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Memoria e Historia en el instante de un peligro

noviembre 19, 2019Deja un comentarioMemoria, Portada SuplementosBy Gustavo García Rojas
En julio de 1936, un mitin obrero en la Plaza Zaragoza, frente al Casino Monterrey, quedó registrado en la memoria de los movimientos sociales. Imagen obtenida de Facebook.

Al materialismo histórico le incumbe fijar una imagen del pasado tal y como se le presenta de improviso al sujeto histórico en el instante del peligro. El peligro amenaza tanto al patrimonio de la tradición como a los que lo reciben. En ambos casos es uno y el mismo: prestarse a ser instrumento de la clase dominante
Tesis 6 de Filosofía de la Historia
W. Benjamin
(1942)

Memorias en pugna

En la Tesis 6 sobre Filosofía de la Historia, Walter Benjamin define lo que considera la tarea del historiador formado en el materialismo histórico respecto de la historia o la memoria, que considera no debe tratar sobre los hechos como “verdaderamente” ocurrieron sino “adueñarse de un recuerdo tal y como relumbra en el instante de un peligro”. Traducido a un lenguaje epistemológico mundano, podría decirse que a alguien educado en el materialismo histórico o a un sujeto histórico subalterno no debe escapársele que la historia basada en “hechos” de tipo positivista comúnmente hace honor a la tradición como la entienden los grupos y clases dominantes, por ello se hace necesario adueñarse de esa memoria y reinterpretarla en una clave crítica subalterna.

La historia del período histórico conocido como Guerra Sucia en México que en sentido restringido ocurrió entre los años 60 y 80 del siglo 20 ha sido interpretado comúnmente desde la óptica historiográfica y del sentido común como un episodio de excesos por parte de los sectores subalternos, jóvenes ―estudiantes, campesinos y trabajadores― alzados en armas, y de otra parte, de abusos autoritarios de un Estado posrevolucionario que respondió al desafío armado violando sistemáticamente los derechos más elementales (i.e estableciendo un Estado de excepción de facto). Visto así, el fenómeno de la Guerra Sucia parece un episodio aislado sin conexión alguna con períodos precedentes y se interpreta el surgimiento de organizaciones armadas revolucionarias (rurales, en un primer momento, urbanas en el período posterior) como la manifestación desesperada de sectores tradicionales y emergentes ante la cancelación de espacios para canalizar la participación en el sistema político por vías no violentas.

Esta interpretación adolece de una visión integral que reconozca los tejidos de continuidad de procesos históricos de largo plazo, y de entre ellos, el del escalamiento de los antagonismos sociales en la conformación de una sociedad capitalista estratificada en toda la regla, en México. Vistos desde el lente de largo plazo, el período histórico de Guerra Sucia tiene largos lazos de continuidad con procesos históricos previos que llegan hasta antes y después de las primeras etapas de conformación del Estado prosrevolucionario y de un sistema político corporativo que se preciaba de ser incluyente y pluriclasista, pero que sirvió para instrumentalizar a las clases subalternas en la inserción de México en el circuito capitalista y que fue violento y feroz para tratar con la disidencia de abajo.

No habría que hacerse muchas ilusiones acerca del carácter de clase del Estado mexicano, aún en los breves períodos históricos en que este Estado actuó en sentido progresista y tomó medidas que favorecieron a las clases subalternas, (i.e el cardenismo primordialmente); estas medidas y este tipo de política se llevaron a cabo con la mirada puesta en la visión de modernizar el aparato productivo y barrer con los resabios precapitalistas que impedían el crecimiento económico y el desarrollo pleno de las fuerza productivas. Una vez sentadas ciertas bases para dicho desarrollo, los breves momentos progresistas y de “autonomía relativa” del Estado, dieron paso a fases reaccionarias y represivas de corte prolongado. Los límites pues, de la fase histórica del nacionalismo revolucionario, fueron muy evidentes una vez consolidado el sistema político de férreo control corporativo de los trabajadores y campesinos iniciado durante el cardenismo.

Independiente del carácter de clase del Estado mexicano que favorecía el desarrollo capitalista como finalidad última, los antagonismos de clase en la fragmentada sociedad mexicana han estado presentes a largo de su historia, con períodos de agudización de la lucha de clases más o menos violentos. Y con protagonismos de un sector o de otro, como el agente principal de esta pugna.

Es en este panorama amplio que habría que analizar los hechos de historia eventual o coyuntural, tratando de deslindar el análisis de juicios moralistas ahistóricos y de la producción ideológica hegemónica. De entre los eventos históricos contemporáneos que han conformado la identidad de Monterrey, en el noreste de México, el del intento de retención y muerte en agosto de 1973, del capitán de industria Eugenio Garza Sada (EGS) por parte de un comando de la Liga Comunista 23 de septiembre (LC-23)[1] es uno de los que es más difícil analizar desde un punto de vista crítico por la enorme cauda ideológica y de sentimientos que entraña, y su papel en la conformación de diversos elementos de identidad histórica regional que lleva a la historiografía y al periodismo regional dominante a interpretar el hecho, también como un episodio de la pugna entre la región próspera y económicamente pujante y el centro con poder político que intenta detener esa prosperidad.[2] Esta interpretación hace tábula rasa de los hechos históricos que llevaron a este momento. Si le damos algún crédito a la capacidad de agencia y autonomía a las acciones de la LC-23 y de otras organizaciones insurgentes armadas de aquel momento, tendríamos que entender su decisión de pasar a la ofensiva como una respuesta a los hechos históricos precedentes, en donde la lucha de clases se cifró en derrotas, ataques y represión para los trabajadores, campesinos y clases subalternas, con un costo humano elevado.

En la narrativa dominante del noreste, el operativo llevado a cabo contra EGS es interpretado como un hecho de violencia ciega, irracional, pero sobre todo sin parangón en la historia o en las coordenadas de la estratificación de clases en esta geografía de México. A contrapelo de esta visión, la historia nos muestra una importante continuidad de hechos de violencia en el contexto del antagonismo de clases en el noreste, no pocos de esos casos de violencia tienen como agente detonante a miembros de las clases dominantes o agentes del Estado actuando en su nombre o en defensa del orden establecido.

De entre la miríada de pequeños eventos históricos extraemos dos momentos de este continuum que es la lucha de clases en Monterrey. Los asesinatos de la Plaza Zaragoza en 1936 y el secuestro, tortura y ejecución del dirigente sindical ferrocarrilero Román Guerra Montemayor en 1959. Ambos tienen a agentes del Estado y/o a la burguesía como perpetradores directos y las víctimas son miembros o representantes de la clase trabajadora. En el primer caso, los datos históricos no hablan de un ataque ocurrido el 29 de julio de 1936 contra los miembros de un mitin obrero que planteaba diversas demandas organizado por diversas organizaciones sindicales aglutinadas en torno al Frente de Trabajadores de Nuevo León (FTNL), que acababa de terminar en la histórica Plaza Zaragoza del primer cuadro de la ciudad. El FTNL nucleaba a los sindicatos “rojos” o combativos, que se encontraban en pugna por la hegemonía de la organización de la clase obrera con los patrones y dueños de empresa que luchaban por evitar que se estableciera un sindicalismo independiente en Monterrey. Cuando se dispersaba el mitin y después de haber sido hostigados y acosados por jóvenes cristianos, un grupo de obreros marchó hacia el edificio de la Acción Cívica Nacionalista (ACN), agrupación política de filiación católica, donde sesionaban en pleno, miembros de las familias de la oligarquía regiomontana. Los obreros rojos increparon a los que se encontraban dentro del edificio y lanzaron piedras a su puerta. Desde adentro comenzaron a sonar detonaciones y las personas comenzaron a caer en el lado de los obreros, el saldo fue de tres obreros muertos ―José Guadalupe Palacios, Feliciano Alcocer y José Bárcenas― y alrededor de 30 heridos, todos del lado de los asistentes al mitin obrero de la Plaza Zaragoza; no hubo ningún caído del lado de los miembros de la burguesía que se resguardaban en la ACN. La policía llegaría a cercar el edificio y a llevarse detenidos preventivamente a los que se resguardaban en su interior, para ese entonces, conocidos dueños y patrones de industria de Monterrey como Virgilio Garza, Ricardo Sada, Roberto Garza Sada, Joel Rocha, Santiago Roel, Joel Páez, Antonio L. Rodríguez, Bernardo Elosúa. El caso se saldaría días después con la exoneración total de todos los detenidos después de un cuestionable peritaje balístico llevado a cabo por militares bajo las órdenes del general Juan Andrew Almazán, a la sazón jefe de la zona militar local y amigo y colaborador de los patrones regiomontanos. El Frente de Trabajadores de Nuevo León (FTNL) denunció la exoneración como una burla judicial y sin embargo no hubo mayores consecuencias del caso. No es ocioso mencionar que en la detención de los acusados de disparar a los obreros y su traslado a la zona militar para su prisión preventiva, no se conoce de abusos o arbitrariedades cometidas contra ellos por autoridad alguna; antes bien, al ser liberados bajo fianza declararon mostrarse “sumamente agradecidos por la caballerosidad del General Almazán.”[3]

El segundo caso adquiere visos de tragedia, si se puede, aún mayores por sus características. Román Guerra Montemayor fue un joven dirigente estatal de Nuevo León del Sindicato de Trabajadores Ferrocarrileros de la República Mexicana (STFRM) y del Partido Comunista Mexicano (PCM) que tuvo un papel activo en las movilizaciones de los trabajadores ferrocarrileros, primero en demanda de un alza salarial significativa y como consecuencia posterior, en demanda de democracia sindical al interior de su organización. El STFRM mantuvo una confrontación importante con las autoridades nacionales en la etapa del gobierno saliente de Adolfo Ruiz Cortines y el entrante de Adolfo López Mateos. El sindicato ferrocarrilero luchó en 1958-1959 por un alza salarial que pronto se convirtió en una lucha política por democratizar su sindicato tomado por cúpulas burocráticas oficialistas y caciques sindicales tornados en correas de transmisión del gobierno del PRI, que imponía una política salarial restrictiva y ahogaba cualquier disidencia o petición laboral no enmarcada en los canales estatales permitidos, la cara fea y sucia del desarrollismo mexicano. Es en ese contexto que en 1959, ya con López Mateos asentado en el poder presidencial se desató una abierta represión contra el STFRM que había logrado desplazar a la dirigencia caciquil espuria en elecciones democráticas abiertas. Los locales sindicales fueron ocupados por fuerzas militares y policíacas en todo el país, y los principales dirigentes y representantes ferrocarrileros detenidos o perseguidos. A la campaña militar feroz, la enmarcó una verdadera guerra psicológica desde los principales medios masivos comerciales y las cámaras patronales capitalistas que lanzaron una campaña de epítetos (“agentes del comunismo soviético” “desestabilizadores del orden constituido”) y mentiras contra los trabajadores y sus demandas.[4]

En este clima represivo y de histeria anticomunista, y en el contexto de detenciones de miles de trabajadores ferrocarrileros, el 27 de agosto de 1959 fue detenido y desaparecido Román Guerra Montemayor, por una partida militar encabezada por el capitán del ejército mexicano Bonifacio Álvarez, y conducido al 31 Batallón del Ejército mexicano adonde fue torturado. Durante días los compañeros de Guerra de Montemayor lo buscaron infructuosamente, al mismo tiempo que las autoridades de todos los niveles negaban tener ningún conocimiento de su detención. Fue sólo algunos días después, el 31 de agosto, que el cuerpo sin vida del joven sindicalista fue hallado en un camino carretero. Sus captores lo habían torturado hasta causarle la muerte y para cubrir su rastro construyeron un escenario en el que mancillaron una vez más el cuerpo de Guerra Montemayor, pintaron sus uñas y labios de rojo, rasuraron su pubis y le introdujeron un palo de madera en el ano, para hacer parecer su muerte un crimen pasional entre homosexuales. De la muerte de Román Guerra no se derivó investigación fructífera alguna, y nadie fue detenido, a pesar de conocerse la identidad del oficial del ejército al mando del grupo que se sabía lo había secuestrado y de otras personas que lo acompañaban.[5]

Memoria e historia se entrelazan

En las primeras décadas del siglo XX, el movimiento obrero organizado en México cobró una fuerza importante y en los años 30 tuvo un momento de avance significativo cuando se instaló el gobierno nacionalista de Lázaro Cárdenas, que al mismo tiempo se convirtió en su tumba, pues estableció las bases del corporativismo bonapartista que sería usado por el Estado posrevolucionario hasta su ocaso en la década del 80 del siglo XX. No obstante que después del fin del mandato de Cárdenas en 1940 el movimiento obrero nunca volvería a tener un “amigo” en la presidencia de la República, los trabajadores siempre lucharon dentro de los cauces de la precaria legalidad del sistema político mexicano posrevolucionario, y actuaron bajo la premisa de la “buena voluntad” intrínseca del presidente. El sometimiento de las burocracias sindicales al Estado y las terribles consecuencias personales y colectivas que implicaba la disidencia, determinaron la misma fragilidad y debilidad de las luchas obreras. Los gobiernos emanados de la revolución posteriores a 1940 no dejaron lugar a dudas de que su principal proyecto político era incentivar la acumulación de capital a través de la industrialización y la constitución de una robusta burguesía nacional que la condujera. Para ello era necesario el sometimiento y la docilidad de la fuerza de trabajo a los imperativos señalados desde el Estado.

Actuar dentro de los cauces legales no significó (y no significa) una garantía para el movimiento obrero, y para otras formas de acción colectiva históricas en México, como el movimiento campesino y estudiantil. Sin embargo, tanto el movimiento obrero y campesino, como el movimiento estudiantil en los años posteriores a 1960 recurrieron a la acción directa o al uso de las armas comúnmente sólo después de haber recorrido todas las antesalas políticas y legales en busca de satisfacción a sus demandas. En prácticamente todos los casos de los años1940 hasta 1980, los movimientos sociales y de oposición al régimen posrevolucionario más relevantes, que pusieron en jaque a dicho régimen fueron reprimidos con mayor o menor dureza y violencia, y derrotados con brutalidad. A diferencia de la violencia ejercida por los de abajo (comúnmente defensiva y progresiva), la violencia de arriba (del Estado o de los grupos civiles que actúan bajo su cobijo y amparo) carecía de límites éticos o morales e incluía un amplio repertorio de sadismo y provocación del sufrimiento para infundir terror. Es en este contexto histórico que surgen grupos como la LC-23 y otros numerosos de tipo urbano, y movimientos insurgentes armados de tipo rural, cuyo epicentro sería en los años 60 y 70 el estado de Guerrero, con el Partido de los Pobres (PDLP) y la Asociación Cívica Nacional Revolucionaria (ACNR).

Las vueltas de la memoria

En el planteamiento clásico sobre la memoria colectiva de Halbwachs, el sociólogo francés construye una diferenciación entre la historia (escrita) y la memoria viva de la colectividad, a esta última la caracteriza su diversidad de planteamientos y locus de enunciación.[6] La memoria colectiva se finca en la constante revivificación del pasado en el presente de grupos o sujetos sociales determinados, vale decir del uso del pasado para dotar de sentido el presente. En dicho planteamiento, hay tantas memorias colectivas como grupos sociales existen en las sociedades estratificadas capitalistas. En el caso de la Guerra Sucia en México, la memoria, tanto histórica como colectiva se encuentra aún por escribirse y es un terreno de disputa simbólico, en el que se cifran los proyectos de hegemonía ideológica de los grupos sociales implicados en el establecimiento de una memoria aceptada socialmente. Sin embargo, en el caso de la geografía del noreste, y de Monterrey, en particular, no es inexacto decir que la matriz explicativa relacionada al capital, sigue teniendo hasta hoy una aceptación común como verdad construida en la memoria viva de la región.

Las fuentes vivas y escritas de información con las que contamos sobre ese período histórico del siglo XX provienen en buena parte (en el caso de quienes participaron en movimientos insurgentes armados) de los recuentos y denuncias de las violaciones a los derechos humanos cometidas por el Estado mexicano en su contra. Y en el caso de la burguesía empresarial regiomontana, lo que caracteriza su acción de memoria sobre este caso es el silencio de quienes no se sienten implicados en lo ocurrido, salvo en casos emblemáticos en donde se ven afectados sus intereses, como el resguardo de la memoria de la muerte de Garza Sada.

Ambos planteamientos discursivos ubican en un papel de entes pasivos a los sujetos participantes en los hechos históricos narrados. Pero no hay en esta memoria agentes completamente pasivos, sino sujetos actuantes en el escenario histórico de los antagonismos sociales. De lo que se sigue que sería necesario que emergiera a la luz pública la memoria, primero de aquellos que tomaron la decisión de enfrentarse al Estado mexicano y sufrieron consecuencias personales y colectivas por ello, y del papel que jugaron sus contrapartes, primero en el caso del Estado mexicano y su aparato represivo, y en segundo término, de la clase capitalista empresarial que actuó como el reverso de la pugna social desatada por el clima de antidemocracia y autoritarismo del Estado posrevolucionario de mediados del siglo pasado.

En ese sentido, sólo en algunos casos aislados los ex militantes de organizaciones armadas reivindican como un todo unívoco la opción de la toma de las armas y de su estrategia de lucha; sólo del lado de los participantes en la guerrilla ha habido intentos de autocrítica de las decisiones tomadas en aquella época. Al mismo tiempo que reivindican recuperar la memoria de sus compañeras y compañeros de lucha tanto tiempo negada y entregada al sótano oscuro de la desaparición, la tortura y el encarcelamiento.

De otra parte, la burguesía empresarial mexicana, reivindica de esos años sólo lo que consideran sus pérdidas (los empresarios afectados en el contexto de operaciones guerrilleras) pero guarda completo silencio acerca de su papel como instigadores o apoyo abierto del ataque a los movimientos sociales, armados y pacíficos. Además de haber hecho oídos sordos a las violaciones masivas de derechos humanos cometidas por el Estado y agentes de su entorno en aquella época, su voluntad poco proclive a los procesos democráticos y a la autocrítica se hace notoria con hechos puntuales como la reivindicación (aunque silenciosa) de personajes particulares de las cañerías del sistema político mexicano, como el represor Miguel Nazar Haro[7].

Epílogo

La disputa por la memoria entrelaza elementos ideológicos de lucha por la hegemonía que en el caso regiomontano pasa por la negación por parte de la ideología dominante (aquella que proviene de la matriz explicativa puesta a circular por la derecha empresarial) de la existencia de los antagonismos sociales y de sujetos que disputan sus derechos y que son portadores de reivindicaciones, demandas y de un proyecto histórico propio (los movimientos sociales, la clase trabajadora). Desapareciendo de un plumazo la lucha de clases y a los sujetos históricos actuantes en ella, para reconvertirlos en simples delincuentes sin nombre ni rostro, y por ende, sujetos de toda clase de humillaciones y maltratos. Una vida desnuda. De ahí se explica el desvanecimiento de la historia local de las efemérides de los asesinatos de los obreros de 1936 y del suplicio de Román Guerra Montemayor en 1959, como hechos históricos intrascendentes que no jugaron papel alguno en la configuración de esta geografía. Salvo pequeños grupos de militantes sociales o académicos, pocos sitúan esos hechos como parte de la identidad que conformó esta ciudad, porque el sujeto histórico representado en ellos fue derrotado, y en Monterrey el ganador toma todo. Y escribe (y delinea) lo que la memoria debe recordar.

Pero si bien en esta perspectiva se niega al sujeto subalterno y sus reivindicaciones, para la tradición de los oprimidos estos momentos históricos son parte de su legado, su memoria viva, y se mantendrán en ella mientras subsista el sujeto que retome estas banderas en las generaciones por venir, haciéndolas el manantial de donde abrevarán las luchas que asoman el horizonte de la historia.

Notas y referencias

[1] Eugenio Garza Sada era miembro de una prominente familia de la oligarquía industrial regiomontana y en el momento ostentaba la presidencia ejecutiva de un conglomerado de industrias que tenían como su nave insignia a la Cervecería Cuauhtémoc, puntal del Grupo Monterrey. La Liga Comunista 23 de septiembre cristalizaba la confluencia de una red de grupos que habían pasado a la lucha armada clandestina después de diversas experiencias de lucha política abierta y represión estatal, primordialmente en el medio urbano. Su base social estaba conformada sobre todo por jóvenes que militaban en organizaciones de izquierda, una buena parte de ellos estudiantes provenientes de universidades públicas (mayoritariamente) y privadas.

2 En Monterrey, existe la noción enraizada hasta el sentido común de enmarcar la muerte de Garza Sada en el contexto de la pugna entre el gobierno nacional de Luis Echeverría y el grupo Monterrey. En esta narrativa, el presidente tendría responsabilidad ―por acción u omisión― en el ataque a EGS y la LC-23 no sería sino parte de un elenco de actores secundarios―en el mejor de los casos―de una puesta en escena con los poderes de la oligarquía y el Estado como actores principales.

3 Cfr. Raymundo Hernández Alvarado “La masacre empresarial de 1936 contra los obreros rojos” Vuelo. Revista Universitaria de Cultura, Monterrey, 5-6, mayo-agosto 2017, pp.3-12 y Abraham Nuncio, El Grupo Monterrey, Nueva Imagen, México,1982.

4 Ilán Semo, “El ocaso de los mitos, 1958-1968” en México, un Pueblo en la Historia, Enrique Semo (coord.), UAP/Siglo XXI.

5 Cfr. Gerardo Peláez Ramos “El asesinato de Román Guerra Montemayor, ferroviario comunista” en Rebelión, revista electrónica de análisis de los movimientos sociales, 16 de septiembre 2014.

6 Maurice Halbwachs “Memoria colectiva y memoria histórica”, extracto de La Memoire Collective ed. Albin Michel, París, 1997, traducción de Amparo Lasén Díaz en:http://ih-vm-cisreis.c.mad.interhost.com/REIS/PDF/REIS_069_12.pdf.

7 Nazar Haro fue de los años 70 hasta los 80 del siglo 20 el prototipo de policía político dedicado al espionaje y persecución de los movimientos sociales, estudiantiles y opositores al gobierno mexicano, pero se distinguió en su esfuerzo por aniquilar mediante la violencia y el terrorismo estatal a la guerrilla. Se destacó por la persecución, tortura y desaparición forzada de militantes de la LC-23 después de la muerte de Garza Sada. Por estos delitos particulares, la oligarquía regiomontana le prodigó siempre un trato respetuoso y deferente, apoyándolo en su momento de decadencia, cuando a principios de los dos mil pisó fugazmente la extinta cárcel de Topo Chico en el contexto de las acusaciones de la Fiscalía de Movimientos Sociales y Políticos del Pasado (FEMOSPP) en el caso emblemático de la desaparición forzada de Jesús Piedra Ibarra, que al final se estancarían y lo exonerarían. Cfr. Raymundo Riva Palacio “El último soldado de la Guerra Fría” en Vanguardia, 28 de enero 2012, https://vanguardia.com.mx/columnas-elultimosoldadodelaguerrafria-1206636.html


Epílogo

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Sobre el autor

Gustavo García Rojas

Profesor-investigador en la Facultad de Ciencias Políticas de la Universidad Autónoma de Nuevo León (UANL).

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