
Los estudios sobre “lo mexicano” constituyen una expresión sobre la cultura dominante. Esta cultura política hegemónica se encuentra ceñida por el conjunto de redes imaginarias de poder, que definen las formas de subjetividad socialmente aceptadas y que suelen ser consideradas como la expresión más elaboradas de la conciencia nacional.
Roger Bartra. La jaula de la melancolía.
El problema filosófico de la identidad es amplio y complejo, susceptible de ser analizado bajo diferentes enfoques de acuerdo al direccionamiento teórico del objeto de estudio que alude. En la línea de los estudios de la antropología cultural la identidad aparece como un referente de la pertenencia y de la adscripción de los sujetos en referencia a «su ser ahí» como totalidad, que refiere Heidegger (1971). El ser ahí (Dasein) es además «mitsein», ser con otros a partir de los cuales se construye la dialéctica de su propia identidad.
Tales antecedentes nos sirven, en este escrito, para realizar una exploración —una más que se entrelaza con una fuerte tradición sobre el tema—, para hablar, pasados los días patrióticos, de un ejercicio que, quizás allende el tiempo, en la confluencia de las identidades diversas de la globalización y el multiculturalismo, convendría replantear, siguiendo una línea de pensamiento trabajada intensamente en su momento por el grupo Hiperión en la década de los cincuenta bajo la influencia del historicismo, la fenomenología hermenéutica y el existencialismo, por la pregunta: ¿Qué somos (hoy) los mexicanos? ¿Tiene sentido —como escribe Roger Bartra (2005)— ser mexicano en el siglo XXI?[1]
Me propongo, ante tal empresa que sólo puede asumir la identidad de un principio de ensayo a) trazar algunas líneas generales de interpretación respecto a la génesis de la idea de “México”, lo “mexicano” y “los mexicanos”, desde un concepto abierto de “identidad” que entrevera elementos filosóficos, literarios, históricos y sociales. Para ello, en este punto, me propongo b) hacer un recorrido que bosqueja un mapa general de la conformación de un ethos específico del ser mexicano; del devenir de esta idea y del imaginario creado sobre un concepto de “identidad nacional”, desde la Revolución Mexicana hasta el presente, en el contexto de la globalización, el neoliberalismo y la llamada “sociedad de la información” o “sociedad del conocimiento”. Es en este contexto donde sostengo que el concepto de identidad pierde su densidadaparente, su eventualidad y uniformidad, situación quenos obliga a pensar, de nueva cuenta, su(s) significado(s).
Hagamos un primer ejercicio imaginativo: ¿Qué somos, quiénes somos, para ustedes, lectores que comparten mayoritariamente el «mitsein» heideggeriano, los mexicanos? ¿Qué representamos? Leamos críticamente la referencia cultural inmediata de Octavio Paz, comparémosla con nuestra (su) experiencia. ¿El imaginario coincide o no? ¿Dónde se bifurcan los sentidos? ¿Dónde se agotan u renuevan? Avancemos entonces.
I. La construcción de la identidad
El tópico de la identidad aborda aspectos que imbrican diferentes discursos, disciplinas, contextos, realidades. La identidad es, como expresa Villoro “…un término multívoco que supone la síntesis de múltiples imágenes del sujeto en una unidad” (1998:65), y que se construye con él y (los) otro (s). Hablar de “identidad nacional” implica algo más que la simple pertenencia a una comunidad, pues esta se construye a través de distintas interacciones y, por tanto, se funda en una diversidad de factores y relaciones, por lo que propiamente podemos hablar, como señala Giménez (2000) de “identidades colectivas” que presentan rasgos multivariados. Desde una perspectiva sociológica, siguiendo a Bourdieu, la identidad resulta ser entonces: “…la representación que tienen los agentes (individuos o grupos) de su posición (distintiva) en el espacio social y de su relación con otros agentes (individuos o grupos) que ocupan la misma posición o posiciones diferenciadas en el mismo espacio” (Giménez, 2000:70). Para Mandoki, sin embargo, las pretensiones unitarias de identidad siempre son subjetivas:
…entiendo por identidad el revestimiento del que se envuelve la subjetividad para presentarse a los otros e integrarse a cada contexto social en que se despliega. La identidad es la piel social de la subjetividad. Esto quiere decir que la identidad es líquida y móvil, por así decirlo, además de ser plural y en buena medida colectiva. No poseemos lo que se dice “la identidad” en estado sólido y número singular que se aglutinaría en torno a un nombre y una biografía. Las subjetividades se asoman, se conforman y se presentan envainadas en distintas identidades por las diferentes situaciones en que se materializan para hacerse perceptibles.[2]
La identidad se liga fuertemente con el mito, base de la cultura y con la política, fundamento del orden social que también deviene mito y forjador de identidades. Hablar de la identidad del mexicano remite a entender el papel que el mito ha jugado en la construcción de nuestra idea de nación y de nuestro imaginario social. Cimiento de la cultura, el mito desempeña una función central en el reconocimiento de lo que fuimos y de lo que somos. Para los mayas, según relata el Popol Vuh, el hombre verdadero es el creado a partir del maíz: de masa blanca y de masa amarilla se hicieron 13 jicaritas y de ahí el músculo, la sangre y los huesos del hombre. Hablar del maíz en la cultura mesoamericana es “hablar de nosotros, de nuestros ancestros, de nuestras deidades, de la madre Tierra, de nuestras tristezas y alegrías. El maíz es unión a través de las ceremonias y fiestas. El maíz mata el hambre y arrulla nuestros sueños. Maíz, bosque, lluvia, tierra, sol, vientos y deidades son uno solo para el hombre maya.” El mito de la fundación de Tenochtitlán, cuna de la cultura azteca, remite por su parte a un águila posada sobre un nopal devorando una serpiente. El mito, su imagen, se proyecta a través de la historia. México, por su etimología náhuatl «lugar en el ombligo de la luna», construye sus símbolos identitarios sobre la base del mito y los proyecta en su presente.
La conquista de México y el colonialismo español son incapaces de desterrar por completo los mitos originarios de las culturas indígenas, aunque crean otros nuevos, ligados a un nuevo sentido de religiosidad que, a través de la Virgen de Guadalupe, pretenden la conversión de los naturales. Instrumento efectivo en la evangelización cristiana, la Virgen de Guadalupe, la “Virgen morena”, se transfigura, en la lucha de Independencia, en estandarte de la rebeldía criolla, indígena y mestiza, como nos lo evidencia la imagen de Miguel Hidalgo y Costilla llamando a la rebelión. La identidad del México independiente y de “lo mexicano” se constituye entonces en la fusión de las tradiciones, en su resignificación y dinamismo. Identidad no sólo es historia, es paisaje, geografía, mares, montañas, desiertos, ritos, mitos, alimentos y sobre todo lenguaje, que conforman una forma de ser, un volksgeist propio, único, diferenciado. “El lenguaje es la casa del ser”, “El ser es lenguaje”, puntualiza Heidegger.
La vida independiente de México crea también sus propios mitos y conforma nuevas identidades: la lucha contra las intervenciones norteamericana (1846-1848) y francesa (1862-1867) terminan de construir la idea de nación y de sus héroes. Entre los éxitos y fracasos de sus protagonistas, en medio de traiciones y sacrificios, la historia donde nos reconocemos tiene como protagonistas a los Niños Héroes y Benito Juárez, a Santa Anna e Ignacio Zaragoza, al Batallón de San Patricio y Porfirio Díaz, general que, triunfante en la Guerra de Reforma “pacifica” al país durante tres décadas e instaura, con la fuerza de las armas y la filosofía positivista, un nuevo mito: el de la paz social en México por medio del “orden y el progreso”. Latinoamérica experimentará, en su proceso de modernización, otras experiencias semejantes. Porfirio Díaz, presidente de México (1876-1910) promueve la modernización, pero no la democracia. México, nación campesina, rural, ignorante, pero llena de gloria histórica, no está preparada para la democracia, necesita guía, orden, tlatoani, señor que la conduzca. La nación funciona sobre la base del mito de la grandeza del pasado y la ceguera de la miseria del presente, cualquier similitud con la actualidad NO es mera coincidencia… ¿Qué es México entonces, qué es lo mexicano, sino su devenir en el tiempo? ¿Esencia o existencia del ser mexicano?
II. La Revolución Mexicana y los nuevos mitos identitarios
La Revolución Mexicana agota la pax porfiriana y genera nuevos mitos y referentes identitarios: “Pancho” Villa y Emiliano Zapata, Francisco I. Madero y Venustiano Carranza conforman el imaginario cívico de este capítulo histórico para todo mexicano. Hoy estos mitos navegan y desbordan el imaginario local. Se translocalizan y transforman en diversos usos rituales y políticos. La imagen de Villa, multiplicada en la afición del mujeriego general a tomarse fotos, puebla las cantinas para atraer la buena suerte; Zapata fue, y continúa siendo, la fuerza moral detrás de los movimientos campesinos: «Votan Zapata»: en el eslogan: “Zapata vive, la lucha sigue… ¡Tierra y libertad!”.
Entre el mito y el rito, la Revolución Mexicana, junto con la Revolución Bolchevique de 1917, representa uno de los más grandes e importantes movimientos sociales del siglo XX que tuvo un hondo impacto más allá de lo político o social, de tal forma que se puede hablar de “efectos globales” en la identidad, en el ethos de un pueblo que, como el mexicano, vio redimensionado, en la experiencia del enfrentamiento armado, el conjunto de su propia realidad y, por ello, de su autopercepción.
En el orden del pensamiento, el discurso filosófico representa a su vez un conjunto de ideas que se materializa e influye a través de diversos canales en la vida de una comunidad política y en la circunstancia social en que se manifiesta. En el caso mexicano, la filosofía se hace presente en forma mucho más tangible (sin negar su presencia en el pasado colonial o precortesiano) desde finales del siglo XIX y luego a inicios del siglo XX con la introducción del positivismo comtiano, adaptado por Gabino Barreda, a lo que Leopoldo Zea denominará como “la circunstancia mexicana”.[3]
Originalmente destinado a servir como un proyecto de transformación de la mentalidad y de la vida de la República restaurada bajo los principios del liberalismo y sus valores, pues en principio representa una ideología combativa del orden conservador, el positivismo se convirtió en una doctrina legitimadora de la dictadura porfirista y en la expresión de un grupo social, el de la naciente burguesía mexicana y de su intelligentza, es decir, de su intelectualidad orgánica.[4] Al analizar los elementos presentes en el Estado, Arnaldo Córdova señala que: “…en el porfirismo encontramos claramente… por un lado, el fortalecimiento del poder nacional mediante su transformación en poder personal [del cual deriva el presidencialismo mexicano] y la sumisión, por grado o por la fuerza, de todos los elementos opuestos a este régimen, o a la conciliación de los intereses económicos en una política de privilegios, de estímulos y de concesiones especiales”.[5] En este sentido cabe entender también la acción y cohesión del grupo de los “científicos” porfiristas, principales beneficiarios e ideólogos operativos de este proyecto de progreso capitalista en la nación.
Más allá de la concreción del proyecto positivista en una sociedad orientada bajo las banderas del “orden y el progreso”, de estricta base piramidal, y con un férreo control político, lo que importa destacar en este punto es el papel que el discurso filosófico planteado por Barreda llegó a tener como base ideológica para la imposición de un programa educativo (y de un orden cultural dominante), el positivista, que recrearía las condiciones para la reproducción de dicho orden social. El ethos y el telos positivista se materializó con el paso del tiempo en un modelo formativo, educativo, que, si bien se sustentó sobre la base de una visión “científica” de la sociedad y la naturaleza, lo hizo al costo de obviar la estructura de dominación sobre la que se erigió, dejando de lado los aspectos fundamentales de la cultura y de la libertad del espíritu y aún más, en el plano de lo social, apoyándose en argumentos spencerianos para justificar dicho dominio, elitista y explotador de las grandes masas del pueblo mexicano.[6] Aún como pensamiento reactivo podemos señalar un alto grado de incidencia de las ideas filosóficas positivistas en el proyecto sociopolítico hegemónico a principios del siglo XX.[7]
¿Cuál es el imaginario que quiere «superar» el proyecto positivista? Sobre todo la idea del México indígena, premoderno, atrasado, culturalmente inferior en el concierto de las ideas de progreso de Occidente. El positivismo representa un cambio identitario, de autoconceptualización, antropológico. Se tratar de fundar un nuevo mito —el del progreso— para ignorar los viejos mitos.
Frente al proyecto positivista y su imagen complaciente que encubre el dominio político, el surgimiento del Ateneo de la Juventud en 1909, constituido por un grupo de escritores, abogados y filósofos de corte liberal, además de marcar una ruptura con dicha tradición en el ámbito de la cultura, expresa la distancia y la renovación en el terreno de las ideas filosóficas. Sobre la base de una fuerte crítica social al ancient regime, Antonio Caso y José Vasconcelos participan en la Revolución, socavando “la estructura ideológica del régimen porfirista, mostrando su estrechez de miras y su banalidad, su inmoral complicidad con la dictadura”.[8] Resumiendo este espíritu crítico envuelto en una tragedia, la del enfrentamiento revolucionario, Samuel Ramos define la visión ateneísta como “…una sacudida que vino a interrumpir la calma soñolienta en el mundo intelectual de México. Propagó ideas nuevas, despertó curiosidades e inquietudes y amplificó la visión que aquí se tenía de los problemas de cultura”.[9] Frente al determinismo cientificista, el marco especulativo de los miembros del Ateneo de la Juventud (integrado, entre otros miembros por los citados Antonio Caso, José Vasconcelos, Alfonso Reyes y Pedro Henríquez Ureña como sus miembros más destacados) abogó no sólo por la vuelta al hombre concreto y sus problemas existenciales, en su ser-ahí y en su ser-con, sino que también reivindicó el derecho de existencia de la metafísica y de sus preguntas, de cara al pragmatismo, las herencias de la vieja escolástica y el cada vez más decadente pensamiento positivo.[10] No es gratuito que, pasado el movimiento revolucionario, una de las grandes tareas educativas emprendidas por Vasconcelos al frente de la Secretaría de Educación haya sido, precisamente, la difusión masiva de los clásicos de la filosofía y de la literatura. Tampoco resulta extraño que, como señala Mario Teodoro Ramírez, pueda hablarse de un paralelismo entre el estallido de 1910 y el renacimiento del pensamiento filosófico mexicano, en el sentido de que, es justo en ese momento, se origina una verdadera tradición propia, auténtica, más allá de los academicismos, aterrizada, por el contrario, a las circunstancias nacionales.[11] Esta filosofía, de carácter crítico, sobre todo, tiende a influir en el debate de las ideas y a colocarse «a la vanguardia del movimiento cultural mexicano», aquel que, superando la colonización del pensamiento, generará también, colateralmente, marcas de identidad de lo nacional.
La construcción de la identidad a partir de la Revolución Mexicana representó un esfuerzo realizado por múltiples vías. En el ámbito cultural esta se traduciría en una poderosa conciencia del ser mexicano que anima el desarrollo de diversas expresiones artísticas, ya no como fruto de ideas importadas de Europa, sino como búsqueda y renovación de un lenguaje estético propio,[12] que se expresa, entre otros ámbitos, en el muralismo mexicano y en la llamada “novela de la Revolución Mexicana”.
Si en el terreno político el régimen posrevolucionario buscó construir un nuevo mito, el del nacionalismo mexicano, en el contexto filosófico, la pregunta se dirigió hacia el ser mexicano: ¿Quién es verdaderamente el mexicano?, ¿Cuál es, parafraseando a Scheler,[13] «su lugar en el cosmos»?
La respuesta por el fundamento antropológico del mexicano no se puede construir más sobre la negación de sí mismo, sobre su herencia cultural y su tradición. El mexicano no es sólo pasado o presente, sino también porvenir, proyecto. Lo mexicano es, sin dejar de ser universal, español, indígena y mestizo. José Vasconcelos (1882-1959) piensa que cada raza que se levanta debe construir su propia filosofía y, con ella, la defensa de un modo de ser, un ethos específico. “Por mi raza hablará el espíritu”. La defensa de la autonomía intelectual es la precondición de la libertad, del fin de los tutelajes que posibiliten una filosofía propiamente iberoamericana. El problema de la identidad es complejo: el mexicano no es europeo ni indio, no se reconoce en lo uno y en lo otro.[14] Esto, sin duda, genera temores que el mexicano debe superar para cumplir su destino en la conformación de la Raza Cósmica, producto de una pretendida unidad étnica y cultural de los pueblos Ibéricos de la América. Contradictoria en sus finalidades, excluyente en sus propósitos de integración (¿Dónde queda la América no hispana?), Vasconcelos acierta sin embargo en evidenciar un rasgo psicológico de la personalidad de lo mexicano: su carácter dubitativo, el problema de su fe en sí mismo.
Samuel Ramos (1897-1959) intenta superar la visión etnocéntrica de Vasconcelos y desecha, de entrada, la idea de una originalidad única, autorreferencial de la cultura mexicana: “Para creer que se puede en México desarrollar una cultura original, sin relacionarnos con el mundo cultural extranjero, se necesita no entender lo que es cultura. La idea más vulgar es que esta consiste en un saber puro. Se desconoce la noción de que es una función del espíritu destinada a humanizar la realidad”.[15] La cultura mexicana es la cultura universal hecha nuestra, pero que permanecerá vacía, repetitiva, imitadora, en tanto no relacionemos la cultura con la vida.
En El perfil del hombre y la cultura en México (1934), Ramos se pregunta también por el ser del mexicano y establece una detallada descripción psicológica de los rasgos de la personalidad del mexicano a la luz de su devenir histórico. El ¿qué somos? se expresa sin duda en el ¿cómo somos? La imagen que nos refiere Ramos no es complaciente: nuestro ser mexicano deriva de un profundo complejo de inferioridad, que es fruto de una estructura mental alimentada por nuestra circunstancia: se trata de cultura derivada de la imposición de un esquema europeo. Ante esta indigencia, la historia de México y los mexicanos se ha basado en la imitación, en querer ser otros sin poder conseguirlo. La evasión y desprecio de la realidad propia nos lleva a la “autodenigración” y al “sentimiento de inferioridad”. Para compensar esta circunstancia, como mecanismo de defensa ante la existencia inauténtica, el mexicano es agresivo, desconfiado, pedante, machista, inseguro: “La nota del carácter mexicano que más resalta a primera vista, es la desconfianza. Se trata de una desconfianza irracional que emana de lo más íntimo del ser […] El desconfiado está siempre temeroso de todo, y vive alerta, presto a la defensiva. Todo lo interpreta como ofensa (…) de ahí que el mexicano riñe constantemente. Ya no espera a que lo ataquen sino que él se adelanta a ofender.”[16] La descripción fenomenológica de Ramos, ignora, como Vasconcelos, la cultura indígena, esta, según su opinión, ha sido destruida totalmente; más aún, es lastre para todo proyecto futuro de cultura. Crítico del nacionalismo revolucionario, que no es, sino también imitación de ideas europeas,[17] sin objetivos claros, el nacionalismo constituye una evasión de la realidad aunque se plantee como algo original.
El trabajo de Ramos es el antecedente inmediato de la interpretación que Octavio Paz desarrolla en El laberinto de la soledad (1950), donde se ocupa también de la descripción del ethos del mexicano. Paz comparte con Ramos, pese al filohispanismo del segundo, la crítica a la cultura oficial, a sus mitos históricos e identitarios. En él, el mexicano es un ser solitario que se enmascara para no revelar su profunda soledad: “Plantado en su arisca soledad, espinoso y cortés a un tiempo, todo le sirve para defenderse: el silencio y la palabra, la cortesía y el desprecio, la ironía y la resignación”.[18] El poeta nos ofrece una riquísima descripción de este ensimismamiento, de esta autodefensa que, a través de diversos mecanismos, permite al mexicano encerrarse dentro de sí, no revelarse. Los tacos, nuestro alimento principal en México, revelan este ocultamiento: una tortilla que envuelve un misterio.
Estrategia del ocultamiento, la mentira es parte de nuestra cultura. No se trata de una condición ontológica, sino de una práctica habitual de camuflaje, de simulación, eso sí, lo sabemos los mexicanos de este presente, profundamente dañina: “Mentimos por placer y fantasía, sí, como todos los pueblos imaginativos, pero también para ocultamos y ponemos al abrigo de intrusos. La mentira posee una importancia decisiva en nuestra vida cotidiana, en la política, el amor, la amistad. Con ella no pretendemos nada más engañar a los demás, sino a nosotros mismos”. [19] Disimulamos.
La fiesta y la muerte, señala Paz, ocupan un lugar central en nuestra forma de ser. Visión tragicómica de una realidad sustancial, omnipresente para el mexicano. Festejo y muerte, como podría pensarse, no son planos antitéticos para nosotros. Somos ritualidad permanente:
El solitario mexicano ama las fiestas y las reuniones públicas. Todo es ocasión para reunirse. Cualquier pretexto es bueno para interrumpir la marcha del tiempo y celebrar con festejos y ceremonias hombres y acontecimientos (…). En esas ceremonias —nacionales, locales, gremiales o familiares— el mexicano se abre al exterior. Todas ellas le dan ocasión de revelarse y dialogar con la divinidad, la patria, los amigos o los parientes. Durante esos días el silencioso mexicano silba, grita, canta, arroja petardos, descarga su pistola en el aire. Descarga su alma.[20]
El mexicano aparentemente se ríe de la muerte, le aparece, más que como un hecho natural, como un hecho indiferente: los imaginarios sobre la muerte pueblan nuestras canciones y refranes: «Si me han de matar mañana, que me maten de una vez». Esta indiferencia oculta un miedo que se enmascara también de celebración cada año en el Día de Muertos (2 de noviembre) donde vida y muerte conviven festivamente[21], en un escenario multicolor: “El desprecio a la muerte no está reñido con el culto que le profesamos. Ella está presente en nuestras fiestas, en nuestros juegos, en nuestros amores y en nuestros pensamientos. Morir y matar son ideas que pocas veces nos abandonan. La muerte nos seduce”, puntualiza Paz.
En Posdata (1970), Octavio Paz realiza una autocrítica, importante, de la visión esencialista manifiesta en El laberinto de la soledad, que guarda demasiadas similitudes, aunque distancia histórica, de la visión de Ramos: “El laberinto de la soledad fue un ejercicio de la imaginación crítica: una visión y simultáneamente, una revisión. Algo muy distinto a un ensayo sobre la filosofía de lo mexicano o una búsqueda de nuestro pretendido ser. El mexicano no es una esencia sino una historia, ni ontología, ni psicología”.[22]
¿El ser mexicano es esencia o devenir? Una última imagen sobre la identidad que quiero compartir con ustedes es la que perfila Roger Bartra en su libro La jaula de la melancolía (2005). El texto es valioso por diversas circunstancias, quizás la fundamental es por la desmitificación de una idea de identidad fija, rígida, del mexicano. La idea central de Bartra es proponer una antropología sociológica que evidencia la construcción de un imaginario social sobre la identidad que es producto de una cultura política dominante. Dicha cultura hegemónica, presente en los procesos formativos, se encuentra ceñida por el conjunto de redes imaginarias de poder, que definen a las formas de subjetividad socialmente aceptadas, y que suelen ser consideradas como la expresión más elaborada de la cultura nacional. Invención mítica, la identidad es engañosamente ideológica.
Bartra utiliza la metáfora del axolote, una especie de salamandra endémica de México, para representar la dualidad de nuestra condición: el axolote no es ni terrestre, ni totalmente acuático. Su biología implica el cambio y la adaptación, la metamorfosis. En analogía, nuestra concepción de la identidad del mexicano y de su carácter es también cambiante. No existe una esencia preconcebida, sino una necesidad política por definir al mexicano y “lo mexicano”, desde el imaginario cultural y los procesos formativos; es decir, el dispositivo que representa la educación. El estereotipo del mexicano cumple funciones políticas, míticas, rituales.
U no de los mayores aciertos de la postura de Bartra es, a mi entender, y en consonancia con las tesis de Guillermo Bonfil Batalla,[23] el reconocimiento de «los dos Méxicos» en medio de los cuales se constituye el imaginario de la identidad nacional: “Hay dos Méxicos: uno es rural y bárbaro, indígena y atrasado; el otro es moderno y urbano, industrial y mestizo. De esta manera, entre el indio agachado y el pelado mestizo se tiende un puente o una línea que pasa por los principales puntos de articulación del alma mexicana: melancolía-desidia-fatalidad-inferioridad/violencia-sentimentalismo”.[24]
Termino este escrito interrogándome e interrogándoles a la vez, sobre el significado y las consecuencias del descentramiento de los discursos sobre la identidad en relación a la problemática expresa, de nuestro presente, del multiculturalismo; de su compleja relación en el contexto de la globalización y de las nuevas luchas culturales, políticas y sociales, en la defensa del derecho a la diferencia.[25] Recuerdo a propósito, la oportuna expresión de Deleuze: «La lucha por la subjetividad moderna pasa por una resistencia a las dos formas actuales de sujeción, una que consiste en individuarnos según las exigencias del poder, otra que consiste en vincular cada individuo a una identidad sabida y conocida, determinada de una vez por todas. La lucha por la subjetividad se presenta, pues, como derecho a la diferencia y derecho a la variación, a la metamorfosis».[26]
Aprés tout, al referirnos a la identidad… ¿tendremos el poder adaptador y sobreviviente del ajolote?
Referencias bibliográficas
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Córdova, Arnaldo (1997). La formación del poder político en México. Era: México.
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Otras fuentes
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Ortega Esquivel, Aureliano, Corona del Rosal, Javier (2014). Ensayos sobre pensamiento mexicano. Miguel Ángel Porrúa: México.
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Luis (2010). Los retos de la sociedad por
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democracia y multiculturalismo. Fondo de Cultura Económica: México.
[1] Al respecto, sobre un enfoque crítico y vigente de la filosofía mexicana y la filosofía en México, puede consultarse, entre otros textos “Ensayos sobre Pensamiento Mexicano” (2014) de Aureliano Ortega Esquivel y Javier Corona del Rosal (coauts.), Miguel Ángel Porrúa; México.
[2] Katya Mandoki, La construcción estética del Estado y de la identidad nacional; Prosáica III, Siglo XXI editores, México, 2007, 1993, p.4.
[3] Cfr. Leopoldo Zea, El positivismo y la circunstancia mexicana, Lecturas Mexicanas, 81, FCE/SEP, México, 1985.
[4] “Gabino Barreda fue el hombre encargado de preparar a la entonces joven burguesía mexicana para dirigir los destinos de la nación mexicana. El instrumento ideológico de que se sirvió el maestro mexicano fue el positivismo. En el positivismo encontró Barreda los elementos conceptuales que justificasen una determinada realidad política y social, la que establecería la burguesía mexicana. Por las palabras de Justo Sierra se ve como Barreda aparece como el educador de una determinada clase social, y como el positivismo no es otra cosa que un instrumento al servicio de esa educación”. Zea, Op.cit., p.47.
[5] Arnaldo Córdova, La formación del poder político en México, ERA, México, 1997, p.10.
[6] Como lo describe Zea, Manuel Ramos, uno de los ideólogos de la Asociación Metododófila, destinada a difundir las bases del proyecto positivo, se apoya en argumentos de la interpretación spenceriana aplicada al análisis social para justificar el status quo positivista y su negativa a las políticas “asistencialistas” por parte del Estado mexicano, que, por otra parte, no debe sostener instituciones que protejan a los débiles: “Piensa Ramos que en la sociedad no deben sobrevivir sino los más fuertes física e intelectualmente. El Estado no tiene otra misión que la de estimular estas aptitudes y no atrofiarlas concediendo facilidades. Al gobierno no debe preocuparle el que perezcan o no los débiles, ya que ello, a fin de cuentas redunda en bien social, pues no aumentarán los menos aptos”. Zea, Op.cit, p. 175. Para un análisis de la interpretación de los herederos intelectuales de Barreda y su justificación del orden social véase el cap. III Teoría del orden social en algunos positivistas, pp. 166 y ss.
[7] Respecto a la influencia del pensamiento filosófico en la circunstancia social, véase el repaso histórico que desarrolla Mauricio Beuchot en su artículo “la función de la filosofía en México”, en Gabriel Vargas et al, La filosofía mexicana ¿incide en la sociedad actual?, Editorial Torres Asociados, México, 2008, particularmente las páginas 54 y ss.
[8] Mario Teodoro Ramírez, “La filosofía mexicana en la época de la Revolución”, en Filosofía de la Cultura en México, Plaza y Valdés, Universidad Michoacana de San Nicolás Hidalgo, México, 1997, p. 158.
[9] Samuel Ramos, El perfil del hombre y la cultura en México, Lecturas Mexicanas, UNAM/SEP, México, 1987, p. 120.
[10] Cfr. Samuel Ramos, Historia de la Filosofía en México, Colección 100 de México, Conaculta, México, 1993, p. 149 y ss.
[11] “…tomando estrictamente el término “pensamiento filosófico mexicano”, esto es, un pensamiento propia y autónomamente filosófico, hecho en México y con cierto nivel de contextualización crítica, puede afirmarse que él no surge sino hasta las primeras décadas del siglo veinte. Anteriormente la filosofía era trabajada de manera muy secundaria, sin efectos importantes en el campo cultural y mucho menos en el social. Se reducía a la repetición academicista, abstracta, o bien se encontraba desdibujada por su subordinación a otras instancias sociales –a la Iglesia en la escolástica virreinal, a la política en el período de los movimientos nacionales del siglo XIX (Independencia y Reforma) o bien a la educación y a la administración pública en la época de la república restaurada y del porfirismo”, Mario Teodoro Ramírez, Op.cit, p.153.
[12] “Sentíamos la opresión intelectual, junto con la opresión política y económica de que ya se daba cuenta gran parte del país. Veíamos que la filosofía oficial era demasiado sistemática, demasiado definitiva para no equivocarse. Entonces nos lanzamos a leer a todos los filósofos a quienes el positivismo condenaba como inútiles, desde Platón, que fue nuestro mayor maestro, hasta Kant y Schopenhauer. Tomamos en serio (¡oh, blasfemia!) a Nietzsche. Descubrimos a Bergson, a Boutroux, a James, a Croce. Y en la literatura no nos confinamos dentro de la Francia moderna. Leíamos a los griegos, que fueron nuestra pasión. Ensayamos la literatura inglesa. Volvimos, pero a nuestro modo, contrariando toda receta, a la literatura española, que había quedado relegada a las manos de los académicos de provincia. Atacamos y desacreditamos las tendencias de todo arte pompier: nuestros compañeros que iban a Europa no fueron ya a inspirarse en la falsa tradición de las academias, sino a contemplar directamente las grandes creaciones y a observar el libre juego de las tendencias novísimas; al volver, estaban en actitud de descubrir todo lo que daban de sí la tierra nativa y su glorioso pasado artístico”. Pedro Henríquez Ureña, “La influencia de la revolución en la vida intelectual de México”, en La utopía de América, prólogo de Raúl Gutiérrez Girardot, compilación y cronología de Ángel Rama, Biblioteca Ayacucho, Caracas, (1924) p.369, 1989, versión electrónica en http://www.ensayistas.org/antologia/XXA/h-urena/phu3.htm
[13] Cfr. Max Scheller, El puesto del hombre el cosmos, Ed. Losada, Buenos Aires, 2004.
[14] “Bien visto y hablando con toda verdad, casi no nos reconoce el europeo, ni nosotros nos reconocemos en él. Tampoco sería legítimo hablar de un retorno a lo indígena […] porque no nos reconocemos en el indígena ni él se reconoce en nosotros. La América española es de esta suerte lo nuevo por excelencia, novedad no sólo de territorio, sino de alma.” José Vasconcelos, La Raza Cósmica, citado por Samuel Ramos, Historia de la Filosofía en México, Conaculta, Colección 100 de México, México, 1993, p.168.
[15] Samuel Ramos, en Antonio Ibargüengoitia, Filosofía Mexicana. En sus hombres y en sus textos, Porrúa, Col. “Sepan Cuantos”, # 78, México, 2004, p.256.
[16] Samuel Ramos, El perfil del hombre y la cultura en México, Ed. Porrúa, Col. “Sepan Cuantos”, México. 1965.
[17] “Los mexicanos han imitado mucho tiempo, sin darse cuenta de que estaban imitando. Creían, de buena fe, estar incorporando la civilización al país. El mimetismo ha sido un fenómeno inconsciente, que descubre un carácter peculiar de la psicología mestiza […] la imitación aparece como un mecanismo psicológico de defensa, que al crear una apariencia de cultura, nos libera del sentimiento deprimente [de inferioridad] […] el equilibrio psíquico del mexicano está alterado por el sentimiento de inferioridad”, en Op.cit., p.17.
[18] Octavio Paz, El laberinto de la soledad, FCE, México, 1998, Cap. II. p.16.
[19] Ibid, p.18.
[20] Ibid. Pp. 23-24.
[21] “El desprecio a la muerte no está reñido con el culto que le profesamos. Ella está presente en nuestras fiestas, en nuestros juegos, en nuestros amores y en nuestros pensamientos. Morir y matar son ideas que pocas veces nos abandonan. La muerte nos seduce. La fascinación que ejerce sobre nosotros quizá brote de nuestro hermetismo y de la furia con que lo rompemos”, Paz, Op,cit., p.27.
[22] Octavio Paz, Posdata, Siglo XXI editores, México, 1970, p.10.
[23] Cfr. Guillermo Bonfil Batalla, México Profundo. Una civilización negada. Grijalbo, México, 1994.
[24] Roger Bartra, La jaula de la melancolía, Grijalbo, México, 1987, p.162.
[25] Pienso, en relación a la construcción de las identidades nacionales, el enorme peso que tienen en su conformación las industrias culturales, particularmente los medios masivos de comunicación que modelan los imaginarios identitarios en función de ideologías y proyectos políticos dominantes. De su influencia en el circuito cultural, bajo la ilusión del «pluralismo de las identidades» se derivan el pseudo reconocimiento o “falso reconocimiento” que denuncian, entre otros, el canadiense Charles Taylor (1993) y el mexicano Luis Villoro (2010).
[26] Deleuze, Gilles, Foucault, Paidós, Buenos Aires, 1987, p.139.