
Legitimada con una sacralización llevada al paroxismo dentro de la literatura mexicana, vale decir sus analistas, sus campos de estudio, sus bibliotecas, la memoria y los honores, la economía con su rostro en el papel dinero, la geografía haciendo de Amecameca un lugar sagrado, la Historia al repetir su nombre cuantas veces cabe y su internacionalización por medio de las publicaciones, las embajadas, los festejos, y cuánto, cuánto más, hicieron de Sor Juana Inés de la Cruz la poeta que todo lo contiene y las salva a ellas, a las pobres literatas que vinieron después de ella, para hacerlas desaparecer juiciosamente y no dar cuenta de la menor mención de poeta alguna hasta María Enriqueta Camarillo. Trescientos años de olvido, sí señor, trescientos, donde no importó canto alguno, ningún poema, ninguna mención de una mujer con su musa a cuestas. Nada. Llegamos al siglo XX desprovistas de madres y abuelas, y a partir de allí las inspiradas por el acto de escribir nacieron por generación espontánea.
Sin embargo las que hoy en día estamos recuperando de aquel romántico fin de siglo XIX, nos son dadas o reconocidas por José María Vigil, el amigo de las poetisas, así lo nombraron, o bien por Juan de Dios Peza que supo anotar nombres y señalar talentos, y algún otro letrado,como Manuel Altamirano que durante ese siglo no tuvo empacho en reconocer el talento femenino. Como dije en un texto anterior pero de esta misma serie, primero estuvieron las patriotas en la primera mitad del siglo XIX. En la segunda el litigio político y como resultado el aliento de las poetas pasa por ser pro-imperio o nacionalistas.
Por fin a lo largo de la recuperación de la patria y el juarismo la poesía femenina halla su espacio en la revista ElRenacimiento y renace invocando otras pasiones y otros paisajes. Al mismo tiempo que muchas de ellas emprenden ejercicios periodísticos, aparición de revistas para la mujer, empresas editoriales que les permiten publicar y otras instancias del mismo tenor. Con el subrayado que la poesía y sus protagonistas, vale decir estas románticas, se multiplican en los diversos estados: Oaxaca, Guerrero, Zacatecas, Guadalajara, Veracruz, Yucatán, entre otros.
El primer libro de poemas es de Esther Tapia ―Flores Silvestres (1871)―, coeditora de La República literaria y sus poemas sumamente religiosos no dejan de tener en el ritmo, y la sonoridad cierta grandeza que sorprende.
Sin embargo antes de ella hubo dos poetas trágicas cuyo sino romántico se sella con la pronta muerte de una, que dejó a sus admiradores, conmovidos; Dolores Guerrero, de Sinaloa, desfallecida por un amor no correspondido, sí, ya sé, pero estamos aquí, en América Latina a casi el final del siglo como si fueran los comienzos del mismo en Europa, cuando según la leyenda romántica los poetas llevaban en su bolsillo el veneno letal para terminar con su vida, cosa que precisamente hace Teresa Vera envenenándose a causa de un amor prohibido, su propio maestro, quien estaba casado.
Quizás el verso más célebre de todas ellas dicho y repetido por cada muchacho y muchacha que amó por aquellos tiempos sea este de Dolores Guerrero que cierra cada una de las estrofas de su poema A ti:
A ti te amo no más; no más a ti.
Lo cierto que las poetas o poetisas se multiplican en nuestro país en los últimos años del porfiriato rompiéndose abruptamente su desarrollo con la caída del régimen y dando lugar a otra experiencia literaria que reinaría en los años de la revolución mexicana: la novela. Pero una novela profundamente masculina donde la única escritora que ha de reinar es Nellie Campobello y que, no puedo dejar de señalar, asimismo ha de regalar a Martín Guzmán todo su acervo sobre Pancho Villa, al que conoció personalmente y quien además visitaba a menudo su casa en Parral.
Con el nuevo período ni sombra de las poetas que habían sacudido los sentimientos de su clase en las postrimerías del siglo anterior. Y digo, “de su clase” a propósito, pues es dable remarcar que todas ellas respondían a una educación propia de la clase alta o al menos muy acomodada; sus estudios, sus lecturas, sus viajes a Europa, las habían provisto de un bagaje rico en procedimientos y paradigmas literarios. No obstante, nadie ha de nombrarlas, su nombre, sus logros, sus publicaciones serán lentamente borrados, el olvido se hará cargo de ellos, con el beneplácito de hombres de la cultura cuya idea de la mujer como escritora, es que motivadas por su sensibilidad y no por sus talentos y estudios sobre la escritura, adornan a veces salones, tertulias, eventos culturales, con sus voces. O lo han hecho en el pasado pero no es necesario en absoluto reivindicarlas en el presente.
De modo que las poetas hasta aquí nombradas junto con una lista interminable donde incluyo unos pocos nombres como Cristina Farfán de Yucatán, Guadalupe Rubalcaba de Jalisco, Balbina González de Coahuila, Adelaida Martínez de Tepic, Ignacia Padilla de Tamaulipas, Esther Tapia de Michoacán,por regla general nos fueron provistas por otra mujer de su época, que ya he tratado, Laureana Wright, con fuerte conciencia de género, que permitió que no desaparecieran del todo. Y algunos periódicos seguramente con rúbrica femenina.
De entre todas las poetas que no nos han abandonado gracias a una suerte de tradición bibliográfica, las más reconocidas son sin duda, Isabel Prieto de Jalisco, Laura Méndez de Cuenca del estado de México, Gertrudis Tenorio de Yucatán, María Enriqueta Camarillo de Veracruz, Refugio Barragán de Michoacán y Colima, Rosa Carreto de México.Antes había nombrado otra serie de ellas pero son las que habitan en la provincia. Y bien que sorprende la aparición de estas creadoras en los estados. Como si florecer en los interiores del país, en la provincia lejos de la capital, fuera más propicio. Acaso porque los eventos y las publicaciones circulan más fácil o porque cuando llegan los intelectuales del centro se encuentran con reuniones donde las mujeres a la par de los hombres se muestran, discuten, confrontan sus ideas y su escritura. No obstante pienso que lo más auspicioso para estas creadoras fueron las publicaciones emprendidas por ellas mismas y que la mayoría propició en su tierra.
Bien ¿y qué escriben estas mujeres? ¿Cómo escriben? ¿Qué les interesa? ¿De qué dan cuenta? Habría que contar con otro marco o ser muy desfasada para salirse de la norma consuetudinaria: dios, patria y hogar. De eso escriben, es cierto, pero sobre todo late en ellas el deseo de amar y ser amadas aunque el Jesús no se les caiga de la boca. Cantan a la naturaleza y a la familia, a los poetas, y no obstante:
Cada recuerdo cual punzante espina
Su pecho desgarraba
Y triste recordaba
De su Beatriz la imagen peregrina
Envuelta en sedas o en flotantes galas Soledad Manero 1864
O bien
En este viaje que llaman vida
Cansado el pecho y el alma herida
Tristes cantares al viento doy:
¿Por qué así sufro? ¿Qué penas tengo?
Es porque ignoro de dónde vengo
Y adónde voy.
(Josefa Murillo, publicada en 1898).
Hay en cada verso, en cada estrofa, en cada poema con rimas ricas o ripios, no importa, una especie de pérdida, de soledad, de muerte. Propio de los románticos en verdad, pero en ellas la orfandad de sus creaciones, al menos a mí me da ternura y congoja. Fueron abundosas en procedimientos, en lenguaje, en ritmo, en matices y contrastes, en imaginación y excelencia verbal. Debieran haber permanecido en nuestra memoria como permanecieron el hispano Bécquer, los mexicanos Manuel Acuña y Amado Nervo, Juan de Dios Peza, José Asunción Silva, Rafael Pombo, Olegario Andrade y muchos, muchos más de quienes yo recitaba los versos y de mi costado, sólo Sor Juana para equilibrar en mi repertorio.
En vano me obstino en recordarlas y como no han sido motivo de publicaciones permanentes, de citas periódicas, de estudios sistemáticos, de comparaciones con sus contemporáneos, fuera del orden de los poetas masculinos, sin poder alcanzarles la estatura por olvido, envidia o indiferencia, aunque las nombremos, allí van ellas desapareciendo lentamente una y otra vez de nuestra conciencia.
Pasaron a la Historia literaria como Románticas pero difícil saberlas con rostros, con tendencias, con carácter propio. Alguna se salvó por su destino trágico, otra porque era la amante o esposa de algún funcionario. La mayoría forma parte del tiempo, del tiempo que es el olvido.
Inútil hacerse mala sangre pensando en que alguna de ellas pudo haber tenido la estatura de un Manuel Acuña, un Guillermo Prieto o un Ignacio Altamirano o aunque más no sea destinada a ello. No lo sabremos nunca.