
por Elena S. Gaytán
Desde que leí Superman es árabe de Joumana Haddad, comenzó la discusión que no ha sido resuelta en mi mente: ¿se puede pertenecer a una religión y ser feminista a la vez? Para Haddad era un no. El islam y el feminismo no son compatibles, y yo no soy musulmana. Aun así, la religión occidental en la que me crie, de una u otra manera, está revuelta en las decisiones que he tomado. A pesar de muchos libros que he leído que tocan esta cuestión, parece que es complicado zanjar el tema. Es imposible ignorar que uno de los mayores enemigos del feminismo es la religión, pues la mayoría —no sé de ninguna que no sea así— son patriarcales.
Recuerdo una anécdota que dijo un predicador en uno de los servicios del templo al que asistía. Un “ninfómano” se había convertido al cristianismo y asistía habitualmente a la iglesia, donde se congregaba una “hermana” a la que le encantaba usar una falda muy apretada que pronunciaba sus curvas. El predicador narró cómo el “pobre hombre”, víctima de semejante “hija de Satanás”, recaía en su pecado sólo para tener un final trágico que involucró su despanzurramiento en las vías del tren. Tras contar esta historia, el predicador instó a las mujeres a vestir recatadamente dentro y fuera del templo, para evitar ser “piedras de tropiezo”.
En la religión, no se nos deja ser putas, porque ser “putos” se ve bien sólo en los hombres; pero tampoco se nos deja ser santas, porque eso también está reservado sólo para ellos.
El Papa y lo más top de la Iglesia Católica debe estar conformado por hombres; la idea de una Papisa genera una controversia inexplicable en la sociedad. La Pontífice (2009), una película europea basada sobre la leyenda popular de la Papisa Juana, que trata sobre una mujer que llega a lo más alto de Roma ocultando su sexo, es una ejemplificación de ello. De acuerdo con la leyenda, su papado se situaría entre los años 855 y 882 después de Cristo.
El protestantismo tampoco está curado de esto. De hecho, suelen ser más extremistas en estos tiempos, pues carecer de la hegemonía en la religión ha hecho que se aparten del sincretismo cultural que ha sido beneficioso a la Iglesia Católica. De todas formas, ambas ramas del cristianismo tienen como regla inquebrantable lo escrito por Pablo, el sexista, en 1 de Corintios 14:33-35:
Vuestras mujeres callen en las congregaciones; porque no les es permitido hablar, sino que estén sujetas, como también la ley lo dice. Y si quieren aprender algo, pregunten en casa a sus maridos; porque es indecoroso que una mujer hable en la congregación.
Claro que las mujeres no están del todo excluidas del reino de los cielos. Podemos ser monjas, o las esposas del pastor. A simple vista parece ser similar en cuanto a los lineamientos “más generales”: las monjas renuncian a la vanidad, al lujo, a la vida social y sexual. Monjas y sacerdotes se consagran a Dios de la misma manera. La esposa del pastor a menudo es considerada una mujer sabia, consejera, con la misma devoción espiritual que su marido. Sin embargo, ambos papeles son secundarios. Jamás llegaremos a ser dirigentes de una capilla, parroquia, catedral o congregación.
El problema que tenemos nosotras con la religión es que siempre seremos las segundonas.
Similar al síndrome de Estocolmo, donde las víctimas se enamoran de sus victimarios, las mujeres cristianas hallan comoejemplo a seguir los papeles insignificantes que les da el cristianismo.
Por eso es común observar en las iglesias protestantes a las hermanas con sus velos y faldas largas, asintiendo y diciendo “amén” cuando un ministro les predica desde el púlpito sobre la belleza y sumisión de Esther, y levantan la mano y le piden a Dios ser como ella, sin saber la terrible negación a la que se están sometiendo, por eso Jezabel es aborrecida, Eva es vapuleada, María es exaltada por su virginidad y María Magdalena es una ex prostituta salvada. La que inducía a Acab a “pecar” era su esposa, Jezabel; la que orilló a Adán a pecar fue Eva, quien salió de sus costillas; lo que permitió a María su embarazo divino es que no había sido desposada por José y lo que reivindicó a María Magdalena fue su conversión a Jesús.
Los capítulos de la Biblia legitiman la consigna de que nosotras somos la piedra de tropiezo —siempre lo hemos sido— del hombre, que sin él no seríamos nada; que las mujeres tenemos la culpa de sus errores, y que, si tienen éxito, se nos manda a vivir en el anonimato. Bien dice Virginie Despentes en Teoría King Kong (2006), la mujer nunca es pública:
Emanciparse, hacer lo que no debe hacerse, ofrecer la intimidad, exponerse a los peligros de ser juzgado por los otros, aceptar la exclusión del grupo. Más en concreto, como mujer: convertirse en una mujer pública (…) En conflicto evidente con la posición que se nos asigna tradicionalmente: mujer privada, propiedad, mitad y sombra del hombre (p.99).
Al principio de mi acercamiento al feminismo le preguntaba a mi mamá por qué la desigualdad en cuanto a nuestra posición en la religión. Mi madre me decía que no pensara de más, porque era el principio de la locura. La religión está peleada con la razón. Después de todo lo que he pasado, de las contestaciones de los líderes de la iglesia a la que asistía, de las discusiones acaloradas por redes sociales con mis conocidos religiosos, puedo decir que el conocimiento siempre ha sido el pecado original. El conocimiento es como la prostitución para ellos, supongo. Por eso las mujeres pensantes jamás nos conformaremos con la religión, que sólo es fe sin explicación. Las mujeres que cuestionan, nosotras, somos públicas.
Cuando arrebatamos el papel que normalmente desempeña el hombre, viene una montaña de adjetivos para descalificarnos. Cuando buscamos los mismos derechos, no nos volvemos mujeres decididas, sino egoístas. Somos egoístas al querer que respeten nuestro derecho a decidir sobre nuestros cuerpos, por decir que “no” cuando el hombre en turno está caliente, por no quedarnos en casa, por preferir la vida pública antes que el infierno de una habitación solitaria. Pero que nos digan egoístas no debe molestarnos, porque los hombres siempre han sido así.
Para legitimar que las mujeres no tuvieran liderazgo en la Iglesia, crearon a Dios a su imagen y semejanza. Después de todo, si el canon bíblico está hecho por hombres que escogieron por afinidad los textos de hombres, es normal que se haya designado al Ser Supremo como Hombre. Y el error imperdonable es que nosotras aceptamos que Dios es Hombre.
Con la inconformidad y la molestia de ser las eternas segundonas, comenzaremos a cuestionarnos por qué el cristianismo está tan obsesionado con la idea de que Dios, un ser cuyas características son ser omnipotente, omnisciente y omnipresente, sea hombre, cuando lo más “lógico” sería que estuviera más allá de los géneros. Queremos un Dios genderfluid, o un Dios intersexual. Eso sería menos blasfemo que lo que pregona el cristianismo actual, pues si Dios se limitara a un género, no sería todopoderoso.
Haddad tenía razón cuando escribió que la religión es patriarcal, pero eso no significa que no pueda reestructurarse. Para que se logre hacer un cambio en el cristianismo, es necesario meternos en la cabeza que ser feminista y cristiana sí es una contradicción, pues el Dios del cristianismo no representa a las mujeres al tener un género asignado; si no empezamos desde la cúpula, poco —o nada— se podrá hacer al respecto.
*Elena S. Gaytán
(Monterrey, 1997). Mujer antes que todo, fiel a Sylvia Plath y a su poesía, ser humano en constante deconstrucción. Admiradora de Marilyn Monroe, pero no por eso menos real. Es ella, existiendo.
me es lógico, después de un tiempo, algunas mujeres eligen la razón antes que la religión.