
La primera forma de respeto que enuncia Alfonso Reyes en la Cartilla moral es el respeto a sí mismo y la dignidad humana. De ella hablaremos en estos comentarios. Reyes entiende que las formas de respeto son mandatos morales que “pueden enumerarse de muchos modos”, es decir, que pueden ordenarse según diversos criterios entre los cuales el que él mismo elige. Es justo este criterio algo de lo más relevante de su Cartilla, aunque fácilmente pasa desapercibido porque lo menciona en una nota al pie y de pasada, sin mayor explicación: “Podemos considerar a la persona y sus relaciones –escribe Reyes- como un conjunto de círculos concéntricos. El primer círculo representa la persona misma, el segundo a la familia, el tercero a la sociedad, el cuarto a la patria, el quinto a la especie humana y el sexto a la naturaleza.” De un planteamiento tan general, poco se puede concluir en relación con lo que Alfonso Reyes tenía en mente, pero mucho se puede pensar a partir de él.
A mi entender, y esta hipótesis es la que me parece más fructífera, la persona es una especie de centro del que irradia el respeto hacia otros órdenes. La razón de esto puede ser doble. La primera es la ya usual idea de que la persona posee dignidad por naturaleza, esto es, su esencia implica la dignidad o, para decirlo con un tono más filosófico, el concepto de dignidad está contenido en el de persona, de modo que “algo” que es una persona y que carece de dignidad es un contrasentido. Así, la persona es el fundamento de la dignidad y, como desde antiguo se sabe, la única relación posible con alguien que posee dignidad es la del respeto. En consecuencia, cada persona es merecedora de respeto debido a la dignidad humana que le es inherente. No importa aquí cómo se justifique que la persona en general posee dignidad; simplemente, se presupone. Lo relevante es que no puede haber dignidad sin respeto, ni viceversa, como tampoco puede haber persona sin dignidad.
La segunda razón que hace de la persona un centro a partir del cual irradian otras formas de respeto, es que no está desarraigada del mundo, a pesar de que, debido a su abstracción, en principio sólo se conciba como un mero concepto aislado, sin vínculo con el entorno y con el otro. Sabemos que esta persona abstracta no existe; lo único que hay son personas concretas, y, en cuanto tales, se desarrollan y viven en condiciones específicas que las vinculan con otros seres y con determinadas formas de colectividad. Sin esas relaciones una persona no llegaría a ser persona, ni llegaría a ser la persona que es. Ésta se constituye, por consiguiente, por su nexo con la familia, con la nación, con la sociedad, con el entorno natural, etc. Ahora bien, y aunque no está claro que Alfonso Reyes haya pensado exactamente esto, si la persona se realiza como tal por su formación en los entornos sociales inmediatos (como la familia) y mediatos (como la patria), la única manera de respetarla con plenitud es respetando el medio que la constituye y, como ya dijimos, estos serían la familia, la sociedad, el país, la humanidad y la naturaleza.
Así, la persona es el fundamento de la dignidad y, como desde antiguo se sabe, la única relación posible con alguien que posee dignidad es la del respeto.
Por las dos razones anteriores, el punto de partida del respeto es la persona, el agente moral, y la consecuencia de esto es que todas las personas merecen igual respeto. Como sabemos, en esto consiste la dignidad humana. De ella se desprenden la mayoría de las otras formas del respeto. Reyes lo dice con claridad: “Lo primero es el respeto que cada ser humano se debe a sí mismo, en cuanto es cuerpo y en cuanto es alma. A esto se refiere el sentimiento de la dignidad de la persona.” Sin embargo, hay que decir que Reyes deja traslucir de nuevo el rostro cristiano con el que comienza la Cartilla moral al pensar que el respeto a la persona puede dividirse en respeto al cuerpo y respeto al alma. Este cartesianismo es a todas luces insostenible e irrelevante en una cartilla moral dirigida a un Estado laico, para el cual es suficiente sostener el respeto a la persona en su integridad, tanto en cuerpo como en alma, o mejor en su unidad de cuerpo y mente, lo que en una sociedad secularizada como la mexicana no puede significar otra cosa que el respeto de la integridad física y psicológica de las personas.
El personalismo del que parte Reyes tiene, sin embargo, otras consecuencias. A pesar de que la validez del punto de partida es indiscutible, Reyes bien pronto lo desorienta en cuanto asocia la dignidad y el respeto de la persona al respeto a sí mismo. Si bien es cierto que el respeto a la persona comienza con el respeto a sí mismo, también es cierto que, desde el punto de vista social, no es deseable que vaya más allá de su mera enunciación, pues indicar qué es respeto a sí mismo y qué no, nos coloca necesariamente en la esfera de la vida íntima y privada, y el conflicto de hasta dónde puede entrometerse la colectividad en esa esfera. Reyes, por ejemplo, dice que “El primer respeto, a nosotros mismos, nos obliga a hacer un uso adecuado de nuestro cuerpo y a cuidarlo. Por consiguiente, nos prohíbe el suicidio, la drogadicción, los excesos y la suciedad.” ¿Pero no es esto ir demasiado lejos en imponer la manera en que cada uno debe comportarse en su vida íntima y privada?
Si consideramos las prohibiciones que propone Reyes (el suicidio, la drogadicción, los excesos y la suciedad), veremos lo difícil que es establecer una medida a partir de la cual sea posible determinar que una persona se falta el respeto a sí misma. El suicidio, por ejemplo, en general puede interpretarse como una falta de respeto a sí mismo, como pensaba Kant, pero también puede ser una forma digna de acabar la vida, como creía Séneca. La drogadicción, en cambio, es sólo una forma especialmente peligrosa de exceso, pero la expresión moralizante que utiliza Alfonso Reyes, “drogadicción”, no permite deliberar sobre el aspecto que socialmente genera discordia, a saber, el consumo de drogas en sí mismo. Surge la pregunta, ¿el consumo moderado de cierto tipo de drogas es una falta de respeto a sí mismo o sólo el exceso?, y, en su caso, ¿cuál es la medida del exceso?
¿hasta qué punto debe ser permitido a la sociedad y al Estado interferir en el campo más puro de la libertad individual: el de la vida íntima y privada?
Esta última pregunta se aplica a otras formas de demasía, por ejemplo, la comida, el sexo, el juego, la avaricia, todo lo cual podría ser catalogado como vicios si seguimos el bien conocido criterio aristotélico del justo medio. Pero, por ejemplo, por qué no podría establecerse un criterio semejante para el ejercicio físico, para el trabajo, para el consumo, u otras actividades estigmatizadas socialmente, como el piercing o el tatuaje. Criterios semejantes chocan fácilmente con la pluralidad de formas de vida en sociedades multiculturales como las de nuestros días. El tatuaje, por ejemplo, es para algunos una manera de honrar el cuerpo, para otros un medio de maltratarlo; en unas culturas, como la maorí, es un indicador del respeto que merece una persona, en otras es un signo que lleva a la discriminación, como todavía sucede en México.
Las consideraciones anteriores nos ponen en el dilema inaugurado por el liberalismo político: ¿hasta qué punto debe ser permitido a la sociedad y al Estado interferir en el campo más puro de la libertad individual: el de la vida íntima y privada? Los planteamientos de Reyes pasan muy rápido de la moral social (ética) a la moral privada (o, simplemente, moral), lo cual ocurre por el uso que hace de la idea de la dignidad humana y el respeto a sí mismo. Este tránsito de lo social a lo privado a través de la dignidad también es problemático, pues surge la paradoja de que, aunque la dignidad de una persona se constata por la autonomía para decidir cómo gobernarse a sí misma, es justo esa autonomía la que se vuelve objeto de control social, en una palabra, la que se restringe. Así, en nombre del respeto a la persona, se pasa por alto su calidad de persona, esto es, la capacidad para decidir por sí misma cómo autogobernarse.
A mi parecer, todos estos cuestionamientos no deben llevarnos a rechazar el punto de partida, el de la dignidad y el autorrespeto. En cambio, deben recordarnos la necesidad de evitar determinar artificialmente desde la colectividad qué comportamientos son los que pueden ser considerados como respetuosos de nuestra persona y cuáles no, pues tal determinación tiene como destino convertirse, antes que en la garantía moral de la dignidad y el respeto, en su negación. Por consiguiente, una Cartilla moral que pretende tener valor para el pueblo mexicano concebido con pluralidad, debe restringir su campo de injerencia a la vida social y pública, y nunca intentar determinar la vida íntima y privada de las personas.