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Caída del búfalo sin nombre. Ensayos sobre el suicidio

febrero 19, 20201 ComentarioNarrativa, Portada CreacionesBy Alejandro Tarrab

(Prosa, fragmento, México).

Ordenamiento

La erección es el ordenamiento, la contracción del vientre (espasmo) y la firme convicción de lo que se penetra. El niño que juega con su pene erecto sabe, en el fondo de su ser, que sostiene la simiente; el niño que sujeta su pene flácido sabe que regará los campos de color, meará los campos de batalla, orinará a su enemigo. En todos los casos será castigado. Sostener el órgano que da la vida es una de las primeras sensaciones de repercusión. La toma de la palabra es lo segundo.

         Quien abre la boca para proferir —el sonido todavía sin razón— y ya no para tragar, percute, repercute en los orígenes del día. El niño reza con denuedos que traspasarán el mundo. Hay mayor eco, mayor reverberación y consecuencia en esta voz. La palabra del adulto es la palabra normalizada (doxa), el niño ordena y actúa desde lo intempestivo, desde la sorpresa y el ahogo que no conocen sazón. La palabra del niño es inoportuna y así penetra y realiza de mejor manera. Dar en el blanco no es entonces dar en el centro, en el círculo pequeño, sino apuntar y romper hacia la periferia, lo inesperado (paradoxa) que está en las orillas, más allá del círculo cerrado y familiar.

Trasladar, convertir (súbito) la materia ordinaria en la semilla de lo impensable, tal es el poder del niño mago, del niño sacerdote.

El niño habla de noche y repite sus palabras durante el día. La noche es el espacio sin el yug        o de los padres, a ella le teme y a ella se entrega atrevido. Algo cercano pasa en el escondite. El que entra en la noche, el que accede a su escondite, entra con los ojos cerrados —los suyos ya no le sirven—, entra con otros oídos, otra piel, otra voz y otro tacto. El niño mago, el niño sacerdote, se aleja del dominio, de la carga pesada y diurna, se quita el nudo de la voz, para decir lo extraordinario. *

         Los niños no tienen religión o su religión es el silencio, el ruido, la expresión desarticulada, la palabra sin tiempo. Cuando el niño vuelve de la iglesia o del templo de la mano de sus padres y se deshace, al fin, del atuendo para ver a Dios, se refugia debajo de la mesa o de las sábanas, quizá repita algunos ruegos que le fueron mostrados, para después llenarse en el silencio. Ahí, debajo, apartado del mundo, ser de la oscuridad y las cavernas, el niño reconoce en su respiración el acto verdadero para vincularse con la vida y con la muerte. Con cada inhalación expande el pecho y los pulmones, se abre a la vida; las exhalaciones son la repetición misteriosa de lo que será: vivo —me encono, ocupo mi lugar— y sé que moriré. Tal es la oración que el niño repite desde su santuario. No es raro ver a este niño en su escondite murmurando, hablando con ruido, que es el lenguaje feroz de los supervivientes, o frotando dos piedras, dos trozos de carbón-madera, haciéndolos colisionar para entregarles la vida.

         Durante este desanudamiento pueden escucharse las últimas palabras de sujeción, tal vez Dios, tal vez mis padres, pero pronto dirán Hielo, frío para el Padre, pronto cortarán la garganta de los más altos e invocarán la presencia de los que ya partieron. No con palabras difíciles, con un chasquido: imágenes de la metamorfosis, animales míticos que ya hemos olvidado, porque somos grandes y somos doctos.

Nací, como cualquiera, en una serie de cajas o conjuntos de tubería. Entradas y salidas que ofrecen el destino y la partida: alimentos que se intercambian por mierda para la tierra y luego la tierra, arruinada, devolviendo frutos intoxicados, diminutos. Desde una de estas cajas vi pasar la vida y deseé, como cualquier otro niño, la muerte: la muerte inocente para mis padres y para mis hermanos, la muerte para mis conocidos y enemigos; transeúntes de pasos cortos avanzando por estrechas avenidas. Todo, desde el dominio de mi ventana.

Desde esta caja de la calle Xola, puesto de observación, viví la muerte de mis dos abuelos maternos.

Si bien no tuve religión, al morir mis dos abuelos católicos esta caja se transformó en la caja apostólica de mi vida. Después vendrían las cajas ulteriores, correspondientes al héjal (arón ha-kodesh), la Torah, la tefilá** una misma rogativa. Pero, ahora, este apartamento de la calle Xola, este puesto de observación, se transformó en un templo de cruces: una gran cruz por sí misma. Caja-cruz. Un santuario iluminado por la herida sangrante de la luz. Al fondo, Dios estaba enfermo y sus devotos aspiraban —y aspirarían, a partir de entonces— al sacrificio. Imitatione Christi. Por los siglos de los siglos la autoinmolación.

         Mi ordenamiento tuvo lugar en este espacio. Un lugar donde el rostro de Dios está desfigurado, visto a través del espejo deforme del silencio: callar a Dios para después retenerlo enmascarado. En esta caja sin sumos sacerdotes pronto alguien debía imponerse, y fui yo: el simple sacerdote, agente del beneficio y la maldición.

Cuando mi abuela Carmen murió, mi madre nos hizo hincar, a mi hermano y a mí, al pie de su cama (genu flectere:arrodillarse para hablar con Dios, rendirse para husmear lo inaccesible). Estaba enferma. Nos explicó, con la voz gastada, como si tuviera días sin hablar o como si llevara días rezando, lo que era el corazón, lo que era el Cielo y era Dios y era un infarto. Por primera vez vi a los ángeles —esas criaturas mudas infestadas de sarcasmo— moverse más allá del altar. La música celeste bajó a nuestro encuentro. Nuestra abuela se había adelantado y a mí, sacerdote de las órdenes pequeñas, no me había dado tiempo de negociar con Dios, de amenazarlo y dictar así lo que vendría para Él en consecuencia.

¿Cómo levantarse del suelo y olvidar aquella posición?, ¿cómo pronunciarse ante lo irremediablemente acontecido?

No recuerdo el camino de regreso a mi habitación, el momento en que me puse en pie y sentí mi cuerpo expuesto, entregado a las fuerzas del peligro: las manos pesadas, los dedos de las manos bullendo hormigas hacia el suelo, los brazos sosteniendo esferas cargantes; las piernas trémulas queriendo doblegarse, arrojarse de nueva cuenta a la tierra. No recuerdo haberle dado la espalda a ese cuadro de enfermedad y muerte, donde mi madre permanecía postrada y la madre de mi madre se alzaba, virgen suicida, encima de su cama. Hay un corte, de esa escena a otra, en donde estoy recostado sosteniendo con las rodillas y las piernas una delgada sábana de colores. Veo la luz a través de la tela —líneas raídas de azules y amarillos—, veo mis piernas lampiñas, casi transparentes.

         Aquella sábana se pegaba y desprendía de mi piel, de mis rodillas y mi cara. Subía y bajaba y volvía a subir: una gran vela henchida y sofocada, impulsada por mi aliento. A cada nueva inhalación, a cada nueva exhalación acompañada por un suspiro, por un murmullo en el lenguaje primigenio, la tela iba tornándose en lienzo. Sobre las paredes de aquel tejido iban esbozándose trazos suaves, al principio, contornos cada vez más definidos; pieles gruesas de animales, constelaciones formadas por rebaños y manadas: búfalos rojos haciendo eco con sus coces y bufidos en los muros de la caverna.

         Cuando lo pienso, ahora, me parece que de varias maneras sigo hincado y continúo ahí respirando, recostado, con las piernas en alto como los tallos de una embarcación. Ninguno de estos seres —el arrodillado, el navegante que sostiene el mástil y el velamen contra todos los tiempos— ha desistido. Cada uno atiende su lugar ante el peligro, su reducto en la historia.

Esa noche, ya entrada la primavera y con ella la fiebre y las primeras migraciones, soñé con un búfalo pastando cerca del acantilado. Nos mirábamos entre los pastos altos, entre la hierba. Sus ojos eran cristalinos y oscuros igual que los míos. Bestia y niño bosquejados con los trazos oblongos de las cavernas. De lejos, todavía temiendo una embestida, le pedía a aquel búfalo un nombre para andar más digno por estos rumbos, pero no supo dármelo.

         Fui entonces Descendiente de búfalos —mirada en espera del abismo—. Alto vuelo de un búfalo sin remos ni alas. Caída del búfalo sin nombre.

Notas

[1] Algún tiempo después de escribir estos fragmentos, me encontré con un texto fascinante de Walter Benjamin, “Escondrijos”, incluido en su libro Infancia en Berlín (edición póstuma, 1950, preparada por Theodor Adorno) y relacionado estrechamente con el ordenamiento y la magia. Lo reproduzco aquí en la traducción de Jorge Navarro Pérez: “Yo ya conocía en la vivienda todos los escondrijos y así, volvía a ellos al igual que a una casa en la que sabes que todo va a estar como lo dejaste. Mi corazón latía acelerado, conteniendo el aliento. En verdad que aquí estaba encerrado al interior del mundo material. Este mundo era claro para mí, y se me acercaba sin hablar. Así comprende aquel al que van a ahorcar qué cosa son la cuerda y la madera. El niño que está detrás de la cortina se convierte así en algo tremolante y blanco, a saber, se convierte en un fantasma. La mesa del comedor bajo la cual se encuentra acurrucado lo convierte en el ídolo de madera del templo, donde las patas talladas son las cuatro columnas. Y, detrás de una puerta, él mismo también es una puerta; la puerta es una máscara pesada que él mismo se ha puesto, y el niño es el sacerdote brujo que hechiza a cuantos entran descuidados. A ningún precio lo pueden encontrar. Si hace muecas, le dicen que, si suena el reloj, se va a quedar con ellas. Yo mismo averigüé en mi escondrijo qué hay de verdad en esto. Si alguien me descubría, podía dejarme siempre en las cortinas igual que un fantasma, o por fin desterrarme de por vida a la pesada puerta. Y por eso, si finalmente me atrapaba quien me iba buscando, yo hacía salir, dando un gran grito, al demonio que así me transformaba; ni siquiera esperaba a aquel instante, sino que me anticipaba con un grito de autoliberación. Por eso no me cansaba en mi combatir con el espíritu. La vivienda era de este modo un arsenal de máscaras. Pero una vez al año había regalos puestos en lugares misteriosos, en sus vacías órbitas oculares, en su rígida boca y la experiencia mágica se volvía una ciencia. Como un ingeniero, yo iba desencantando la sombría y tétrica vivienda, cuando iba en busca de los huevos de Pascua”.

** La primera caja es lo abierto del universo y el mundo. Después el lugar de congregación y culto: el beit hakneset, knis (para los judíos sefaradim) o shul (para los ashkenazim)es la sinagoga. En el muro profundo de estos templos, orientado hacia el este —es decir, hacia Eretz Israel—, se encuentra el héjal o arón ha-kodesh, el receptáculo sagrado que contiene los Rollos de la Ley (Sefer Torah).

         Los tefilín son pequeñas cajas negras con cintas de cuero que contienen pergaminos cuidadosamente escritos por un sofer STaM (escriba). Se colocan en el brazo izquierdo —el primero— y sobre la frente —el segundo— para pronunciar las plegarias matutinas. Se les denomina también filacterias, nombre griego rechazado por algunas comunidades por su acepción y relación directa con los talismanes y amuletos. La voz tefilá (en plural tefilín) significa literalmente “plegaria” u “oración”.

Foto de portada: Guido Bompadre

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Sobre el autor

Alejandro Tarrab

Ciudad de México, 1972. Poeta y ensayista. Actualmente cursa el doctorado en Letras en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Es autor, entre otros, de Litane (2006), Degenerativa (Premio Nacional de Literatura Gilberto Owen, 2009), Ensayos malogrados. Resabios sobre la muerte voluntaria (2016), Caída del búfalo sin nombre. Ensayos sobre el suicidio (2017) y Maremágnum (2019). Fue becario del programa Jóvenes Creadores y miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (Fonca). Parte de su obra ha sido traducida al inglés, francés, alemán, portugués, checo y serbio. El fragmento que presentamos arriba corresponde a la edición de Malpaís & Mantarrayas, México, 2017.

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1 Comentario
  1. Responder
    febrero 20, 2020 at 4:25 pm
    Rex Mann

    Excelente selección. Alejandro es un gran poeta.

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