
Escribir es retirarse.
No bajo una tienda de campaña para escribir,
sino de la escritura misma.
Caer lejos del lenguaje de uno mismo,
emanciparlo y desampararlo,
dejarlo caminar solo y desprovisto.
Dejar la palabra.
Ser poeta es saber dejar la palabra.
Dejarla hablar sola,
cosa que no puede hacer más que en lo escrito.
Jacques Derrida, L’ écriture et la différance.
I
En este ensayo espero mostrar el encuentro, en los confines del arte, entre la filosofía, el psicoanálisis, la literatura y la escritura, a partir de Borges, Carroll, Duras, Joyce, Freud, Lacan y Derrida.
Jorge Luis Borges, en su cuento La biblioteca de Babilonia recorre los temas clásicos y modernos sobre la escritura y el lenguaje: el diálogo socrático Cratilo, el diálogo de San Agustín con su hijo Adeodato en De Magistro y la poética del lenguaje en Nietzschey Heidegger. Borges nos conduce por su Biblioteca como por laberintos y por las páginas como por una selva de signos.
La Biblioteca está llena de eróticas letras e infinitas danzas. En los corredores transita una procesión de espejos que duplica ilusiones. La Biblioteca es infinita como la búsqueda de un Texto Total. Una Biblioteca en la que todo lo que se puede decir es que no se puede decir todo. No hay un lenguaje definitivo, ni un Amo de la Verdad, no hay metalenguaje, sólo decir a medias, pues lo real es imposible de decirse todo (Jacques Lacan). Porque en nosotros hay paraísos artificiales, cuyas tonalidades sólo pueden ser dichas con aullidos y gruñidos, que significan todos los misterios del alma, la agonía del tiempo y el inarticulable deseo (Lacan).
La Biblioteca existe ab aeterno, está esperándonos antes de nuestro nacimiento, como el Orden simbólico de Lacan, marcado de incompletud e inconsistencia. Donde los hombres y las mujeres somos los imperfectos bibliotecarios. La vida de todos los libros es caótica, porque están llenos de repeticiones, laberintos y contradicciones. A esto se debe la apasionada búsqueda de la significación.
Borges revela la incompletud radical del lenguaje, a la que llegaron San Agustín en De Magistro y Lacan en su Seminario sobre la psicosis: el significante no significa nada, hasta que no venga otro a significarlo, y así al infinito (como lo reveló Charles Sanders Pierce, a propósito del signo). A menos que la cuchilla de la escansión venga a cortar el discurso y el verso, para que un instante significante se abroche al significado, para que el sujeto no se barra en la psicosis.
La ficción de Borges nos enseña que el signo falla, que el significado no corresponde a las cosas ni a las palabras mismas. Porque el lenguaje está expuesto a la polisemia, es imposible evitar el equívoco y la incomunicación; por eso se inventó la interpretación.
Como toda biblioteca, promueve el sentido, pero es inevitable su correlato: el sinsentido. Si la lengua no se somete al orden, se perdería del goce, sin el cual —como advierte Lacan— sería vano el universo.
Superar la ambigüedad e instituir el lenguaje inequívoco, es el fin del discurso del amo, que como quiere el bien del esclavo, pretende administrar el goce lenguajero. A los amantes de los decires permitidos se debe que millones de libros hayan sido desaparecidos o quemados. Una parte de Poética de Aristóteles —según Umberto Eco— fue quemada para censurar la risa, por diabólica; Lacan sostiene que fue por el chiste: el goce de la lengua.
II
Lewis Carroll lleva a cabo la destrucción más despiadada de la lógica. Pero, como advierte Ulalume González de León: “[…] La mayoría prefiere entender al riesgo del placer” (González de León, El riesgo del placer, Era, México, 1978: 13). Su cuento-poema La caza del Snark, permite reconocer lo real imposible de decirse todo, el deseo y la muerte.
El cuento-poema de Carroll, en ocho partes, agonía y paroxismo, es un viaje marítimo inimaginable, a la deriva y en busca del objeto del deseo: el Snark imposible. Sobre un navío imposible viaja una tripulación inverosímil. Luego de atravesar mares y peligros, el fantástico barco ancla ante un paisaje rocoso apenas visible a causa de la densa niebla. Y Carroll advierte el peligro mortal que acecha a los marineros si confunden al inofensivo Snark con el mortal Bujum.
Snark es una palabra-valija que condensa las palabras snail (caracol) y shark (tiburón), con la que Carroll crea un animal inimaginable. Carroll se los explica a unos niños: “[…] las palabras, como ustedes saben, significan más que lo que comprendemos cuando las empleamos […] el libro en su totalidad debe significar mucho más que lo que el autor ha querido decir. Por eso aceptaré de buena gana que todas las significaciones justas que contiene constituyen el sentido del libro. La mejor, a mi juicio, pertenece a una dama (que la publicó en una carta dirigida a un periódico), según la cual la obra es, del principio al fin, una alegoría de la búsqueda de la felicidad (Sami-Ali, El espacio imaginario, Buenos Aires, Amorrortu, 1976: 190).
El Hombre de la Campana, el Capitán, lo conoce muy bien: 1) tiene un sabor magro y pérfido; 2) se levanta tarde; 3) desayuna a la hora del té, y no almuerza antes del día siguiente; 3) es lento para captar los chistes y no le causan risa los juegos de palabras; 4) arrastra las casillas de baño; embellecen el paisaje; 5) es muy ambicioso. Y el Panadero recomienda cazar al Snark con dedales, tenedores, sonrisas y espuma de jabón.
En La caza del Snark, Carroll destruye los signos. Como los meridianos son signos convencionales, el Capitán guía a los marineros con un mapa que sólo representa el mar; la tripulación se alegra con aquella hoja en blanco que por fin todos pueden entender. Los marineros pronto se dan cuenta de que el Capitán sólo sabe una forma de cruzar los mares: tocar su campana. Sus órdenes pueden enloquecer: ¡Todo a estribor y firme sobre babor! Entregado a la contradicción, el Capitán comunica a la tripulación un mundo fantásticamente indiferenciado.
El personaje central ha olvidado su nombre; según el Capitán es lo que menos importa, pues lo que se necesita es valor. A falta de nombre responde a muchos: ¡Eh!, ¡Rayos y truenos!, ¡Al diablo su nombre!, ¿Cómo se llama? El Panadero, un ser sin nombre, está destinado a desaparecer. Cuando el Capitán advierte que el Snark puede ser confundido con un Bujum, el Panadero se desmaya; pero vuelve en sí con mostaza, buenos consejos, berros y adivinanzas.
Pero Carroll, en la diversidad más incompatible revela una misteriosa identidad: 1) todos los nombres de los personajes de la tripulación comienzan con la letra B; 2) el Panadero es un ser sin nombre; el Snark es un nombre sin ser; 3) al final, la desaparición del Panadero revela su identidad y la íntima relación que guarda con el Snark. “Cada noche —dice Carroll a través del Panadero— entablo con el Snark un combate de pesadilla” (Mark Grotjahn, “About the symbolization of Alice’s adventures in wonderland”, Phillips, R., Aspects of Alice, London, Gollanz, 1972: 315 y sigs).
El cuento-poema La caza del Snark muestra que el significante no significa nada, que no deja de repetirse y que es el único que puede hacernos venir a la existencia. Por eso, al final del cuento-poema, el Panadero desaparece en medio de la palabra que trataba de decir, pues es muy estrecho el vínculo entre el deseo y la muerte. Como comienza y termina el cuento-poema: “Porque el Snark era un Bujum”. Así es como termina una experiencia psicoanalítica: “Eso, que tú has querido, tú puedes saberlo” (Lacan).
III
Marguerite Duras decía con vehemencia que escribir era una experiencia que sólo podía gestarse en soledad. Porque escribir es una manera de engarzar las letras a la vida: escribir la vida, vivir la escritura (Sami-Ali, El espacio imaginario, Buenos Aires, Amorrortu, 1976: 206).
Para escribir se requiere la soledad. Una experiencia producida por el mismo escritor, que hace su soledad para escribir textos y libros que él desconoce y nadie había pensado jamás. Porque la soledad es condición de la escritura. No se trata de cualquier escritura, sino de la escritura que dice algo nuevo, que crea otros seres, otras formas de pensamiento y sensibilidad, otros decires o estilos. Es una escritura que no puede escribir ninguna secretaria, por buena que sea. Para crear se requiere tomar distancia de los demás y hasta de sus libros.
Sólo la soledad convoca el silencio de la escritura: un decir no dicho que está por decirse. Como dice Lacan en Radiofonía: “Mi experiencia no toca al ser, sino haciéndolo nacer de la falla que produce el ente por decirse” (Lacan).
La soledad que reclama la escritura —decía Duras— es tan encantadora que quienes vivieron con ella, como no soportaron el silencio se tuvieron que poner a escribir. Duras también descubrió —como Javier González a través de Octavio Paz— que “[…] las palabras no son las únicas detentoras de sentido sino que actúan como puentes tendidos para acentuar el valor del silencio” (Martin Gardiner, The annotated Snark, Londres, Penguin Books, 1967: 22).
Un valor que evoca el silencio del analista, que conduce a la afirmación silenciosa de la pulsión, que siempre habla de lo mismo: “que la relación sexual no existe”, y que el ser no es accesible. Porque lo mismo es del orden del ser, de lo real, en tanto que lo Otro es del orden del significante, orden simbólico. Por esto es que el ser no se dice sino que se hace, se crea.
Duras siempre se concibió como una escritora de libros ilegibles, vertiginosos y abismales. Como le dijera Lacan: “No debe saber que ha escrito lo que ha escrito. Porque se perdería. Y significaría la catástrofe” (Lewis Carroll, Pilow problems and a tangled tale, New York, Dover, 1968: XV). Una frase que para Duras se tradujo en “el derecho a decir”, desconocido por las mujeres. Un derecho a la escritura que alcanza El grado cero de la escritura de Barthes, pues “[…] está siempre enraizada en un más allá del lenguaje, se desarrolla como un germen y no como una línea, manifiesta una esencia y amenaza con un secreto, es una contra-comunicación, intimida” (Duras, Escribir, Barcelona, Tusquets, 1994).
Es preciso crear una soledad total para encontrar que la escritura nos salva. El que escribe para decir algo nuevo no tiene una idea guardada del texto que va a escribir. Como señala Derrida, “[…] caer lejos del lenguaje de uno mismo, emanciparlo o desampararlo, dejarlo caminar solo y desprovisto. Dejar la palabra” (Javier González, El cuerpo y la letra, México, FCE, 1988: 160). El escritor está frente a un libro desnudo y sin futuro, con solo dos reglas de oro: la ortografía y el sentido. Al igual que Octavio Paz: Libertad, pero bajo palabra. Si alguien supiera de verdad lo que va a escribir —dice Duras—, nunca escribiría. En realidad se escribe para saber lo que se escribiría, y que sólo lo sabremos después de escribir. Antes que Picasso y Lacan, Michel de Montaigne, uno de los más grandes ensayistas de la historia, dijo: “Yo no busco, encuentro”.
La soledad sólo es posible cuando todo se pone en duda: las certezas del yo, las seguridades cotidianas, los amigos y las verdades comunes. Se trata de una duda fundamental que es la condición de posibilidad de la soledad de la escritura. Pero la mayoría no soporta la soledad; las gentes tienden a agruparse por impotencia personal o por miedo a perecer como especies biológicas. A esto se debe que no todos sean escritores, y a que no todos los que escriben sean escritores. Y sin embargo Duras sabe que: “con el escritor todo el mundo escribe, hasta las moscas con sus giros en el aire”.
Un libro significa la soledad del mundo entero. Hay generaciones muertas que escriben libros sin soledad ni silencio, sin pozos y sin noche. Son libros que no desgarran el pensamiento ni hablan del duelo de toda vida y el drama de todo pensamiento. Toda auténtica escritura debe tener pasajes difíciles de pensar, significar y experimentar. Pero es necesario escribir sobre el espanto de escribir, para consignarlo en la geografía nuestra finita existencia. Hay que escribir para darles voz a todos los pueblos del mundo. Todo el mundo escribe al leer. Lo dice Octavio Paz en El signo y el garabato: la escritura es una pregunta sin respuesta, pues su respuesta es la muerte: un garabato indescifrable, insignificante, cuya traducción es la huella de nuestra finitud, una metáfora de la realidad.
Con la noche llega el duende de la escritura. Mientras todos duermen, para el escritor(a) es hora de trabajar. Una labor que invierte los valores. Pues escribir no es del orden de lo político, el más violento de todos (en el que uno se vuelve tan malo como los perros guardianes). Porque en la noche al escritor le asalta una gran indignación ante las injusticias del mundo. En la noche el escritor escribe el drama de la vida y el trabajo. Si el escritor no llora al menos una vez en su vida por todo esto, entonces no llora por nada. Y no llorar nunca es estar muerto. Duras sabe que nadie puede escribir y sin embargo escribe. Pergeña lo desconocido de sí misma. En esto consiste el peligro de escribir.
IV
“He escrito Ulises para tener ocupados a los críticos durante trescientos años”. Esta es una conocida advertencia de James Joyce, para sus críticos y lectores. Una máquina literaria que inventa una (anti)novela, Ulises, alcrear un juego verbal de puro significante. Donde los acontecimientos sólo son un pretexto, pues es la máquina significante la que los da a luz. Como en la tradición bíblica, es el verbo el que encarna. En el Ulises, ni el acontecimiento logra sostener una cadena de significantes; hay pensamientos íntimos que apenas llegan a la mitad de la frase; el resto ha sido secretamente enunciado. El lector tiene que darle sentido al texto.
Para internarnos en Ulises, hay que hacer un ejercicio: sentarse a algún café y tratar de escribir, en tan solo un día, todo el flujo de acontecimientos, onomatopeyas, diálogos y escenas rotas. Aquí tenemos al Ulises en tan sólo un día: 16 de junio de 1904, una fecha gratuita pero cargada de sentido, que sólo las enciclopedias literarias ilustran este día. El día de las carreras de la Copa de Oro en Ascot, en que en el Queen la compañía de ópera Elster-Grimes representa El lirio de Kilarnev, y en que nada extraordinario sucede en Irlanda (“Joyce”, Diccionario de Literatura, Barcelona, Sopena, 1972, tomo II). Joyce llena todo un día con fragmentos de instantes y trasciende el intimismo con los jirones de la realidad en una unidad múltiple.
Ulises de Joyce es una combinación del significante puro con algo que parece automatismo del inconsciente, pero de una nueva especie: la aparente arbitrariedad mezclada con una extrema rigurosidad. El pot-pourri de significantes que indujo a Leopold Bloom a una magna interpretación, obligó a Joyce a hacer pública su rigurosidad. Por eso hoy podemos disponer de complicados esquemas de acceso a la máquina literaria de Joyce, como los esquemas de Linati o de Gilbert-Gorman, que sostienen que en el Ulises no hay ningún significante puro, dado que en cualquier diálogo está toda la historia. Porque lo fragmentario del Ulises es en realidad ubicuo, omnipresente. Ernst Robert Curtius lo confirma: para entender el Ulises hay que tener presente la obra entera en cada frase, algo imposible de realizar (Curtius, Ensayos críticos sobre literatura europea, Barcelona, Seix Barral,1972).
Las claves para la lectura de Ulises parecen proceder de una culpabilidad del escritor: “para que vean que no escribí gratuidades”. Ahí se juegan el esquematismo más riguroso y el clasicismo homérico, que velan la modernidad del proyecto. Con ellos, Joyce anula lo fragmentario y hace del intimismo una historia verdadera: un monólogo real, donde las cosas, fantasmas y animales secretan lenguaje. Por Joyce sabemos que el viento marino habla hindú: Punarjanam patsypunjanb, y que los humanos pueden manifestarse como animales o tornillos, que rebuznan o pifian. La máquina de Joyce no es ni un monólogo, pero está atravesada por el sujeto del inconsciente.
Otro intérprete anota que Joyce llegó a identificar el lenguaje y la experiencia. Pero más bien parece que el maquínico monólogo de Joyce oscila entre el adentro y el afuera, donde éste es una propiedad de aquél, y viceversa. En el Ulises lo interior y lo exterior son un solo real, como la extimidad de Lacan.
Ni Balzac ni Proust. Para Joyce la subjetividad proviene de las cosas mismas, como sacadas de su objetualidad: “[ …] Carreteros de torpes botas sacaban rodando los barriles de sordos retumbos del almacén Prince y los subían entrechocándolos al carro de la cervecería. En el carro de la cervecería se entrechocaban barriles de sordo retumbo sacados rodando del almacén Prince por carreteros de torpes botas” (Harry Levin, James Joyce, México, FCE, 1959: 100). Donde la emoción es anulada, pues no la asume el sujeto, sino la distancia que éste antepone a través del flujo impersonal de la cadena significante.
La máquina de Joyce cambia la mirada: el macrocosmos se despliega en el microcosmos de la conciencia. Joyce, enamorado de Giambattista Vico, sabe que ninguna dimensión se agota, ya que el infinito no es más que un ensamble de ciclos que se repiten. Por eso los mejores viajes son hacia adentro, donde realmente está el afuera.
Si en Stendhal o Flaubert los personajes se explican a través de lo social político, en el Ulises por la historia monumental de un solo día, con su epopeya homérica, mítica. Como para Joyce la historia es una pesadilla, trata de anularla con el deslizamiento de los significantes, o de fijarlos como las cacofonías de los bebés: ba-ba-ba. Porque la escritura es la conciencia de un mundo, como un individuo es una multitud y una ciudad es un universo.
La máquina de Joyce va del soliloquio al rezo, de los laberintos al estallido, para lograr la multiplicidad en la unidad y romper la unidad con lo múltiple. La máquina de Joyce es comparable a un cinematógrafo, con sus unidades autónomas que componen una totalidad: escenas, capítulos, cuadros, en una relación tensa, en función del montaje. Como la geométrica ética de Spinoza, la invención geométrica de Joyce, donde las calles se entrecruzan, las casas tienen muros comunes y la ciudad tiene un abastecimiento común de agua. Lo que no anula la disimilitud: en la ciudad no existe la solidaridad entre sus habitantes (Harry Levin, James Joyce, México, FCE, 1959: 133).
La máquina de Joyce encuentra el monólogo de los ciudadanos de las grandes urbes: una multitud de sueños. En palabras de Henry Miller: la locura se personifica en la ecuación monólogo=ciudad. Ulises es una anti-novela, porque todo podría ser ficción: el sujeto y la novela misma. En realidad es como la vida: monólogo y ficción. No olvidemos, con Lacan, que “la verdad tiene estructura de ficción”.
V
Para pensar en la escritura es preciso recurrir a La gramatología de Derrida, tan próxima a la Carta 52 que Freud envía a su amigo Fliess. Pero la Gramatología no es una ciencia tradicional sino un programa abierto a una teoría general, donde la historia misma de la escritura debe ser pensada a partir de la noción de grama, la posibilidad de toda inscripción, un grafema que nombra un átomo irreductible: la archi-escritura en general.
Desde la letra es algo que se hace y nos hace, en tanto que inscripción significante. La letra en psicoanálisis pertenece a la gramatología, pensamiento de la huella, la archi-escritura, la différance. Frente a la unidad del signo lingüístico como diferenciada y arbitraria de un significado y un significante, como presencia sin referencia a una huella, que sostiene la supuesta unidad de la palabra, Derrida opone la gramatología que tacha el logofonocentrismo (que privilegia la palabra hablada y rechaza la escritura), cual aventura seminal de la huella y pensamiento inmotivado del signo. Aquí se aprecia una íntima relación entre la gramatología y la poética: la experiencia del pensamiento que se porta sin pensar, como la voz de Octavio Paz y la voz de Otro de Lacan.
Donde todo proceso de significación es juego formal de diferencias, articulado y complejo, constante reenvío de significantes, puesto que el significante no significa nada, hasta que no venga otro significante a significarlo, como encuentran San Agustín y Lacan. La huella sólo es para otra huella, pues ninguna es la primera huella. La estructura de la archi-escritura plantea como imposible un origen primigenio, porque cada huella es la huella de otra huella. El concepto de origen (archia), está sometido a la tachadura (rature), irreductible a la presencia, como metáfora de… algo.
La estrategia de la différance permite que el pensamiento actúe en la escena de lo inconsciente, lo impensado, la escritura. Una lógica sin finalidad, el azar y la aventura seminal de la huella (Derrida, L’écriture et la différance. París, Seuil, 1967 :427). El pensamiento de la huella rompe con la irreversibilidad del tiempo lineal de la temporalidad, destruye toda lógica de la identidad y descarta toda estructura cerrada, como la historia de la metafísica, como discurso centrado en la presencia.
La gramatología, ciencia del origen tachado, respuesta a la estrategia de la escritura, no desaparece el origen que nunca se constituyó, más que retrospectivamente por un no-origen. La huella es el origen del origen.
Todo comienza por la huella, pero no hay huella originaria (Derrida, De la grammatologie, París, Minuit, 1967:90). La différance es lo que difiere, en los dos sentidos: lo diferente y lo que aplaza, transfiere y retrasa el encuentro con la presencia, el referente. La différance es un movimiento incesante por el que toda lengua se constituye históricamente como tejido de diferencias, deslizamiento de sentido, interpretación abierta, creación, aplazamiento del significado definitivo, cual experiencia literaria.
La literatura no es únicamente arte de la palabra; es también arte de superar las propias palabras, de hacerlas adquirir una peculiar “comprensibilidad” dependiendo de las combinaciones en las cuales se encuentran. Sobre el sentido de cada palabra y de cada texto enarbola algo como “sobre sentido” que transforma el texto y lo convierte de un sistema de signos ordinario en otro, estético. La combinación de las palabras (sólo aquella emana la diversidad de asociaciones) revela las diferentes tonalidades del significado de las palabras y, a la vez, establece el colorido emocional y la totalidad del lenguaje. Gracias Rosario por hacerme recordar el gran maestro Lijachev a partir de tu bello texto y darme de la tarea de traducir este pedacito de su Carta 31.