
Luciano Canfora es filólogo clásico e historiador del mundo antiguo; fue miembro del Partido de los Comunistas Italianos. En La democracia. Historia de una ideología, hace un análisis histórico de la democracia como ideología, es decir atento a sus usos y sentidos. Abarca una serie de preguntas: ¿cuál es el sistema electoral más democrático? ¿Es el sufragio universal la panacea? ¿Cumple la democracia con la promesa de otorgar el poder al demos? ¿Vivimos actualmente en sociedades en las que dominan ideas democráticas? El análisis también brinda la oportunidad de falsificar creencias acerca de ciertos periodos históricos, en particular la Antigua Grecia y las democracias populares.
Un análisis histórico
Primero, L. Canfora falsifica la creencia según la cual la antigua Grecia sería la cuna de la democracia. Incluso lo creían algunos contemporáneos como Demóstenes: después de las guerras médicas, construyeron una oposición entre Grecia = Europa = libertad y Persia = Asia = esclavitud. En realidad, los autores clásicos griegos (Platón en particular), como aristócratas, combatían la idea de democracia. Dicha oposición tuvo una continuidad en la antropología del siglo XIX, la cual definía las capacidades de los pueblos para la democracia según criterios raciales. Para estos antropólogos, la “carga del hombre blanco” era “civilizar al hombre negro”. Odiaban la Revolución francesa, particularmente el periodo de 1793, porque proclamaba la igualdad como valor universal.
Examinemos pues la supuesta democracia griega. El término mismo no es neutral. Está formado por demos (δῆμος), pueblo, y kratos (κράτος), poder. Y según las opiniones negativas de los autores clásicos que lo conceptualizaron, κράτος significa un poder brutal, impuesto por la fuerza. El cuerpo de los ciudadanos era muy limitado: en Atenas, la proporción era de un ciudadano por cuatro no ciudadanos. Es más, la ciudad ―que valoraba la guerra― identifica al ciudadano con el guerrero, y luego al ciudadano con el pudiente, porque uno tenía que comprar su propio equipo. Así, los autores clásicos calificaron las propuestas de ampliación de la ciudadanía de “ilegales”, “demagógicas”, “antidemocráticas”. Además, investigaciones históricas falsifican la creencia de una democracia directa por la participación de los ciudadanos en la Boulé. En el siglo V antes de nuestra era, entre los 30 000 ciudadanos, sólo 5 000 participaban, y mayoritariamente ciudadanos pudientes que no tenían jornadas de trabajo que perder. Ello proporcionó argumentos a los oligarcas que querían reducir los derechos de la ciudadanía a estos 5 000 participantes.
La creencia falsa en la democracia griega resurgió durante la Revolución francesa. La Biblia fue la referencia de los revolucionarios estadounidenses e ingleses, lo que los llevó a mantener la esclavitud porque el libro sagrado no la prohíbe. En cambio, los revolucionarios franceses usaron referencias embellecidas de la Antigüedad. En nombre de valores universales ―libertad e igualdad― abolieron la esclavitud, mientras que la practicaban los regímenes políticos de la Antigüedad. Bajo Napoleón Bonaparte, la democracia griega salió del discurso político: se restableció la esclavitud en las colonias. En las décadas siguientes triunfó el liberalismo. El régimen de Luis XVIII descansó en la libertad. Sin embargo, ésta no se conceptualizaba como inseparable de la democracia. En realidad, era la libertad de los pudientes, y de sólo ellos, de participar en la representación nacional.
En el periodo revolucionario, la democracia representativa fue objeto de dos críticas principales. La primera fue la de Jean-Jacques Rousseau: “la soberanía no puede ser representada por la misma razón de ser inalienable; consiste esencialmente en la voluntad general y la voluntad no se representa” (El contrato social). La segunda fue la de Condorcet y de su paradoja. En Francia, sólo la Constitución de 1793 estableció el sufragio universal. La de 1791 dividió a los ciudadanos en dos categorías ―activos y pasivos― en función de su riqueza y de sus antecedentes penales. Además, los Cien Días, la Restauración y la Monarquía de Julio practicaron el sufragio censitario. En el Manifiesto del Partido Comunista, Karl Marx y Friedrich Engels reivindicaron la democracia ―identificada con el sufragio universal― para que el proletariado venciera a la burguesía por su superioridad numérica. De hecho, el proletariado estaba a punto de vencer en 1848, cuando el gobierno burgués progresista instrumentó el sufragio universal para la elección de la asamblea constituyente. Las represiones de las manifestaciones del 15 de mayo de 1848 y del 24 y 25 de junio de 1848 defraudaron estas esperanzas. Y Napoleón III Bonaparte hizo un uso abusivo del sufragio universal. Fue elegido presidente de la República de manera plebiscitaria mediante un programa demagógico y favoreciendo a la Iglesia y los oligarcas. Se distanció astutamente de un Parlamento reaccionario, que había limitado el sufragio universal (ley del 31 de mayo de 1850). Luego, justificó el golpe de estado del 2 de diciembre de 1851 por la defensa del sufragio universal.
La Comuna de París en 1871 fue otro parteaguas. Al constatar su brutal represión, F. Engels planteó que los comuneros fracasaron en derrocar a las instituciones burguesas, por lo que el “centro de gravedad del movimiento obrero europeo” se desplazó hacia Alemania, donde los socialistas se apoyaban en el sufragio universal. Este planteamiento parece contradecir el del Manifiesto del Partido Comunista: el sufragio universal sería más eficaz que la revolución para derrocar el orden burgués. F. Engels precisó que los sistemas electorales proporcionales eran más eficaces para que los socialistas accedieran a la representación, en la medida en que ningún otro partido se aliaba con ellos. En estas condiciones, hubo que conformar partidos de masas: en Alemania, entre los votantes de las clases populares, el Zentrum competía con los socialistas. Y se multiplicaban las críticas a la democracia parlamentaria. Los oligarcas prusianos abogaban por una “democracia germánica”, fundada en el ejército (y, por extensión, el pueblo, dada la militarización del Estado prusiano), la burocracia y el soberano, en oposición a la “democracia occidental” socavada por la influencia de los grandes grupos industriales. Lejos de tener simpatía por estos oligarcas, L. Canfora considera su análisis de la democracia como pertinente. La Primera Guerra Mundial fue el punto álgido de la dominación de las clases pudientes en la vida política y de la orientación militarista y autoritaria de la democracia. En Francia, incluso los partidos socialistas participaron en la unión sacrée.
En la primera mitad del siglo XX, el sufragio universal falló en Alemania y en Italia. Las élites políticas se quedaron pasivas frente al ascenso de los nazis y de los fascistas. Ambos regímenes conservaron el principio del sufragio universal, falsificando así la creencia según la cual el consenso es por esencia fuente de legitimidad democrática. Paralelamente, hay que reevaluar la importancia de la Revolución rusa de 1905, en la que se enfrentaron el Parlamento (Duma) y los consejos (soviets). Lenin observó que estos consejos, como manifestación de la democracia directa, eran más democráticos que la vía parlamentaria. El apoyo de las democracias europeas a los blancos durante la Guerra Civil rusa (1918-1921) fue el inicio de un período que se puede nombrar guerra civil europea, su punto álgido y terminal siendo la Segunda Guerra Mundial. Se enfrentaron tres bandos: comunismo, fascismo y democracia “liberal”. Al comenzar la Segunda Guerra Mundial, casi toda Europa estaba bajo el control de regímenes autoritarios o totalitarios. Y las democracias cerraron los ojos ante el ascenso de estos regímenes: por ejemplo, durante la Guerra Civil española, sólo la Unión Soviética expresó su apoyo al bando republicano. El único régimen que intentó integrar una dimensión social a la democracia fue la República de Weimar, derrotada por el conflicto entre comunistas y nazis.
Al terminar la Segunda Guerra Mundial, varios países adoptaron constituciones progresistas bajo el impulso de los comunistas, socialistas y demócratas-cristianos, en particular, las de la Primera República italiana y de la Cuarta República francesa. En la misma época emergían las democracias populares en Europa central y oriental. Los partidos comunistas contaban con un amplio respaldo popular debido a su papel durante la guerra. En cuanto a las democracias liberales, Italia sufrió el imperialismo estadounidense: por un lado, la asistencia alimentaria, y, por otro lado, amenazas en caso de resultados electorales “inaceptables” (es decir, a favor de los comunistas).
La democracia retrocedió durante la Guerra Fría. En Estados Unidos, el macartismo se enfocó en los comunistas. En la República Federal de Alemania, se prohibió al Partido Comunista bajo el pretexto de inconformidad con la Constitución y la democracia liberal. En Francia, los retrocesos de la democracia abarcaron los asuntos coloniales ―la guerra de independencia de Argelia, y neocoloniales― la violación de la decisión soberana de Gamal Abdel Nasser de nacionalizar el canal de Suez en 1956. Finalmente, las democracias populares se dejaron destruir por la ruptura con el igualitarismo, rasgo esencial de la democracia. Ello posibilitó la transición de Rusia hacia un capitalismo descontrolado y destructor, con el apoyo de Estados Unidos.
L. Canfora califica los sistemas políticos actuales de “mixtos” en vez de “democráticos”, porque numerosos arreglos institucionales limitan la representación popular. Debido a la lógica del “voto útil”, el sistema electoral mayoritario produce un desplazamiento de los electores hacia el centro. El costo de presentarse a las elecciones desalienta a los candidatos procedentes de las clases populares: la mayoría de los representantes del pueblo proceden de las clases superiores. El autor plantea que el sistema electoral proporcional es más democrático: no se puede aceptar que un partido que haya obtenido el 20% de los sufragios a nivel nacional no esté representado. Es más, el sistema proporcional debe ser integral: incluso un umbral de representatividad del 5% puede impedir la representación de millones de votantes. El sistema mixto se caracteriza además por el poder de los medios de comunicación, culpables de alterar la información (por ejemplo, la supuesta presencia de armas de destrucción masiva en Irak) y de glorificar la riqueza (con la publicidad, en particular).
Finalmente, L. Canfora plantea que la historia como disciplina tiene que apoyarse en la distancia temporal para entender los acontecimientos, para entender por qué en determinado momento los actores actuaron así. Al respecto, critica el pensamiento liberal porque pretende poder juzgar retroactivamente. Y reitera que la mera palabra de democracia no formaba parte del vocabulario de la Revolución francesa, la cual enfatizaba otros valores como la libertad y la igualdad. No hay ninguna apariencia de la palabra en las Constituciones estadounidense y de la Primera República francesa. Aun así, el bloque occidental sí invocó la palabra democracia durante la caída de las democracias populares, aunque su objetivo era más bien imponer el liberalismo económico. En realidad, el valor dominante actualmente no es la democracia sino la libertad, y la libertad del más fuerte. La tarea de repensar la democracia recae sobre una nueva generación, y no necesariamente en Europa.
Un análisis marxista
L. Canfora desarrolla así un análisis marxista de la historia de la democracia, con tres planteamientos fundamentales. Primero, este análisis es dialéctico: la lucha de clases determina la historia. Al respecto, el autor analiza que durante la Tercera República en Francia se enfrentaron una clase burguesa monopolizando el acceso a la representación nacional y una clase popular ignorada por ésta. Luego, el régimen de Vichy significó la victoria de la clase dominante.
Segundo, K. Marx plantea en Una contribución a la crítica de la economía política que las clases dominantes encuentran en el arte, la religión, la filosofía y las ideas políticas herramientas para legitimar su dominación. Al respecto, L. Canfora muestra que actualmente, las élites mantienen su dominación haciendo de la libertad ―en realidad el derecho del más fuerte― un valor que prima sobre la democracia.
Tercero, las clases dominadas sólo pueden derrotar a su opresor mediante una revolución. La historia evoluciona así con la lucha de clases, y según un proceso dinámico. Es decir, no se fija en un estado de la lucha, por ejemplo, en periodos revolucionarios, favorable a la clase dominada. L. Canfora aplica este planteamiento a las revoluciones rusas de 1905 y 1917: cada una, incluso la de 1917, dio lugar a una reorganización política y social.
Conclusión
La democracia. Historia de una ideología falsifica numerosas creencias sobre la democracia y muestra cómo su defensa no es del todo una necesidad histórica. En particular, evidencia el desvío de varios dispositivos democráticos, como el sufragio universal y el sistema electoral proporcional. Finalmente, considera la prominencia de los medios de comunicación como un gran peligro. Al respecto, podemos constatar que el libro conserva toda su actualidad.
Luciano Canfora, La democracia. Historia de una ideología, Crítica, Barcelona, 2004.