
Así comenzaba la primera carta que Hermann Hesse le envió a Stefan Zweig un día no registrado de enero de 1903. Ambos eran jóvenes escritores en busca de interlocución, de intercambiar libros e impresiones. Amaban a Verlaine y lo habían traducido al alemán. Hesse le envió a Zweig, junto a la misiva, la pequeña plaquette de Gedichte y ahora le pedía a éste su antología de Verlaine. Menos de un mes después llegó la respuesta, con el libro solicitado y unas líneas sobre el poemario de Hesse. Una amistad literaria había nacido.
Dos creadores en formación; dos jóvenes artistas que miraban con recelo a los cenáculos literarios de Viena y Berlín: preferían, en contraste, la naturaleza y las ciudades italianas. Eran casi desconocidos, aunque eso estaba a punto de cambiar. La publicación de la novela Peter Camenzind pondría a Hesse en el candelero y las novelas cortas de Zweig llamarían la atención del público lector. Conocedores de la literatura alemana, estaban al tanto del desenlace de las novelas de formación. No deseaban convertirse en burgueses satisfechos, que vivían de las regalías y coleccionaban alfombras y trofeos de caza. Anhelaban salir al campo, recostarse sobre la hierba, tararear algún aria y dejarse perder por ensoñaciones.
La fama mostró pronto sus dientes y las vidas de los escritores empezaron a transformarse. El desafío consistía entonces en no dejar de escribir ni pensar que lo hecho bastaba: “Mientras uno escribe, se siente como un pequeño dios, pero al final ve que lo que ha hecho no pasa de ser un trabajo de escolar, nada más”, le confesaba Hesse a su amigo austríaco el 3 de noviembre de 1903 Lo escrito quedaba en el pasado y rápidamente se volvía ajeno.
La amistad literaria se consolidaba, de esta manera, en el intercambio de libros y opiniones. Buscaban trascender modas y tendencias; aspiraban, dentro del panorama burgués de inicio de siglo, a ser artistas. Estaban influidos por las conductas radicales de Tolstoi; por el naciente psicoanálisis (Hesse fue paciente de Carl Gustav Jung y se recostó en su diván), que posibilitaba el desarrollo de una subjetividad ajena al viejo comunitarismo aldeano del siglo XIX; por la poesía lírica de Rilke y su retorno a la naturaleza; por el pacifismo y la amistad compartida de Romain Rolland, y por la estética de ciertas religiones orientales. En una carta del 13 de diciembre de 1922, Zweig lo advertía con claridad: “No es casualidad que, hace ya más de veinte años, hayamos comenzado con esa afinidad en la poesía y luego hayamos coincidido una y otra vez en cuestiones decisivas como las de la guerra o Roland; que ambos, al mismo tiempo, hayamos, a través de una leyenda del mundo indio, introducido variaciones en unos conocimientos similares. Intuyo con exactitud que eso no es fruto del azar, sino que obra en ello un destino…”
Las primeras novelas de Hesse (Peter Camenzind y Bajo la rueda) anunciaban ya una de sus obsesiones: la inevitable confrontación del universo adolescente con el pragmatismo de la adultez (y la invariable derrota del primero ante el segundo). Su amigo no tardó en advertirlo y así se lo notificó en una carta fechada el 17 de octubre de 1905, donde daba cuenta de su relectura de Peter Camenzind: “Hay en ella cosas que yo mismo he sentido en mis años de adolescente y que luego perdí: y con este libro han aflorado en mí aquellas antiguas horas, esas horas amargas y dulces sobre las cuales nunca supimos que serían las más hermosas que podríamos tener”.
La lectura de esta correspondencia me despierta infinidad de inquietudes. Me asomo por encima de sus hombros para mirar papeles íntimos en sus respectivas mesas de trabajo. Cartas cruzadas a lo largo de dos vidas convulsionadas por lo mejor y lo peor del siglo XX. La caída de imperios, dos guerras mundiales, crisis financieras, el ascenso de los totalitarismos, la hegemonía de la cultura de masas, y el derrumbamiento de los últimos restos del humanismo liberal decimonónico. ¿Hasta dónde llegan los límites de una amistad literaria? ¿Puede soportar las inevitables diferencias de gustos y opiniones? O, con mayor precisión: ¿hasta dónde llega la intimidad y hasta dónde el gusto literario compartido? ¿Es posible separar ambas entidades, esto es, lo personal y lo literario? ¿Qué tanto pueden conocerse dos personas a través del intercambio de ideas y gustos literarios? E inevitablemente termino por preguntarme: ¿cuáles serán los rastros que queden en el futuro de nuestras “afinidades electivas”?
“Antes, cuando éramos jóvenes y no pesaban sobre nuestros hombros la carga de la correspondencia ni la agencia del llamado éxito, nos enviábamos alguna que otra hoja de papel de tiempo en tiempo.” Así terminaba Stefan Zweig su carta del 13 de diciembre de 1922. Ambos son ya autores consagrados: Hesse había publicado en los últimos tres años dos piezas magistrales: Demian y Siddhartha, y ya comenzaba los borradores de El lobo estepario, que habría de aparecer en 1927; Zweig se consagraba como el mejor biógrafo del siglo XX.
La correspondencia se suspende en 1938, en pleno preludio de la guerra y el horror: la sombra del nazismo había crecido y proyectaba su oscuridad en toda la Europa central (y con mayor densidad en Austria). El mundo que habían conocido quedaba atrás, sepultado por la gruesa capa de los años. La sensación de lo catastrófico aumentaba día a día. Estaban al final de algo, no sabían muy bien de qué; la única certeza era que ya nada sería igual. “Esta época se ha vuelto tan extraña, y uno mismo se siente tan inseguro de todas las relaciones, que un simple saludo nos hace más felices que antes un exuberante regalo”. Esas palabras eran el acuse de recibo que Zweig le daba a su amigo Hermann tras recibir unas líneas en 1933. El final se acercaba…
El mundo terminaría por desmoronarse unos pocos años después. Stefan Zweig se suicidó en Brasil en 1941; Hermann Hesse vivió aislado del mundo en un rincón de Suiza. En 1946 recibió el Premio Nobel de Literatura: la fama le daba otro aletazo que él recibió con indiferencia: nunca perteneció a los cenáculos literarios. en plena fama mundial era un fantasma. El secreto de su amistad literaria: ambos hicieron de la literatura una forma de vida; y de la vida, una manera de hacer literatura. Las últimas palabras de El mundo de ayer, la autobiografía de Zweig, escrita al borde de la muerte, parecen dar la clave: “Pero toda sombra es, en última instancia, hija asimismo de la luz. Y sólo quien ha experimentado acontecimientos claros y oscuros, la guerra y la paz, el ascenso y el descenso, sólo ése ha vivido en verdad”.