
…cuando la pluma se resbala ligera entre mis dedos…
¡Oh entonces las horas me parecen cortas!
¡entonces, teniendo por morada la tierra, me siento asida al cielo…
Refugio Barragán
En la segunda parte del siglo XIX es tan fuerte la sombra que proyectan las primeras novelistas del sur en el páramo de la literatura hecha por mujeres -Mercedes Cabello, Clorinda Matto, Juana Gorritti-, que cuesta poco adherirse a su escritura y dar por inaugurada la época narrativa femenina con ellas solas. No obstante, en México, a pesar de un ejercicio patriarcal feroz que permite a desgano la inclusión de las poetas románticas al subrayar sus guirnaldas, la suavidad de su decir, las curvas líricas de su melancolía, etcétera, etcétera… todo quedaba en su lugar. La mujer y sus efluvios en la intimidad del hogar. Pero he aquí que aparece en bandada una nueva especie, las mujeres noveleras. Y para colmo en todas partes: antes en Europa ahora aquí en América Latina, son requeridas por un público cada vez mayor de revistas culturales, periódicos, folletines, a veces fundados por ellas mismas. De modo que con la posesión de la pizarra -porque hay que decirlo, no brotan por generación espontánea sino porque tienen herramientas para brotar- estas mujeres odiosas y ociosas, en su gran mayoría viudas, obvio, han vivido y han aprendido, y ahora libres, sueltas, ¿van a revelar los secretos del matrimonio, de los hijos, de los vínculos entre las familias, de la economía y la política del hogar? Por dios, qué van a hacer estas disparatadas. Ah no, van a inaugurar sus letras, las femeninas quiero decir, las nuestras, con pie de plomo, y la primera novela de una autora mexicana publicada será La hija del bandido, alrededor de 1887, donde su autora Refugio Barragán elude de alguna manera el compromiso del paisaje íntimo de la mujer en su casa para lanzarse a la aventura del afuera, los paisajes, las aventuras en bosques y cerros, en resumen, un folletín del estilo de las novelas de Alejandro Dumas o Walter Scott. Y por cierto muy bien escrita, con la adjetivación propia de su época que con el tiempo resulta lugar común pero que dibuja a la perfección tanto la fábula como el tratamiento que Barragán le da a la fábula. La escritora domina el verbo y el entramado sintáctico. Sin duda es y ha sido una gran lectora. Y conoce el impacto de las novelistas europeas en el ejercicio de la obra por entregas. Así publica su primera novela.
Porque vamos a ser claros, estas mujeres mitómanas, habiéndose ocupado de embarazos, cuidados de la casa, economías domésticas, para eso les enseñaron solamente a sumar y restar, qué tiempo tenían para escribir, qué tiempo para estudiar, qué tiempo para ocuparse de ellas mismas, ninguno. Su pobreza intelectual debía ser intolerable.
En segundo lugar, la dependencia de hombre, padre u esposo, hermano, o en el peor de los casos cuñado o suegro, las hacían inservibles para un empleo, una profesión o lo que fuere estable, sujetas siempre a los avatares de la familia y al lugar que ocupaban en ella.
En tercer lugar, si de trabajar se trataba, los peligros de ser corrompidas, usadas, ultrajadas, era enorme, lo que daba por resultado la decisión de mantenerlas fantasmáticamente en la propiedad privada del patriarca de turno.
Y por fin, y no lo menos problemático, trabajar, estudiar, profesionalizarse, incluir al mundo en sus intereses, hubiera sido catastrófico para su femineidad. Había que apartarlas en ese empeño de ser como los hombres. Contra todo ello se yerguen las primeras mujeres novelistas mexicanas con su pizarra bajo el brazo donde anotan concienzudamente lo que pueden y no pueden escribir.
De más está decir que el objetivo de todas y cada una de ellas fue establecer una educación horizontal respecto de los varones. Más allá de sus éxitos y fracasos no hay mujer del siglo XIX con identidad propia, o al menos en formación, y con mirada crítica que no alcance a entenderse como parte del mundo y sus hechos, esto es, con conciencia histórica asomando entre sus escritos.
Quizás la más intelectual de las primeras escritoras fue Laura Méndez. Por periodista de múltiples espacios impresos, por pensadora exigente para consigo misma y los demás, por vigilante educadora que busca una formación de excelencia para las nuevas generaciones de mujeres, porque rompe el estereotipo de la mujercita/escritora recatada que da cuenta de su entorno costumbrista y sencillo, porque su misma vida está orientada a una libertad de adulta con elección propia, vale decir, pleno ejercicio de su libertad como sujeto. Sin embargo, tiene razón la estudiosa de la literatura escrita por mujeres, Leticia Romero Chumacero: Laura es recordada más como musa que como escritora, más por el suicidio de su primer amante el poeta Manuel Acuña y sus dedicatorias a la joven que por los versos de su autoría que jalonaron la última parte del siglo XIX y fueron notablemente reconocidos por críticos literarios y colegas.
A partir del nuevo siglo se dedica a la narrativa por un tiempo, y madura como crítica, pedagoga, narradora de viajes. Su novela El espejo de Amarilis de 1902 se publica en entregas. Su importancia pasa por el hilo narrativo articulado a través de un espejo y el desafío de enfrentar, en un país mestizo que hace gala del silencio que rodea esta cuestión, un médico de origen indígena y todo lo que ello conlleva, con su vida social y amorosa.
Laura Méndez es lugar obligado cuando se quiere notificar el estado de la escritura femenina de esta época encabalgada sobre finales y principios del siglo XX. Se ha amortiguado el escándalo de sus amores con Manuel Acuña y el suicidio de éste, el nacimiento de un hijo resultado de esa unión, y que pronto va a morir, para dar lugar a sus logros literarios. A los 70 años decide entrar a la universidad para seguir estudiando, ella que había sido líder y renovadora de la institución educativa. Como escritora se la compara en importancia con sor Juana. Recién por estos años el Instituto de Bellas Artes y otras instituciones culturales la inscriben en sus registros y publicaciones.
Elegí par coeur una tercera novelista, entre estas primeras, que me llama la atención, Francisca Betanzo, cuyo seudónimo fue Chanteclair. A causa de ello termino de enterarme que en la Constitución de 1857 se definía mayor de edad a la mujer después de los 30 años, o sea, siguiendo las coordenadas del paso del tiempo y los procesos vitales y mentales, casi cuando estaba a punto de morirse. Es para morirse sí, pero de indignación. La elegí asimismo porque siendo una escritora de ruptura no he podido encontrar su obra. Mientras que los analistas repiten lo mismo y parecieran encontrarse con el mismo problema que yo, como ir a instancias nuevas donde pudiéramos reconocer su voz y confrontarla cómodamente con otras.
De ocho novelas que aseguran de su autoría, tres son las que podemos asegurar suyas. La peña del infortunio y Asceta y suicida las que, por sus características, destacan más. Ella es rebelde, rotunda, piensa y critica, entiende que su espacio está terriblemente acotado, y que para las mujeres no hay justicia que valga. Se mete con lo erótico, con temas prohibidos para la mujer de su época.
Nacida en Puebla no se conoce la fecha de su nacimiento, sus datos biográficos son escasos, vivió temporadas en Francia lo que le permitió publicar en París. En épocas del porfiriato su lealtad era para con Porfirio, luego con el triunfo de Madero, se inclinó hacia éste. Lo que me lleva a reflexionar a mí que sólo buscaba un espacio que le fuera concedido en libertad, cosa que no creo haya logrado. En cuanto al carácter de su obra, he leído que abunda en imágenes eróticas sumamente atrevidas para la época y para una escritora: senos que se descubren y son descriptos en el paroxismo de la pasión amorosa, que se estrujan, que se muerden. Las adicciones, el alcohol como detonador de la pérdida de lo que se ama, la decadencia psíquica y moral. Francisca no duda en describir los derrumbes morales, la concupiscencia, la mentira, la traición.
Ex profeso no he elegido seleccionar en este texto a María Enriqueta Camarillo, quien hasta hace muy pocos años era la única escritora mexicana dada a conocer internacionalmente, publicada en Francia y traducida a otros idiomas, por sus recursos diplomáticos por decirlo de alguna manera. Puesto que muchas veces la celebridad de una escritora o escritor no se basa en su propia obra sino en los apoyos con los que cuenta en su tiempo para darla a conocer y proyectar su presencia en ámbitos propicios.
Entre las primeras novelistas mexicanas hay muchas más como la regiomontana María Luisa Garza (Loreley), pero me parecieron menos interesantes en cuanto que no parecieran haber salido de sus límites en tanto mujeres domesticadas.
Concluyo, como signo y metáfora de nuestros senderos con la palabra de Laura Méndez:
Grato recuerdo de mi primera edad es la posesión de una pizarra en la cual solía yo retratar a mis amigas (…) En la dicha pizarra también con el auxiliar valioso de mi fantasía, veía yo surgir palacios, castillos y fortalezas…
Como si de eso se tratara, ante la posesión de la pizarra, aprehender el mundo, habitarlo y hacerlo nuestro.