da una escena de especie de sesión espiritual con gente que se llamaría “fifí”. La escena es un logrado retrato de la plástica y superficial actitud con que esta gente se acerca a la cultura hondamente mexicana. Nada que rebatirle en cuanto a intenciones a este director, solo tendrá que pulir con el tiempo sus trazos y perspectiva.