
Hace muchos años en Bahía Blanca, corría el año de 1986 y nos visitaba Eugenio Barba. Allí mismo Dardo Aguirre y él, con extraña complicidad de recién llegados a la amistad que proseguiría largo tiempo, y conmigo hasta el presente, decidimos un Encuentro Internacional de Teatro en nuestra ciudad. Meses después fuimos a Holstebro (Dinamarca) para conjugar y dar luz al proceso completo. En medio de propuestas y el entusiasmo de tal acontecimiento, yo le pregunté azorada: ¿Y a quién vamos a invitar, Eugenio? Con su característica templanza me respondió también él sorprendido ante mi pregunta: A los amigos, por supuesto. Eso ha hecho siempre; de modo que cuando recibí la invitación para acompañarlo dos días en México, no me sorprendí demasiado. Sabía que su afecto, estar afectado por la amistad, no lo había abandonado. De manera que el 18 y 19 de enero pasados, cuando Eugenio Barba estuvo en la Ciudad de México presentando su obra “Ave María” con la participación de la actriz Julia Varley, el sábado, y al día siguiente, domingo, su clase magistral que duró varias horas, dos lugares me estaban destinados para asistir a la experiencia completa.
Alejarse del texto para ser libre del texto, para renovarlo.
Eugenio Barba
Este epígrafe es uno de los últimos mensajes dirigido a los actores que nos dejara Eugenio Barba junto a Julia Varley, su compañera y actriz, en la Clase Magistral del domingo 19 de enero en el Centro Cultural Helénico de la Ciudad de México.
Alrededor de quinientos jóvenes diseminados en la platea y el gran palco central tomaban apuntes, a veces reían poquito, amagos de aplausos que rápidamente Eugenio controlaba y la energía juvenil que iba del escenario hasta los receptores y regresaba multiplicada a causa de los dos grandes maestros: el director y su actriz.
Percibí que había pocos adultos, maestros, veteranos. Y obtuve el resultado de siempre: “los adultos se las saben todas”, o creen sabérselas. No les gusta aprender, reaprender, renovarse, estudiar, enfrentarse a la novedad de un tiempo que ya no comulga con las viejas teorías actorales que arrastran, o bien siendo las mismas debieran tratarse desde nuevas perspectivas, con nueva gente, nuevos y jóvenes profesionales.
Eugenio comienza con unos versos de Dante: Nel mezzo del camino de nostra vita…hay un momento de transformación, concluye, refiriéndose a su propia vida y acaso sugiriendo que también en la nuestra, si nos inclinamos por la letra, el pincel, la escena, vale decir, el acto de transponer un umbral, el acto de crear.
Quizás lo que le hizo más daño al teatro fue el cine que naturalizó los comportamientos y las voces para que en la pantalla la vida sucediera tal cual.
Y luego el ejemplo de la pincelada de Van Gogh. Estupor: en mi imaginación sus cielos, con esas pinceladas que se envuelven sobre sí mismas. El arte es un proceso de transposición de quien observa, una formalidad que elude el cliché, lo social, la costumbre banal. El artista, el creador, halla un artificio para renovar la vida: la pincelada redonda.
El actor deforma, conforma, transforma su cuerpo y su voz, y crea la Commedia dell’Arte, el Katakali, el teatro balinés, el ballet, la ceremonia de los chamucos, el Teatro Nô. Todos los pueblos en todos los tiempos han transformado su cuerpo y su voz para ser diablo, bestia o ángel, viejo o novia, de modo tal de provocar con un comportamiento insólito que ha de conmoverlo, la atención del espectador. La pincelada redonda de Van Gogh.
Esa pincelada redonda también implica un acto prohibido, es provocadora, desordena, tira por la borda la costumbre. El arte siempre dice lo prohibido, lo que se oculta, lo que no debe salir a la luz y lo dice en su mismo hacer. Lo dice travestido, disfrazado, artificial, rocambolesco, manierista. Cuando Darío Fó grita, salta y ríe, se mofa, se pedorrea entre pitorreos y resoplidos, esa deformación o artificiosidad para describir el sistema neoliberal, las historias oficiales, la impunidad de los gobiernos o la podredumbre de las instituciones, revela lo que de más corrupto tiene el Sistema. Es lo fortuito, lo insólito, lo que queda asido en la memoria por su rara deformación manifiesta y tácita. Esa pincelada de Van Gogh.
Cuando un actor artificializa su cuerpo: caminar, saltar, moverse, girar, y su voz, el sonido, timbre, tono, ruido o son, ritmo y textura, volumen y tensiones, lo cual significa crear un comportamiento único, insólito, se parece al poeta que fluye por otros modos de concebir la palabra que no tiene que ver con lo que esa palabra dice literalmente. Otra vez las pinceladas redondas de Van Gogh.

Quizás lo que le hizo más daño al teatro fue el cine que naturalizó los comportamientos y las voces para que en la pantalla la vida sucediera tal cual. Cosa que no tiene nada que ver con la escena viva donde en un espacio determinado hay un juego cinestésico creado por el cuerpo y la voz de los actores que producen tensiones, es decir, puntos de atención que rompen continuamente lo previsto. El comportamiento de Meryl Streep en escena no tiene nada que ver con el de Darío Fó. Pertenecen a mundos y poéticas diversas. Ella es una actriz de sentimientos, Fó es un actor formal, su composición apela a otra dimensión, deforma la realidad para llegar a una dimensión espesa. Rompe la ecuación literal, 1+1= 2 para convenir con mi primera lectura de Álvaro Yunque que llevaba por título 1+1=3 y que me cambió el mundo desde la edad más temprana. Las nubes redondas de Van Gogh.
La deformación para llegar a una acción insólita preñada de verdad tiene que ver con lo que le es revelado al artista en su proceso de creación. Sin embargo, no ha de escapar al ritmo de la madre que le fue inoculado por el sonido de su voz y su respiración y que perdura en su organismo. Este proceso debe ser paso a paso, material y dinámico, la materia anuncia el movimiento y este a su vez el siguiente material donde el actor, el artista, el pintor halla la manera de construir equivalentes. El aprendizaje es duro: dar más con menos, condensar, apretar, paso a paso, un elemento y otro elemento, un detalle y otro detalle; la densidad opera de tal modo que algo se hace perceptible al receptor. Así se suceden las etapas hasta llegar a lo esencial: lo que es invisible para los ojos. Las pinceladas redondas que pudieran cantar el silencio.
Barba subraya un conocimiento tácito que se ha aprendido con la pura existencia y que con el tiempo se vuelve un conocimiento incorporado al que el artista apela en estado de creación
Así como dice María Zambrano que hay un conocimiento sagrado que se lleva consigo y que no sabemos que sabemos, Barba subraya un conocimiento tácito que se ha aprendido con la pura existencia y que con el tiempo se vuelve un conocimiento incorporado al que el artista apela en estado de creación. La técnica es sólo “saber hacer”.
El Arte, y por ende el Teatro, es un campo de relaciones: en primer término, el artista consigo mismo, con sus propios obstáculos, luego con los otros, con el tiempo y el espacio. Es un pulmón atado a una biografía, intangible y emocional, instintivo e inconsciente. Si aparece la palabra como discurso explicativo, lo que percibía el espectador como indicio perceptible de lo humano, misterioso y único, desaparece, porque la palabra lo ha aplastado. Toda explicación, prédica, información, sermón, al poner en significado literal lo que en la recepción de la obra debieran ser signos perceptibles que no suceden en el espacio social, arrasa con la producción artística. Transponerlos en signos propios de su materia, eso es lo que hace el artista. Una pincelada curva, un cielo de Van Gogh.
El artista parte de un elemento primordial que es su llave, diría Tarkowski, la clave para alcanzar esa escritura, la suya, esa danza motivada por su propio ritmo en confluencia con otros ritmos, rompiendo con la familiaridad de lo que ya se conoce para extrañar, extrañarse en su misma obra. Y también crea un universo de equivalencias donde Polonio puede ser Pantaleón, como si cada elemento que confluye en ella produjera armónicos que resuenan a su manera, en cada uno de nosotros. De la misma manera que las pinceladas redondas de Van Gogh.
Dice Eugenio: ¿Cuánta patria necesitamos?; pero también ¿Cuánta capacidad de ser o hacernos extranjeros necesitamos?