
Vida y muerte
pactan en ti, señora de la noche
torre de claridad, reina del alba,
virgen lunar, madre del agua madre,
cuerpo del mundo, casa de la muerte,
caigo sin fin desde mi nacimiento.
Octavio Paz, Piedra de Sol.
En el marco de la actualización de la poíesis griega como la dimensión más vasta de creación, para nuestro tiempo y el porvenir, nada para poner a prueba la universalidad de la poética como la vida y la muerte. Temas existenciales que exigen el rescate y la preservación, gracias a Martin Heidegger, del sentido originario de la poíesis griega (que no nace como una dicotomía entre poíesis y tekne), la técnica como olvido del ser y la poética como “la causa que hace que lo que no es, sea”, la creación y auto-creación del hombre y retorno al ser (Heidegger, “La pregunta por la técnica”, Conferencias y artículos, Barcelona, Serbal, 1994:9-37). Un pensamiento que también late en las reflexiones sobre lo poético de Octavio Paz, para quien lo poético resuelve la oposición entre la naturaleza y la cultura, pues la poética crea un puente entre lo interior y lo exterior, para formar un todo. Lo poético, como creación humana —precisa Octavio Paz— no es algo que está fuera o dentro de nosotros, sino algo que hacemos y que nos hace (Paz, El arco y la lira, México, FCE, 1979: 168). Una paradigmática frase que justifica proponer una poética de la vida.
En compañía de Eugenio Trías, considero que como hemos sido arrojados a la vida sin poder determinar el fundamento del hecho mismo de existir, para mitigar el vértigo ante este agujero ontológico los seres humanos buscamos la causa de existir, o de múltiples y sofisticadas maneras (re)signar la ausencia de fundamento de nuestra existencia. Como advierte Fernando Savater, el animal busca el alimento, la pareja y la guarida, y cuando los encuentra descansa o duerme; el hombre en cambio es rebuscado, pues cada vez que encuentra el objeto de su deseo se relanza hacia otro. Porque no hay modo de encontrar esta causa última de nuestra existencia, tratamos de responder a ese silencio ensordecedor con un imperioso y creativo deseo de sentido, el sentido de nuestra vida y de la vida humana (Trías, El árbol de la vida, Barcelona, Destino, 2003:73).
A este deseo de sentido responde el lenguaje, más ampliamente, el orden simbólico, que no sólo es una potencia de la creación humana, sino que tiene el poder de crearnos y recrearnos, y que abarca desde la huella, el rasgo, el monumento, el jeroglífico, el símbolo, el signo, el mito, los símbolos artísticos y religiosos, la lengua materna, el lenguaje científico, el matemático y ahora el digital de los ordenadores. Expresiones del orden simbólico por las que se han interesado filósofos y pensadores como Georges Bataille, Claude Lévi-Strauss, Roland Barthes, Michel Foucault, Jacques Derrida, Eugenio Trías, Sigmund Freud, Jacques Lacan, Bertrand Russell, Ludwig Wittgenstein y Willard Quine, entre otros de talla semejante.
Por esta falta de fundamento nos lanzamos a crear una poética de la vida, que nos pulsiona hacia la creación, la invención, la hipótesis, la interpretación, la creación de nuevas realidades, conocimientos, melodías, sabores, imágenes, ritmos y metáforas. Una poética de la vida que trata de llenar el vacío de sentido para que devenga expresión poética. Así los hombres y las mujeres dibujan el vacío que les habita, crean un objeto que entregan a los demás, a la cultura, la actual y por venir.
Una creación que no se reduce a la dimensión artística sino que abarca gran parte del quehacer humano: delimitar el vacío ontológico, creando formas, vasijas que rodean ese hueco, sonidos, colores, textos, fórmulas. Sobre el silencio de la página en blanco de la existencia, el claro en el bosque, la pared solitaria, la árida planicie, nacen nuevas palabras y conceptos, pinturas, templos, jardines de las delicias (Braunstein, Ficcionario del psicoanálisis, México, Siglo XXI, 2001:70-71). La vida creativa de los hombres y las mujeres se esfuerza en llenar ese vacío ontológico que abre la causa ignota de la existencia de su ser.
Pero gracias a que no se colma, la vida creativa sigue su curso, contra viento y marea, se lanza a crear nuevas leyes que sean más justas, proponer nuevas formas artísticas, incursionar en otras interpretaciones, perfeccionar el conocimiento, hasta topar incluso con lo inexpresable, contra la vida destructiva que se opone a la creatividad con toda la fuerza de la monstruosidad: la guerra, los campos de concentración, las masacres, los genocidios, la crueldad, la discriminación de los diferentes, la explotación de los humildes y el rechazo de las culturas indígenas.
Recordemos que Sigmund Freud en El malestar en la cultura, a pesar de que tenía muy presente que las pulsiones de vida y de muerte no eran fuerzas proclives a la armonía, a la educación y el gobierno, advierte que si la cultura no quiere sucumbir, es necesario que las pulsiones de muerte se pongan al servicio de las pulsiones de vida; también alerta en el mismo texto contra una cultura que no merece sobrevivir si no le da acceso a las mayorías a la sublimación, a la creación y disfrute de sus creaciones (Freud, “El malestar en la cultura”, Obras Completas, Buenos Aires, Amorrortu, 1979, t. XXI).
El arte, como se desprende de las reflexiones de Paz, ante este vacío de fundamento de la existencia, crea un nuevo tiempo en el tiempo, un diferente espacio en el espacio. La creación de un nuevo tiempo en el tiempo la podemos apreciar en la música, la danza, la poesía y la literatura, como negación de los diversos tiempos: el cronométrico, la temporalidad y la duración; un tiempo de creación que es el instante que —como sostiene Sören Kierkegaard al oponerse a la duración de Henri Bergson— es el único que puede devenir un átomo de eternidad (Kierkegaard, L’existence (Textes Choisis), Paría, PUF, 1972:152). En palabras de Octavio Paz, el instante de la creación es poético, porque es la experiencia y la expresión de lo que siempre está sucediendo, incluso de lo que pasó y encarna de nuevo, porque es un tiempo mítico, circular, pero que introduce —según Gilles Deleuze— la repetición y la diferencia. La creación de un nuevo espacio en el espacio deviene en las artes del espacio: las artes plásticas, la arquitectura y la escultura. Un cuadro siempre remite a otro espacio; la obra arquitectónica llega a alterar verdaderamente el espacio, tal vez más que la escultura, pues crea un segundo espacio donde vivimos y morimos (Paz, Claude Lévi-Srauss o el nuevo festín de Esopo, México, Joaquín Mortiz, 1987: 56-58).
Una poética de la vida, como vida poética y cultural, reclama albergar una poética esperanza, a pesar de que la modernidad heredara la excomunión platónica de la poesía y los poetas, logre transgredir el interdicto de la banalidad global. Justo en medio de la desesperanza debemos esperar incluso lo inesperado, pues como advertía Walter Benjamin: “la esperanza sólo es para los desesperanzados”.Con esta perseverancia, tal vez logremos promover un diálogo creativo entre creaciones, producciones e invenciones, a fin de pugnar por la permanencia de la poética de la vida y la vida poética. Porque no podemos ni debemos renunciar a una poética de la vida, no sólo para unos cuantos, sino para la humanidad.
Porque la poética de la vida no sólo hace historia sino que nos historiza. No debemos renunciar a crear poemas o recrearlos al leerlos. El poema, de cuya forma es causa la poética de la vida, es un ser de palabras del que emana una sustancia que se resiste a devenir concepto, y que los griegos llamaron poesía. En palabras de Ramón Xirau: “El poema es cuestión de vida y es cuestión de muerte porque el ritmo es el hombre mismo manándose” (Xirau, Poesía y conocimiento, México, Joaquín Mortiz, 1978:196-197).
El poema —dice Paz— es para una inmensa minoría que deviene multitud, comunidad, cultura. Y es que los lectores de poemas elevan su lectura solitaria al plano de la universalidad de la cultura. Como afirma Marguerite Duras: “con el escritor todo mundo escribe”. El lector de poemas abre una dimensión poética trans-personal a través de la otra voz, que en Los hijos del limo, trata de definir Octavio Paz: “Para los románticos, la voz del poeta es la voz de todos; para nosotros es rigurosamente la voz de nadie. Todos y nadie son equivalentes y están a igual distancia del autor y de su yo. El poeta no es ‘un pequeño dios’, como pensaba Huidobro. El poeta se desvanece detrás de su voz, una voz que es suya porque es la voz del lenguaje, la voz de nadie y la de todos. Cualquiera que sea el nombre que demos a esa voz —inspiración, inconsciente, azar, accidente, revelación—, es siempre la voz de la otredad” (Paz, Los hijos del limo, Barcelona, Seix Barral, 1987:224).
Mientras la disipación produce el olvido del ser, contar, escribir y leer poemas nos permiten entrar en el ser y en mundos desconocidos que revelan por un instante la tierra que nos vio nacer, la poética de la vida y su correlato: la vida poética, memoria histórica de los pueblos. El cuento y el canto iluminan el sendero hacia nosotros mismos, además de que permiten que lo íntimo y lo común que devengan vida poética. Que no sólo se despliega en la poesía o la literatura, sino también en la música, la danza, el cine, la pintura y la arquitectura, como mostró Octavio Paz al escribir sobre los poetas Luis Buñuel, Silvestre Revueltas y Rufino Tamayo (Paz, Las peras del olmo, Barcelona, Seix-Barral, 1987:183-207). Como indica Heidegger en Hölderlin y la esencia de la poesía, la poesía es la única epistemología que es capaz de aproximarse a la esencia del ser, a la realidad poética del hombre, como un “morar poéticamente”, en el que la metáfora supera al concepto como instrumento de comprensión de la condición humana (Heidegger, “Hölderlin y la esencia de la poesía”, Arte y poesía, México, FCE, 1978:125-148).
Parece que hablo de una poética de la vida ilusa, sobre todo ante el espectáculo actual del “casino global” (Eugenio Trías), la delincuencia organizada planetaria y la existencia apantallada, pero no utópica sino eutópica (el buen lugar), en la medida en que la poética de la vida sigue siendo revelación y oráculo no sólo de nuestro pasado sino de la humanidad. Lo evoca Octavio Paz al advertir que la poesía lleva a cabo los mismos ideales terapéuticos de la religión, pero sin prometer la inmortalidad ni condenar la vida.
El fundamento de una poética de la vida y de una vida poética es una Piedra de sol, una rueda del tiempo mítico mexica,que narrael viaje circular de Quetzalcóatl desde su nacimiento, pasando por su derrota, hasta su trágico y oceánico retorno. Una creatividad poética instantánea que gira en torno al deseo de regresar al instante germinal de la creación, en un intento irrenunciable por acceder al fundamento inexpresable de nuestra existencia. Sin una poética de la vida y una vida poética es imposible comprender las culturas, ya que ella influye en la filosofía, la ética, la política, la historia, la estética, la ciencia y la técnica, así como en la amistad, el placer, el erotismo, el amor a los dioses y al prójimo.
Por el camino de la riesgosa tarea de rescatar la poíesis griega como la dimensión más vasta de la cultura, para nuestro tiempo y el porvenir, me encontré con la posibilidad de una poética de la vida y una vida poética, al reconocer que desde el principio de los tiempos los hombres y las mujeres han experimentado la contemplación y el diálogo íntimo (Diánoia), así como la fiesta y el duelo (artes de la comunión), lo íntimo y lo público, la mística y la comunión, la poética y la cultura, un devenir que es condición de la permanencia de la humanidad y de la tierra que habita.
Para una poética de la muerte, tal vez nada como la obra de Octavio Paz, que puede ser considerada una Elegía Ininterrumpida a la muerte. Desde 1938 comienza el recuento de sus muertos más amados, a través de los que mantiene un diálogo interior con la muerte, hasta sentirla dentro de sí mismo. La partida del abuelo inolvidable, cuyo bastón aprendió a adivinar los peldaños, al que la muerte lo sorprende una tarde en su sillón para pedirle la hora en que va a morir. La muerte, que en Pasado en Claro es “[…] la madre de las formas y los años y los muertos”, evoca la muerte de su padre:
Del vómito a la sed,
atado al potro del alcohol,
mi padre iba y venía entre llamas.
Por los durmientes y los rieles
de una estación de moscas y de polvo,
una tarde juntamos sus pedazos.
Yo nunca pude hablar con él.
Lo encuentro ahora en sueños,
esa borrosa patria de los muertos.
Octavio Paz crea una escritura de la muerte y escribe sobre la muerte de la escritura, una poesía de la destrucción que es una destrucción de la poesía y una cultura que hacemos y nos deshace. Porque Octavio Paz no es un poeta que sólo se dedica a festejar las alegrías y los goces de los hombres y las mujeres, también canta sus desgarraduras y desgracias: su poética tragedia. Hasta la destrucción de su querido barrio de Mixcoac es motivo para un Epitafio sobre ninguna piedra (1989): “Mi casa fueron mis palabras, mi tumba el aire”.
En alguna de sus tantas conversaciones, Octavio Paz dice que para nosotros el destino de los hombres, nuestra condición mortal, que somos capaces de amar, que nacemos, trabajamos, que hacemos cosas, era un conflicto histórico, y que sigue presente en la ciudad del siglo XX. Esto es lo que no encontré en la poesía de sus maestros y lo que quise escribir. Tal vez por ello en su poema El cántaro roto, Octavio Paz clama por una nueva síntesis de lo dividido, una de las más ambiciosas aspiraciones poéticas:
Vida y muerte no son mundos contrarios,
somos un solo tallo con dos flores
gemelas…
Para Octavio Paz, nuestra condición mortal significa que estamos hechos de tiempo y de historia. Pero hay salidas instantáneas a través de la cultura, que es un acto poético, que disuelve el tiempo, para escapar de la historia y de la muerte. Por ello la poesía dispersa las arenas muertas de todos los relojes, y sin dejar de pasar parece suspenderse; es una poética de la muerte que abre una ventana a la eternidad. Una experiencia poética conocida por los místicos. Pero —advierte Octavo Paz— nosotros no necesitamos ser santos para tener una experiencia de eternidad. Y la poesía es la experiencia más cercana a esta vivencia de instantánea infinitud. Mas la poesía no crea esos instantes de inmortalidad; la poesía sólo los revela.
Octavio Paz propone una clave fundamental para leer la cultura mexicana, donde la vida y la muerte son compañeras inseparables. Ante la muerte —indica Octavio Paz— que concierne a todos los seres humanos, existe una tarea irrenunciable: develar que la vida y la muerte constituyen una Totalidad, más aún, que la muerte hace más vital la vida, gracias a la cultura, a través del arte y la poesía, que tienen el poder de curar de la desgarradura de la existencia y de las ilusiones sin porvenir (como la promesa de inmortalidad en otra vida, que ofrecen las religiones), pero sin abismar a los mortales a un destino fatal: vivir para esperar la muerte.
Octavio Paz rechaza tanto la vida eterna de las religiones como la muerte eterna o la pura afirmación de la vida de algunos filósofos, para dar paso a una vida que implica morir, para dar un sentido vital y poético a la muerte, que sirve de acicate a la vida. La muerte es análoga a la vida y viceversa. La analogía entre la vida y la muerte es para Octavio Paz como en su ensayo El mono gramático: “transparencia universal: en esto ver aquello” (Paz. El mono gramático. Seix Barral, Barcelona, 1974:137). La muerte es una metáfora de la vida; vivir metaforiza el morir. Porque la muerte pacta con la vida a través de los gramas de este mono poético que es el ser humano.
Todo gran poeta comprende el sentido vital de la muerte. Sin embargo, Octavio Paz no la entiende como la expresión de la Pulsión de Muerte, ni como un destino funesto en el que no hay lugar para la esperanza. La otra faz de la muerte es la vida misma, expresada en la fuerza avasalladora de la Pulsión de Eros o Vida, que no deja de pujar y empujar hacia la trascendencia. El torrente de las Correspondencias de Octavio Paz crea toda una cosmología, un ritmo poético universal, donde la vida y la muerte son instantes, alternancias que hacen del universo una totalidad indestructible.
En su laberíntica soledad, los hombres y las mujeres, mantienen una íntima relación con su muerte. Una intimidad con la muerte de la que el pueblo mexicano es el paradigma por excelencia. La soledad anticipa la muerte, como pensamiento y sensación. En el nocturno laberinto, la soledad es muerte y vida, pérdida y asidero, fin y trascendencia. En soledad, cobijados por la noche, los hombres y las mujeres transcurren, son tiempo, sensación y pensamiento de ese transcurrir, en palabras de Martin Heidegger: “conciencia de su ser para la muerte”. En esta esquina de la poética de la muerte Octavio Paz se encuentra con Vladimir Jankélévitch: “[…] quien piensa la muerte piensa la vida (Jankélévitch. La mort, París, Flamarion, 1966:37-38). No es posible hablar del Palacio de la Muerte porque cuando se entra en él ya no hay palabras para narrarlo o poetizarlo. Ningún discurso puede atravesar las tinieblas de la muerte. Las únicas experiencias que logran merodear su misterio son el arte y la poesía, gracias a una poética de la vida y la muerte.
Para Octavio Paz, la amenaza de la muerte sólo puede ser conjurada a través de una poética de la vida y la muerte, gracias a una poética de la cultura de la fiesta y el duelo, el arte y la poesía. Un conjuro que no es consuelo, ni sometimiento a los dioses de la noche o creación de nuevos ídolos, sino un retorno por el río interior que le da un sentido vital a nuestra condición mortal: “[…] no con alegría, pues eso es imposible, sino con serenidad, con heroísmo alegre, con alegre sensualidad” (Paz. Solo a dos voces, Barcelona, Lumen. 1973). Sin duda, sólo el arte y la poesía pueden conducir a la humanidad a esta Voluntad Alegre, pues son los únicos que le permiten liberarse del embrujo de la muerte. Sólo una poética de la vida y de la muerte enseña a los hombres y a las mujeres que la muerte es la otra faz de la existencia.
Pero la modernidad creó el mito de la historia, a través de secularizar la promesa de la religión, prometió crear el paraíso en la tierra y expulsar a la muerte. Y la sociedad industrial se lanzó a una gran cruzada con el fin de universalizar la religión del progreso, de consecuencias harto conocidas: explotación, dominación y muerte del planeta.
También la modernidad produjo el mito de la vida eterna y feliz: el progreso, el bienestar, la riqueza y el placer, que exige que se expulse del discurso y de la vida misma a la muerte, a fin de montar en el mismo escenario el mito del Paraíso en la Tierra, gracias al progreso de la ciencia y la técnica, con su abundancia de bienes. Gran paradoja: la promesa de vida parece convertirse en una amenaza de muerte planetaria. Octavio Paz lo advierte en El signo y el garabato: “De Washington a Moscú, los paraísos futuros se han convertido en un presente horrible que nos hace dudar del mañana” (Paz. El signo y el garabato. Joaquín Mortiz, México, 1986:20).
A los mitos de la historia y de la vida les siguió otro: el de la muerte natural. La muerte moderna fue reducida a un proceso fisiológico, desplazando el sentido vital y poético de la finitud personal. Y la expulsión del sentido de la muerte trae aparejada la negación de la muerte misma, lo que impide que los actos humanos sean vitales, potenciales, trascendentales. Y el rechazo de la muerte por la sociedad moderna ha hecho de la vida un bienestar insensible, donde no hay tampoco lugar para el dolor, que se encuentra anestesiado, del griego an=privación y aisthésis=sentido, que significa “privado de sentido”. En la sociedad moderna sólo hay lugar para el placer, pero traducido en abulia, depresión, insatisfacción, o en una excitación artificial que llega al aturdimiento del consumo fetichista, el aturdimiento o las drogas.
La expulsión de la muerte personal y colectiva, la que es para sí y los demás, conduce a una experiencia imaginaria en la que “el que muere siempre es otro, un cualquiera” —como dice Heidegger en su Ser y tiempo”. Como la muerte es proyectada en los demás a fin de negarla para sí, se convierte en anónima; y como además es negada se transforma en angustia de muerte, pan cotidiano de nuestro mundo feliz. Pero el rechazo a la finitud individual anula la posibilidad de darle un sentido vital y poético a la vida y a la muerte.
Otra paradoja más. La modernidad, al expulsar la muerte de la sensibilidad y el pensamiento, ha dejado ver el verdadero rostro del Paraíso: El Imperio de la Muerte. La modernidad que había conjurado la muerte en nombre de un mundo confiado y entregado a la razón, extiende hoy su helado manto de muerte sobre el planeta. El rechazo de la muerte la hace retornar siniestra y descomunal. Sigmund Freud a quien debemos el descubrimiento de que el mecanismo de la expulsión (Verwerfung en alemán), propio de la estructura subjetiva de la psicosis, conduce a que todo lo rechazado del lenguaje retorne, cual terrorífica alucinación, en lo Real (Freud. “Sobre un caso de paranoia descrito autobiográficamente, Schreber (1911), O. C., Buenos Aires, Amorrortu, 1979:13-82).
Por lo que es posible concluir que el mito de la vida se ha convertido hoy en la pavorosa pesadilla del fin del mundo: la catástrofe ecológica, el exterminio de todos contra todos y la guerra nuclear. El mismo Octavio Paz lo advierte en el Signo y el garabato, la expulsión de la muerte por la modernidad, retornó, para poner fin a la mortandad de la Segunda Guerra Mundial, en forma de dos grandes y siniestros hongos de muerte.
En cambio, en la cultura mexicana, contra la modernidad y a favor del mito, cuya reactualización poética para nuestro tiempo y el porvenir es vital, conviven la muerte y la vida, el placer y el dolor, el canto y el lamento, la fiesta y el duelo. Y es que si la muerte no tiene sentido tampoco la vida.
Somos herederos de los antiguos mexicanos, para quienes la oposición entre la vida y la muerte no era absoluta, como para los modernos. La vida se prolonga en la muerte, la muerte habita la vida. Vida, muerte y resurrección son momentos del movimiento cósmico insaciable. El más alto fin de la vida es la muerte, su complemento. Por ello nuestros antepasados alimentaban con su sangre a la vida, siempre voraz. Ellos pagaban a los dioses la deuda de la especie, con lo que alimentaban la vida cósmica y social. La muerte de cada cual animaba al cosmos.
Por ello, el sentido mexicano de la muerte atenta contra la filosofía moderna del progreso (que no va a ningún lado, como ya señalaba Scheler), que pretende esquivar la presencia de la muerte y la poética de la vida y de la muerte. Ante los discursos del mundo moderno, que suprimen la muerte a través de los discursos políticos y comerciales que ofrecen la felicidad a bajo precio, el culto mexicano a la muerte persiste, porque insiste el deseo de retorno al caos y la naturaleza de donde surgieron los hombres y las mujeres: el principio poético de la vida y la muerte. Como dice Paz: “Un examen de los grandes mitos humanos relativos al origen de la especie y al sentido de nuestra presencia en la tierra, revela que toda cultura —entendida como creación y participación común de valores— parte de la convicción de que el orden del universo ha sido roto o violado por el hombre, ese intruso. Por el “hueco” o abertura de la herida que el hombre ha infligido en la carne compacta del mundo, puede irrumpir de nuevo el caos, que es el estado antiguo y, por decirlo así, natural de la vida. El regreso “del antiguo Desorden Original” es una amenaza que obsesiona a todas las conciencias en todos los tiempos. Hölderlin expresa en varios poemas el pavor ante la fatal seducción que ejerce sobre el universo y sobre el hombre la gran boca vacía del caos” (Paz, El laberinto de la soledad, FCE, México, 1993:29). Octavio Paz, en correspondencia con la poética de la vida y la muerte, al final canta: “Estoy presente en todas partes y para ver mejor; para mejor arder, me apago”.