
El hombre, dicen, es un animal racional.
No sé por qué no se haya dicho
que es un animal afectivo o sentimental.
Y acaso lo que de los demás animales le diferencia
sea más el sentimiento que no la razón.
Miguel de Unamuno, ‘El sentimiento trágico de la vida’.
Miguel de Unamuno (1864-1936), natural de Bilbao, estudiante de filosofía en Madrid, varias veces rector de la Universidad de Salamanca, activista político, condenado a seis años de prisión por sus ataques a la monarquía española y desterrado en Fuenteventura por los dirigidos contra la dictadura del general Primo de Rivera, es el más genuino de los representantes de la generación del 98 (Pío Baroja, Azorín y Unamuno), quien tocó todos los estilos filosóficos y literarios: el ensayo filosófico El sentimiento trágico de la vida, La agonía del cristianismo, Vida de Don Quijote y Sancho; el teatro filosófico: Fedra, El otro;la novela filosófica: Paz en la guerra, Abel Sánchez, Niebla, Tres novelas ejemplares y un prólogo, San Manuel, bueno y mártir; la poesía: El Cristo de Velásquez y el Cancionero. En función del espacio, este ensayo se limita a recorrer El sentimiento trágico de la vida,para leerlo desde nuestro tiempo con la mirada de Derrida, así como a la relectura de sus dos grandes poemas: El Cristo de Velázquez y Cancionero.
Unamuno, interrogado por un crítico, sobre los escritores franceses de su preferencia, responde que le gustan Lamannais, León Bloy y Rousseau. Tal vez todo Unamuno logra estar presente en este “no saber indignarse”, pues de sus páginas se desprende un aroma de flores marchitas, un jardín otoñal. En cambio, la obra de Unamuno es el poder del campo bajo el sol y la tormenta. Unamuno, arrebatado por la pasión simpatiza con Rousseau, comprende el alma de León Bloy, admira a Gustav Flaubert, porque el hombre equivale a la obra y sabe indignarse, pues la indignación es su estado habitual. Unamuno, formidable romántico, reconoce en Heredia al profesor de poética. Sabían indignarse también Sören Kierkegaard, Pascal, San Agustín y San Pablo.
Unamuno se indignaba contra esto y aquello, para ser irónico, porque no quería paz sino guerra. Pudiendo gozar de la plácida existencia optó por el riesgo, por tomar la lanza y acometer a los molinos, seguro de que eran molinos. Enamorado de España, el eterno español, tan importante como Goya. Un hombre de carne y hueso.
Unamuno, dicho por él mismo, era vasco por los dieciséis costados, gran profesor de griego, escrupuloso de sus deberes, filósofo, escritor, combatiente y combatido, creyente en el porvenir de España. Por su recia hispanidad es el creador de la palabra. Sus visitas a Madrid, recuerdan el Ateneo, la tertulia, el Retiro y el estreno de sus obras teatrales. Siempre dejaba el recuerdo de su saber, su originalidad, su bondad y el arte de modelar pajaritos de papel.
Unamuno es el pensamiento agudo y el elogio de la palabra viva, el pensador y el poeta, en sus versos y en su prosa. Una poesía que palpita, se queja, plena de palabras justas. El escritor que busca la raíz de los sentimientos, los instintos y las palabras. Unamuno es —como se llama a sí mismo— un ideoclasta, demoledor de ideas y de palabras; porque solo rompiéndolas permiten encontrar su secreto. Unamuno excava los fondos de la historia de Castilla y de la historia de España. Unamuno es un pasado que se torna presente, pues el presente es el esfuerzo del pasado por hacerse porvenir. Por ello, Unamuno, según su propio neologismo, sigue estando entre “yosotros”. Porque como advierte Unamuno: “…soy hombre, a ningún otro hombre estimo extraño” (Unamuno, “El hombre de carne y hueso”, El sentimiento trágico de la vida, Ensayos II, Madrid, Aguilar, 1951:729).
II.
En Del sentimiento trágico de la vida en los hombres y en los pueblos (1914), Unamuno plantea el problema de la inmortalidad, el conflicto entre la razón y la fe, además de la crisis racionalista de la modernidad, para tratar de darles solución. Es, sin embargo, un tratado sobre la angustia religiosa del mundo y del hombre, que en nada se parece a los antiguos tratados de metafísica o religión: cada una de las frases del alma se encadena lógicamente al pensamiento sometido a las necesidades del hombre que, simplemente, no quiere morir. Por lo que Unamuno: “Hay que creer en la otra vida, en la vida eterna de más allá de la tumba, y en una vida individual y personal, en una vida en que cada uno de nosotros sienta su conciencia y la sienta unirse, sin confundirse, con las demás conciencias todas en la Conciencia Suprema, en Dios; hay que creer en esa otra vida para poder vivir ésta y soportarla y darle sentido y finalidad. Y hay que creer acaso en esta otra vida para poder merecerla, para conseguirla, o tal vez ni la merece ni la persigue el que no la anhela sobre la razón, y si fuere menester, hasta contra ella” (Unamuno, “Religión, mitología de ultratumba y apocatástasis”, El sentimiento trágico de la vida, Ensayos II, Madrid, Aguilar, 1951: 960).
Su punto de partida es el mismo de Pascal, Kierkegaard y Nietzsche: el hombre entero, total, carne y espíritu, deseo y conocimiento, el hombre que afronta al dolor, a la alegría y a la muerte: “el hombre de carne y hueso”. Aunque no se considera filósofo, Unamuno parte de Nietzsche. Cada concepción del mundo surge de la más íntima y menos comunicable personalidad, y de esta forma, el pensamiento, la filosofía y la poíesis, más cerca de la lírica que de la ciencia: “Nuestra filosofía, es decir, nuestra forma de comprender el mundo, surge de nuestro sentimiento mismo de la vida”. Un pensamiento aparentemente impersonal, como el kantiano, no sería nada sin su autor. Lo que realmente importa es el hombre Kant.
Para Unamuno, la necesidad de la inmortalidad, el eterno combate de todo hombre por no perecer, es el sentimiento trágico de la vida, el origen de toda filosofía, de toda religión. La solución, la más vital, es aportada por el cristianismo, al que estudia en el capítulo “La esencia del catolicismo”. El cristiano se encuentra ante una revelación de dos cabezas: la muerte y la victoria sobre la muerte. Si Cristo murió siendo Dios para ser hombre, el catolicismo representa la resurrección. El cristianismo tradicional, del que Unamuno toma distancia en este momento, ha subrayado la idea del pecado y entiende la muerte como consecuencia del pecado, como su castigo. El Cristo de Unamuno se define con relación a la realidad de la muerte. Desde este enfoque, toda teología es irracional. El Dios creador es absorbido por el Dios vital, crucificado pero vencedor de la muerte, por el que el catolicismo es límite del racionalismo. Como sostiene Unamuno, mientras la razón filosófica ataca a la fe, la fe tiene que ser aliada de la razón. Lo subraya Unamuno: “La filosofía es un producto humano de cada filósofo, y cada filósofo es un hombre de carne y hueso como él. Y haga lo que quiera, filosofía, no con la razón sólo, sino con la voluntad, con el sentimiento, con la carne y con los huesos, con el alma toda y con todo el cuerpo, Filosofa el hombre” (Unamuno, “El punto de partida”, El sentimiento trágico de la vida, Ensayos II, Madrid, Aguilar, 1951:754).
El ataque de Unamuno contra la razón es vitalista, no místico: a los partidarios de esta doctrina les reprocha absorber la personalidad humana de Dios, para atenuar la angustia. Por ello Unamuno no es quietista, no le apuesta a una religión antropocéntrica, para la que las pruebas de la existencia de Dios no son esenciales. Basta que el hombre quiera que Dios exista. De aquí que la doctrina católica del alma individual se oponga a una síntesis racional. Tras ofrecer una prueba positiva, Unamuno encuentra en la historia del racionalismo moderno, otra negativa: todos los argumentos racionales a favor de una inmortalidad personal son invenciones. El mismo David Hume, fiel a su método intelectual, llega a la negación de la unidad del alma y, por tanto, de su inmortalidad. La ilusión es la fantasía de que los motivos para vivir pueden permanecer, si negamos la inmortalidad personal. Las verdades racionales se oponen a las exigencias de la existencia: “Todo lo vital es irracional”. Y más, “La trágica histórica del pensamiento humano no es la lucha entre la razón y la vida, sino aquella que se obstina en racionalizar ésta, al imponer la resignación a lo inevitable y a la muerte; y esta, la vida persiste en vitalizar la razón, obligándola a apoyar sus aspiraciones vitales”. El alma moderna se debate entre los dos polos: el mito y el escepticismo. Porque el escepticismo científico es una verdadera dictadura sobre las almas: el renacimiento, la reforma y la revolución son una nueva inquisición, la de la ciencia o la de la cultura, que emplea como armas el ridículo y el desprecio contra quienes no siguen su ortodoxia. Lo indica Unamuno: “El racionalista se conduce racionalmente […] mientras se limita a negar que la razón satisfaga a nuestra hambre vital de inmortalidad; pero pronto, poseído de la rabia de no poder creer, cae en la irritación del odium anti-theologicum […] El odio anti-teológico, la vida cientificista —no digo científica— contra la fe en la otra vida, es evidente […] Y los racionalistas que no caen en la rabia anti-teológica se empeñan en convencer al hombre de que hay motivos para vivir y hay consuelo de haber nacido, aunque haya de llegar un tiempo, al cabo de más o menos decenas, centenas o millones de siglos, en que toda conciencia humana haya desaparecido. Y estos motivos de vivir y obrar, esto que algunos llaman humanismo, son la maravilla de la oquedad afectiva y emocional del racionalismo y de su estupenda hipocresía, empeñada en sacrificar la sinceridad a la veracidad, y en no confesar que la razón es una potencia desconsoladora y disolvente” (Unamuno, “La disolución racional”, El sentimiento trágico de la vida, Ensayos II, Madrid, Aguilar, 1951:815-816).
Unamuno siempre espera que, incluso de lo peor, surja la salvación del mundo moderno. Aunque en el fondo de la conciencia choquen el escepticismo y el instinto vital, los dos poderes de nuestro ser, tal vez surja la “santa, dulce la salvadora incertidumbre, nuestro supremo consuelo”. Entonces el escepticismo habrá sido superado, pero se habrá vuelto activo, combatirá contra sí mismo constantemente y alimentará sus propias energías con su desgarramiento interno. Aquí radica la angustia, cuando el hombre se acerca más a su verdadera naturaleza humana cuanta mayor sea su capacidad para la angustia. Nada sirve para apagar esta guerra irreductible que se produce en el fondo de cada ser, porque sirve como escuela de valor al mismo tiempo que educa y forma. La existencia de Dios, considerada así, no es algo exterior al ser, sino como la máxima voluntad del hombre. Tal vez ese Dios no existe, pero cada individuo ha de creer en él para recurrir a esa creencia como Don Quijote creía en sus caballeros y en sus princesas.
En los temas de la última parte de El sentimiento trágico de la vida es posible reconocer diversas corrientes del pensamiento moderno, que van desde la influencia del pragmatismo religioso de William James hasta el pensamiento de Kierkegaard, tan admirado por Unamuno. Aunque en la primera parte es clara la influencia de Nietzsche. En esta obra, aunque se percibe su catolicismo, Unamuno rebasa la ortodoxia, pues sigue la reacción antiracionalista que otros cristianos de la época trataban de resolver, como Claudel.
Al plantearse el mayor problema que tiene la filosofía occidental desde Descartes, el dualismo cuerpo-espíritu, Unamuno postula la unidad de la personalidad humana, en la necesidad de la inmortalidad que consume al hombre. Por ello propone vivir en la contradicción. La misión de su obra es quebrantar la fe, combatir a todos los que se resignan al racionalismo, al catolicismo o al agnosticismo, para hacer que vivan todos inquietos y anhelantes. El final de este libro inquietante y desgarrador es una invocación original, síntesis de las teorías y la actitud de un hombre desesperado en busca de la verdad: “¡Y Dios no te dé paz y sí gloria!” (Unamuno, “El Quijote en la tragicomedia europea contemporánea”, El sentimiento trágico de la vida, Ensayos II, Madrid, Aguilar, 1951:1002).
III.
Después del pensamiento de Unamuno en torno a los temas cruciales de El sentimiento trágico de la vida, el conflicto entre la razón y la fe, el problema de la inmortalidad y la crisis racionalista de la modernidad, me pareció conveniente tratar de aprovechar los escollos metafísicos e ilustrados entre la fe y la razón que ya Unamuno trata de superar, pero tratando de ir más allá de Unamuno, a través de la lectura de un texto actual de Jacques Derrida: Fe y saber. Las dos fuentes de la “religión” en los límites de la mera razón (Derrida y otros, La religión, Buenos Aires, La Flor, 1997: 7-129).
Se trata de un texto en el que Derrida ha tenido el gesto de pensar la religión hoy, sin abandonar la tradición, para poder leer lo que se ha dado en llamar “el retorno de la religión” en la mundialización de la teletecnociencia. Su punto de partida es una afirmación de Kant: “…de todas las religiones públicas sólo la cristiana es una religión moral”. Una religión que se interesa por la buena conducta en la vida, que ordena hacer, que subordina el saber y separa de él. Y en la que no se requiere saber lo que Dios ha hecho por la salvación sino saber lo que se debe hacer para merecer su auxilio. Esta es la forma en que Kant define la “moral reflexiva”. Una fe reflexionante que al no estar supeditada a una revelación histórica, coincide con la racionalidad de la razón pura práctica, además de que favorece la buena voluntad más allá del saber, al tiempo que se opone a la fe dogmática, que al pretender saber, ignora la diferencia entre la fe y el saber. Así, la moralidad pura y el cristianismo resultan indisolubles, tanto en su esencia como en su concepto. No hay moralidad pura sin cristianismo. La universalidad incondicional del imperativo categórico es en verdad evangélica. En consecuencia, “la ley moral se inscribe en nuestros corazones como una memoria de la Pasión”.Todo esto exige que para conducirse de forma moral es preciso hacer como si Dios no existiera o nuestra salvación le tuviera sin cuidado, e incluso nos hubiera abandonado. Experiencia que responde a la pregunta desesperada que Jesús hace en la cruz: “Padre ¿por qué me has abandonado?” Estamos ante el concepto de “postulado de la razón práctica”. La responsabilidad racional y la filosófica; la experiencia terrena del abandono. En realidad la única forma que tiene el cristiano de responder a su vocación moral es soportando la muerte de Dios, desde luego, más allá de la Pasión. El cristianismo se funda en la muerte de Dios; esto es lo que anuncia Kant a la modernidad de las Luces. Sólo el judaísmo y el islam —los últimos monoteísmos— siguen sosteniéndose en el rechazo de la muerte de Dios (la Pasión). Todo esto tiene algo qué decir a nuestro tiempo: La mundialatinización (la alianza del cristianismo, como expediente de la muerte de Dios, y el capitalismo teletecnocientífico).
Hay pues la luz de la revelación y la luz de la razón. Pero se trata de una sola luz. El libro de Kant, alumbrado en plenas Luces, “La religión en los límites de la mera razón (1793), también habla del mal radical, lo que hace pensar en el retorno de lo religioso, del retorno moderno y posmoderno de fenómenos que hablan del mal radical. Asimismo, el libro de Bergson Las dos fuentes de la moral y la religión (1932), escrito entre las dos grandes guerras, hablaba del mal radical. Hoy la mundialidad tele-tecno-media-científica, capitalísticas y político-económicas, hace del retorno de lo religioso un fenómeno realmente complejo, ya que parece apuntar a la destrucción radical de lo religioso (lo romano y lo estatal, los fundamentalismos o integrismos no cristianos, las ortodoxias protestantes y católicas).
Para acercarse a la comprensión de este fenómeno tan complejo, hay que vincular a la religión con la abstracción, con el desarraigo de la abstracción, por los lugares de la abstracción de la máquina, la técnica, la tecnocracia y la trascendencia teletecnológica. Es necesario pensar en todas esas abstracciones que ligan a la religión con el ciberespacio, la digitalidad, el espacio virtual y los temas de la economía que nos es impuesta. Respecto de todas esas fuerzas de abstracción y de disociación, como el desarraigo, la desencarnación, la formalización y la telecomunicación, la religión se encuentra a la vez en un antagonismo reactivo y en una posición reafirmante. Allí donde el saber y la fe, la tecnociencia (capitalista y fiduciaria), la creencia y el crédito, la fiabilidad, el acto de fe, han actuado de común acuerdo precisamente en el sitio donde hacen nudo su alianza y su oposición.
El retorno de la religión —sigo a Derrida— solo sorprende a quienes parten ingenuamente o tal vez inconscientemente del desconocimiento de la oposición religión/razón. Pero la luz de la razón no se opone a la de la fe. No olvidemos que la iglesia católica, recientemente, a través de la encíclica Fides et Ratio,entra en diálogo con este pensamiento. En realidad la luz no es separable de la religión. La luz (phos) emana justo ahí donde está arkhé, que es el principio que manda, que ordena el inicio del discurso filosófico y el de la revelación: posibilidad originaria de manifestación, próxima a la única fuente de luz. En realidad la luz de la razón como la de la fe ―afirma Derrida―, puede ser pensada como una revelabilidad más originaria que la revelación y por lo mismo, independiente de la religión. Para ello parte de un primer prenombre, del lugar del origen de la Fe misma, de la revelabilidad como origen de la luz originaria, de la invisibilidad de la visibilidad. Una revelabilidad originaria que se produce en “un desierto en el desierto”, pero como posibilidad de una religio (respeto) y de un relegere (afirmación), previo al vínculo del religare (vínculo entre los hombres, entre el hombre y Dios). Esta es la condición del vínculo: el alto del escrúpulo (religio), el respeto, la fidelidad a la ley fundante de la cultura (idea pensada desde Freud y Lacan), la responsabilidad, el compromiso de la decisión, de la afirmación (relegere), que se vincula a sí misma para vincularse a otro, para hacer lazo social. Vínculo social, vínculo con el otro, vínculo fiduciario, que precede a cualquier horizonte onto-antropológico. Es un principio que une singularidades puras antes de cualquier determinación social o política, antes de la intersubjetividad, antes de la oposición entre lo sagrado y lo profano. Ciertamente es una revelación, pero como no procede de un mensaje divino, es la abstracción de una revelación dada en el “desierto del desierto”; se trata de una revelación que a pesar de los riesgos que corre Derrida, le parece, sin embargo, que da lugar y principio a todo aquello de lo que se abstrae, por cuanto se trata de la huella de la huella diferida, a fin de no tener que inventar un relato para dar cuenta de la huella primera. Estamos ante la apertura del porvenir, la venida del otro como advenimiento de la ley y la justicia, pero sin prefiguración profética. Es una revelación que ilumina un deseo invencible de justicia y que se vincula a esta espera, que no debe estar asegurada por nada: saber, conciencia, previsibilidad o programa. Es una mesianidad abstracta, sin mesías, que pertenece a la experiencia en general de la fe, del creer o del crédito irreductible al saber, y de una fiabilidad que funda toda posible relación con el otro a través del testimonio, que supone el testigo. Es la justicia, diferente del derecho, la que permite esperar, más allá de los mesianismos, una cultura universalizable de singularidades, una cultura en la que la traducción imposible pueda anunciarse. Se inscribe en la promesa, en el acto de fe que habita todo acto de lenguaje y todo apóstrofe del otro. La cultura universalizable de esta fe, es la única que permite un discurso racional y universal respecto de la religión. Es la fe sin dogma, que se interna en la noche, pero que no podría ser contenida en ninguna oposición entre la razón y la mística. Lo místico que alía la creencia o el crédito, lo fiduciario o lo fiable, lo secreto (místico) con el fundamento, el saber, la ciencia como hacer, la práctica teórica, con la fe y el rendimiento tecnocientífico. Allí, en el lugar preciso donde este principio se funda desfondándose y perdiéndose en el desierto, se pierde la huella y la memoria de su secreto. Por ello, la religión no puede sino comenzar y recomenzar espontáneamente, maquinalmente, mecánicamente, sin ninguna seguridad de horizonte antropo-teológico. Sin ese “desierto en el desierto” no habría ni acto de fe ni promesa ni porvenir, ni espera sin espera de la muerte y el otro. La eventualidad de este desierto que se abre paso desde la tradición judeocristiana, si se ateologiza libera sin denegar la fe, “la racionalidad universal y la democracia política que le es indisociable” (Derrida, Fe y saber. Las dos fuentes de la “religión” en los límites de la mera razón, La religión, Buenos Aires, La Flor, 1997:31).
El segundo prenombre es khôra (como lo designa Platón en el Timeo). Desde el interior abierto de un sistema, de una lengua o de una cultura, khôra situaría “el espaciamiento abstracto, el lugar de exterioridad absoluto”, pero también el lugar de una bifurcación entre dos aproximaciones de desierto. Bifurcación entre una tradición de “vía negativa” que, a pesar de su acta de nacimiento cristiano, concuerda con una tradición griega (platónica o plotínica), que prosigue hasta Heidegger o más allá. Es el pensamiento que es/está más allá del ser. En su cultura y en su historia, su idioma no es universalizable, pues habla en los confines del desierto medio-oriental, en la fuente de las revelaciones monoteístas y de Grecia. Khôra es el nombre de un lugar que no se deja determinar por ninguna instancia teológica, ontológica o antropológica, no tiene edad ni historia y es más antiguo que todas las oposiciones (sensible/inteligible; universal/singular), y ni siquiera se anuncia como más allá del ser (según la vía negativa). Nunca se dejará sacralizar, santificar, humanizar, cultivar. “Radicalmente heterogénea a lo sano y a lo salvo, a lo santo y a lo sagrado, nunca se deja indemnizar”. No se puede decir en presente porque nunca se presenta. No es ni el Ser, ni el Bien, ni Dios, ni Hombre. Siempre habrá sido y ningún futuro anterior habrá podido doblegar una khôra sin fe ni ley; resistencia infinita, un cualquier/radicalmente otro sin otro. Khôra es un nombre griego que dice eso inmemorial de un “desierto en el desierto”, para el que no es ni umbral ni duelo. Tenemos pues, un empuje hiperbólico entre dos originalidades, entre dos fuentes, el orden de lo revelado y el de lo revelable, y es a la vez la eventualidad de toda decisión responsable y de otra “fe reflexiva” (Kant), otra tolerancia (no solo cristiana) y en relación con la moralidad pura cristiana. Igual que las Luces fueron de esencia cristiana. Con la experiencia del desierto en el desierto, concuerda otra tolerancia que respeta la distancia de la alteridad infinita como singularidad. Y este respeto sería aún religio, como escrúpulo, desde el umbral de toda religión, como vínculo de la repetición consigo misma, desde el umbral de todo vínculo social o comunitario. Antes y después del Logos, el comienzo, antes y después de las Sagradas Escrituras.
Para Derrida, la religión es la respuesta, pues no hay respuesta sin principio de responsabilidad: responder al otro, ante el otro, y de sí. No hay responsabilidad sin fe jurada, sin compromiso, sin juramento, sin algún sacramentum. El empeño de una promesa juramentada, presupuesta en el origen de todo apóstrofe, venido del otro mismo a su atención, al poner a Dios como testigo, incluso sin ser nombrado, en la promesa del compromiso laico, el juramento lo produce, lo invoca y lo convoca, engendrado e inengendrable, presencia y ausencia. Sin Dios no hay testigo absoluto. La atestación y el testamento. Dios es el testigo presente-ausente de todo juramento o compromiso posibles.
Derrida insiste. Nos engañaríamos con el “retorno de lo religioso” si seguimos oponiendo la razón a la religión, la modernidad tecnocientífica a la religión. El desarrollo de la razón crítica y tecnocientífica no se oponen a la religión, la soportan y la suponen. La religión y la razón tienen la misma fuente: el compromiso testimonial que incita a responder ante el otro de la tecnociencia. Es la misma fuente única que se divide y se opone a sí misma: dos fuentes en una. Tal reactividad es un proceso de indemnización sacrificial que intenta restaurar lo sagrado que ella misma amenaza.
En realidad la religión ha estado y está en el curso de una apropiación hiperimperialista desde hace siglos, en el derecho internacional y la retórica política mundial. Todo el vocabulario religioso: el culto, la fe, la creencia, lo sagrado, lo santo, lo salvo, indemne, son conceptos cristianos. Pero la religión no sigue ya el movimiento de la fe en Dios; su relación esencial con la fe en Dios no es algo de suyo. Inversamente, toda fe jurada no se inscribe necesariamente en una religión, a pesar de que en esta se cruzan dos experiencias religiosas: 1) la creencia (el crédito, lo fiduciario o lo fiable), y 2) la experiencia de lo indemne, la sacralidad o la santidad. Hay que distinguir estas dos fuentes de lo religioso. Se pueden asociar pero nunca confundir. Es posible santificar lo indemne o estar en presencia de lo sacrosanto sin poner en obra la creencia, la fe, como asentimiento al testimonio del otro, inversamente si este asentimiento de la fianza conduce más allá de la presencia de aquello que se dejaría ver, tocar, ya no sería sacralizado. Ya se trate de sacralidad o de fe, el otro hace la ley, la ley es el otro/a y es llegarse/rendirse al otro. A cualquier otro y al radicalmente otro. Se trata de dos fuentes distintas de la religión, que simboliza su elipse (la fe y lo sagrado), abarcando ambos focos, más porque a veces silencia su irreductible realidad. Cualquiera que tome partido en el debate del retorno de lo religioso ―sostiene Derrida― debe recurrir a esta elipse y sus dos focos (la fe y lo sagrado).
Las máquinas contra las que se combate, tratando de apropiárselas, también son máquinas que destruyen la tradición histórica. Es posible que desplacen estructuras tradicionales de la ciudadanía, que borren fronteras del estado y de las lenguas. Ante esto se presenta la reacción religiosa (rechazo y asimilación), dos vías en apariencia antitéticas, que pueden oponerse y aliarse con una tradición democrática: ciudadanía nacional, patriotismo, apego al Estado-nación, etnocentrismo, iglesias y autoridades de culto, además de la protesta universal, cosmopolita o ecuménica: ¡creyentes de todos los países uníos contra la teletecnología! (Derrida, Fe y saber. Las dos fuentes de la “religión” en los límites de la mera razón, La religión, Buenos Aires, La Flor, 1997:91-92). Una internacional que solo se desarrolla dentro de los circuitos que combate y con las armas del adversario. Pero la salvación ―advierte Derrida―, tanto de lo sano y lo santo, también de la salud, se encuentra en la paradoja de una nueva alianza entre lo teletecnocientífico y las dos fuentes de la religión (la fe y lo sagrado). Por eso, siempre se podrá criticar una forma de sacralidad o de creencia, incluso de una autoridad religiosa, en nombre de lo más originario, de la fe, el testimonio, de la fidelidad, de la revelación o las tablas de la ley. Este sería el lugar, antes o después de todas las Luces del mundo, de la razón, la crítica, la ciencia, la teletecnociencia, la filosofía, que conservan el mismo recurso que la religión en general.
Más allá de la cultura, la experiencia del testimonio sitúa la confluencia de las dos fuentes de la religión: lo sagrado y lo fiduciario (el crédito o la fe). Esta última no está libre de la técnica, ni de la calculabilidad, pues es coextensiva con todo vínculo social, con todo saber, toda realización tecnocientífica, en sus formas artificiales, proféticas, calculables. La ley de toda esta intempestividad, es la que interrumpe y hace la historia, desbarata toda contemporaneidad y abre el espacio mismo de la fe. Además de que designa el desencanto como el recurso mismo de lo religioso. Recordemos que para Goethe la esperanza solo es para los desesperanzados.
Para Derrida nada es más riesgoso que sostener un discurso sobre la época del desencanto, la era de la secularización, el tiempo de la laicidad. Justo porque es la posibilidad del “mal radical” la que destruye e instituye a la vez lo religioso. Con Unamuno y Derrida debemos advertir que no hay futuro sin esperanza, por lo que debemos salvarnos, más allá de las dicotomías metafísicas modernas, con todas las Luces de la fe y la razón.
IV.
Volviendo a Unamuno, después de reactualizarlo al lado de Derrida, nada como leer e interpretar El Cristo de Velásquez (1920), ese largo poema de Unamuno del que José María Cosío llega a decir que “es el más importante poema religioso escrito en castellano desde nuestros grandes siglos de oro español”. Cada parte contiene un número de estrofas irregulares de endecasílabos no rimados. Por su inspiración, anuncia y prepara La agonía del cristianismo.
El fervor del largo monólogo del poeta arrodillado ante el Cristo crucificado lo lleva a una meditación sobre la Pasión, presentada como Los nombres de Cristo de Fray Luis de León. Ante el Cristo de Diego Velásquez (1638), el poeta susurra su profunda oración:
¿En qué piensas Tú, muerto, Cristo mío?
¿Por qué ese velo de cerrada noche
de tu abundosa cabellera negra
de Nazareno cae sobre tu frente?
Cada capítulo encierra una extraña perfección, cual enumeración prodigiosa de todos los atributos espirituales y plásticos del Maestro, ante el que no queda más que postrarse a sus pies, con la mirada sumergida en Él, implorando ayuda para cuando llegue la hora final y entre en “el claro día que no acaba”. Poema sobrecogedor, como el II de la segunda parte:
¡Se consumó! Gritaste con rugido
cual de mil cataratas, voz de trueno
como la de un ejército en combate
—Tú a muerte con la muerte—; y tu alarido
de Alejandría espiritual… las poternas te abrió.
Un poema que termina:
Quiso sentir lo que es morir tu Padre,
y sin la creación vióse un momento
cuando doblando tu cabeza diste
al resuello de Dios tu aliento humano.
¡A tu postrer gemido respondía
sólo a lo lejos el piadoso mar!
No han sido pocos los que niegan a Unamuno su calidad de poeta por su bronca voz, por la frecuencia del concepto y el escaso verso. Ciertamente en vano trabaja versos de once sílabas que no pasan de diez o suman doce. A pesar de todo, Unamuno es uno de los poetas líricos más profundos del siglo XX español, por su profunda comprensión del significado de la vida humana, sus pesares y sus esperanzas.
Unamuno dejó una sola obra inédita, el Cancionero (1953), que había estado escribiendo día tras día durante nueve años, desde el 26 de febrero de 1928 al 28 de diciembre de 1936. Un diario poético, pleno de intimidades espirituales, donde reaparecen sus motivos ideológicos, humanos, religiosos y teológicos permanentes, en el cual llega al fondo de sí mismo y del mundo, en el que renace el fondo vasco de su niñez y de su raza, el salmantino de sus años creadores, el sentido español de la historia en sus ciudades, la vida doméstica y los afectos familiares, los juegos de palabras tratando de encontrar su último sentido, el amor a la naturaleza en lo más grande y en lo más pequeño, todo teñido del sentimiento agónico de la vida. Un tema esencial insiste: la vida es el correr de las horas y cada una es la última (como muriendo se vive, cada noche trae la paz de la cuna. La muerte y la trascendencia es su canto interminable:
Se alarga a morir la sombra; el cielo va a echar estrellas;
a soñar me llama, madre, desde su entraña la tierra.
Volveré a vivir la vida que ya viví, por entregas
resucitaron mis muertos.
En el Cancionero, Unamuno es una súplica constante de volver a vivir la vida ya vivida:
Vuelvo a cantar mi primera canción…
al alba de mi vida cantando se cerró
y hoy en mi dulce ocaso se me abre la canción.
Un tema permanente es el horror al vacío, al no ser, a la nada: el ansia de eternidad. Ansia de grabar en la eternidad el sello de la perennidad. Mas allá del tiempo, cada instante queda tallado en un verso:
¡Sálvame, Señor, de dudas!
¿guardarás al que te amó?
¡Dios mío, ven en mi ayuda
que me arrebatan mi yo!
El Cancionero no es solo un diario poético para desahogar su alma, sino una poética filosófica que ahonda en la raíz trágica de la existencia que canta para salvar la vida. El Cancionero es un testamento práctico que evoca los cantos de Walt Whitman:
Y os llevo conmigo, hermanos
para poblar mi desierto;
cuando me creáis más muerto
retemblaré en varias manos.
Aquí os doy mi alma-libro
Hombre-mundo verdadero;
cuando vibres todo entero,
soy yo, lector, que en ti vibro.
Entre las mil setecientas cincuenta y cinco composiciones cortas que forman el libro, hay aforismos que no logran ser versos, pero cuyo valor testimonial es tan vibrante como el último pensamiento, escrito tres días antes de su muerte:
Morir soñando, sí, más si se sueña
morir, la muerte es sueño; una ventana
hacia el vacío; no soñar; nirvana; del tiempo al fin la eternidad se adueña.
Vivir el día de hoy bajo la enseña
del ayer deshaciéndose en mañana;
vivir encadenado a la desgana
¿es acaso vivir? Y esto ¿que enseña?
¿Soñar la muerte no es matar el sueño?
¿Vivir el sueño no es matar la vida?
¿A qué poner en ello tanto empeño
aprender lo que el punto al fin se olvida
escudriñando el implacable ceño
—cielo desierto— del eterno dueño?