
Ha muerto Harold Bloom, tal vez el último escritor que podía levantar la pesada armadura de la crítica literaria tradicional, alguien diestro en el ataque y la defensa. Protector y ofensor. Custodio del camposanto de la literatura y heredero de las empresas titánicas de Erich Auerbach. Esta despedida no podía ser un florilegio de alabanzas: él mismo se hubiera opuesto rotundamente. Creo que no hay mejor manera de escribirle un obituario a Harold Bloom que la discusión de su legado. Porque Bloom no sólo emitió veredictos sospechosos y provocadores; supo cuestionar y poner sobre la mesa asuntos fundamentales para los estudios literarios.
Bloom apareció en el horizonte de la crítica en pleno apogeo del estructuralismo al mediar el siglo XX. La meta consistía entonces en elaborar la dichosa teoría literaria y encontrar, de paso, la esencia que volvía al texto en obra de arte (esa famosa “literaturiedad” que habían pergeñado los formalistas rusos décadas atrás). La búsqueda de la inmanencia, en pocas palabras. Así, Bloom cruzó los pantanos del New criticism, del estructuralismo y del postestructuralismo sin “mancillar” su plumaje. Hizo uso del instrumental teórico en boga, siguió planes de estudios, supervisó tesis, cumplió, en pocas palabras, con su rol de académico; pero aventuró sus propias hipótesis. Si Barthes había matado al autor, él lo resucitó, pero lo hizo a través de sus angustias: de la prolongación infinita de pulsiones parricidas. Llevó a la reflexión literaria a los terrenos de la invención creativa con su “Manifiesto de la crítica antitética”; rescató del limbo a la obra crítica de Samuel Johnson (Bloom fue sin duda el lector que Johnson merecía y, por eso y otras cosas, le estaremos siempre en deuda); trazó la herencia del Montaigne hasta el psicoanálisis; y en un acto de soberbia astrología construyó el sistema solar de la literatura occidental colocando en el centro a Shakespeare como un astro fulgurante y eterno.
En ese sistema planetario, la literatura latinoamericana era apenas un satélite lejano, frío y oscuro. Es verdad que fue un lector atento de Borges y que Neruda y Paz le merecieron algunos comentarios, pero no pasaron de ser una nota al pie de su célebre obra: El canon occidental. La escuela y los libros de todas las épocas. Libro basado en la nostalgia, pero sostenido en la provocación y el desafío: ¿es posible todavía una tabla valórica universal de lo literario? Y más todavía: ¿podemos justificar nuestra selección en la originalidad y la extrañeza? El mismo Bloom nos ofreció una respuesta: “Un signo de originalidad capaz de otorgar el estatus canónico a una obra literaria es esa extrañeza que nunca acabamos de asimilar, o que se convierte en algo tan asumido que permanecemos ciegos a sus características”.
Harold Bloom no era un simple tradicionalista o un conservador a ultranza que defendía lo indefendible (aunque a veces lo fuera y en grado superlativo), era un crítico con extraordinarias capacidades lectoras que reinstalaba en la discusión pública las funciones de la lectura individual, el goce estético y el canon literario. Para él, la literatura sólo podía leerse desde de la propia condición de lo literario, esto es: desde su supuesta autonomía estética; cualquier otra lectura caía en lo que solía denominar como la “escuela del resentimiento”. En uno de los mejores ensayos que he leído sobre su obra y la repercusión en nuestros lares (El canon y sus formas: la reinvención de Harold Bloom y sus lecturas hispanoamericanas), Ignacio Sánchez Prado sostenía con lucidez que la tesis bloomiana del canon “representa una instancia crítica que problematiza muchos de los supuestos críticos de los paradigmas actuales y que descartarlo de tajo implicaría cerra la puerta a una serie de discusiones pertinentes a los estudios literarios”.
Tal vez uno de esos temas sea la cuestión del valor. ¿Cómo dar cuenta de la calidad de una obra? O, en otras palabras: ¿cómo sostener la noción de lo literario sin caer en un esencialismo trasnochado? Ahora que estamos despidiendo a Harold Bloom, a ese interlocutor incómodo que se asomaba a nuestros escritos para cuestionarnos si estábamos haciendo crítica literaria o, en lugar de eso, simplemente estábamos cayendo en la antropología o la sociología de la cultura; ahora, repito, debemos recordar que trabajamos con esa materia peligrosa que es la literatura y que necesitaremos de esa determinación y terquedad que tuvo Bloom, pero no para defender el canon, sino para explorar las infinitas posibilidades de expresión y representación que suelen quedarse fuera de su restringido y exclusivo territorio.