
Una de las cuestiones más socorridas cuando se habla sobre la “conexión” entre la filosofía y el mundo social gira en torno al concepto de “utilidad”. ¿Sirve para algo la filosofía? ¿Algo de orden práctico, materializable, que se “pueda ver”? O, por el contrario, ¿la filosofía pertenece y permanece sólo en los universales del pensamiento?
Debatir sobre estas líneas argumentativas resultaría ser un largo proceso. Es claro que, en principio, debemos distinguir los ámbitos desde los cuales visualizamos la filosofía: el del plano de la academia, como saber profesional, especializado, y el otro, el social, donde la filosofía “cobra cuerpo” como una de las formas posibles de la praxis humana. Al distinguir así el tránsito entre los procesos reflexivos y las formas que asumen los comportamientos de los sujetos, en este caso, comportamientos políticos, en la esfera comunitaria, no es posible entender que dicha praxis no se encuentre mediada por concepciones axiológicas e intereses epistémicos determinados. ¿Cómo se manifiesta esta relación entre lo teórico y lo práctico en tanto exterioridad?
Nadie que conozca seriamente nuestra disciplina puede ignorar que, de forma manifiesta o evidente, la filosofía guarda una relación con los movimientos sociales, al menos si hemos de considerar a estos, como la síntesis de un conjunto de ideas, teóricas y prácticas, que devienen acción social, movimiento, transformación. Es decir, se trata de entender y dejar en claro de una buena vez, contra toda asepsia académica, el carácter histórico social e ideológico del discurso filosófico.
La cuestión no es sólo coyuntural. Hace tiempo que la liquidez moderna (Bauman dixit) alcanzó a la filosofía. Desde entonces el nihilismo que la acompaña la desustancializó de sus fines más evidentes: servir de guía, de orientación, para la existencia humana como lo refiere Pierre Hadot (1993) en ese hermoso libro que es obligatorio leer: Ejercicios espirituales y filosofía antigua. Es cierto, evocando el espíritu del 68, que, pese al conservadurismo académico que de hoy se alimenta, el carácter político no ha abandonado la filosofía. Jamás lo hizo. No podríamos entender el proceso mismo del desarrollo de la modernidad sin la referencia a sus teóricos: Occidente ha construido sus categorías políticas fundamentales en una reflexión que imbrica la identidad y la alteridad.
Nadie puede ignorar que, de forma manifiesta o evidente, la filosofía guarda una relación con los movimientos sociales.
La politicidad es entonces un rasgo fundamental de la filosofía. Por tal, la referencia a la comunidad es insoslayable y, aunque el discurso filosófico adopta generalmente un tono personal, subjetivo, existencial, la reflexión se despliega en un fondo colectivo: el horizonte de vida de los sujetos en contextos histórico-sociales determinados.
Entiendo que el marco general de referencia de esta reflexión es la relación entre la filosofía y los movimientos sociales. Para el imaginario posmoderno tal cuestión no sólo es extraña, sino enfermiza. El fin de los metarrelatos entraña el fin de las utopías: la empresa moderna es vista en esa perspectiva y la política se reduce, en muchos sentidos, a la voluntad individual y pragmática.
En la era de la virtualidad es verdad que el declive del actor político práxico, presencial y físico, ha modificado sustantivamente nuestra concepción de la política, lo político y su utilidad. Las redes se han convertido en una extensión del campo de la política y lo político y, al mismo tiempo, sometidas a toda suerte de manipulación, han limitado su impacto real. En torno a la relación clásica entre la teoría y la práctica, el actor social posmoderno genera intensos, pero generalmente poco efectivos debates en la nueva aldea global. No obstante, no puede afirmarse que el internet y las redes sociales no constituyan, per se, un nuevo campo de la acción política.
La reflexión sobre la política es cuestión filosófica, pero no puede pretender exclusividad analítica. El análisis filosófico sobre lo político, fundamentado como filosofía política o filosofía de lo político incorpora la esfera ética-axiológica, epistemológica y metafísica en el análisis y funcionamiento de los fines de la política. Sobre estas líneas, y otras más, puede trazarse, creo, la relación entre la filosofía y los movimientos sociales considerados en su dimensión histórica.
Trataré de marcar tres aspectos:
1.- La naturaleza política de la filosofía y la filosofía como “ontología del presente”.
2.- La filosofía como ideología y como proyecto político.
3.- Las revoluciones filosóficas y las revoluciones políticas.
Sobre el primer aspecto, entiendo, con Kant y con toda una tradición anclada a la modernidad, a la filosofía como ontología del presente.[1] Una ontología del presente trata de establecer ya no el valor o la legitimación del conocimiento de lo real,[2] (la senda epistemológica en que descansa la filosofía en Occidente), sino de comprender la manera en que, a través de distintas prácticas, se han consolidado y legitimado nuestros saberes. Ontología o filosofía del presente donde la función de la filosofía es delimitar lo real de la ilusión, la verdad de la mentira.
Las redes se han convertido en una extensión del campo de la política y lo político y, al mismo tiempo, sometidas a toda suerte de manipulación, han limitado su impacto real.
Lo que quiero subrayar, sin negar el valor que el conocimiento de la tradición filosófica tiene, es que la naturaleza política de la filosofía implica, en tanto análisis del presente y filosofía de la acción, como señala Julián Sauquillo (1990), la posibilidad de: “…definir las condiciones en las que el hombre problematiza lo que es y lo que hace, y el mundo en el que vive” (p. 36), pues -sigo con Sauquillo-, “…no se trata de legitimar lo que ya se sabe y saciarse con lo supuestamente pensado, ignorando el auténtico sentido que para Foucault tiene la actividad filosófica: ‘el trabajo crítico del pensamiento sobre sí mismo’”.[3]
La filosofía es, independientemente de que la podamos asumir como pretensión de verdad, al mismo tiempo expresión de intereses, Weltanschauungen, concepciones del mundo y, en ese sentido, es ideológica. Las ideas filosóficas entran en el campo de combate de lo político, de lo social, de lo cultural. En sus dimensiones antropológicas, éticas, estéticas, etc., forman parte de las plataformas y proyectos de partidos políticos, asociaciones, comunidades y toda forma colectiva de acción que busca incidir en la toma de decisiones de la vida colectiva. Si la política es electiva, es ideológica. ¿Quién pudiera afirmar, por ejemplo, que la democracia moderna no se sustenta sobre fundamentos ideológicos, o que las dictaduras o regímenes autoritarios, los pasados y los presentes, han desterrado la ideología de sus normas de acción?
Las dos grandes doctrinas o proyectos políticos del siglo XIX, el socialismo “científico” y el liberalismo “democrático”, estructuraron sus proyectos de cambio social sobre ideas en torno a la naturaleza y fines del hombre. ¿Cómo podemos entender estos tópicos sin una perspectiva filosófica?
En algún momento, sin embargo, la palabra “ideología”, comenzó a ser desterrada del vocabulario social, al entenderse expresamente como falsa conciencia o sinónimo de mentira. Filosofía e ideología se volvieron, aparentemente, términos irreconciliables tanto en la tradición marxista como en la positivista. Sin embargo, la filosofía marxista y su homóloga liberal, ambas con pretensiones de verdad, nunca dejaron su núcleo ideológico. Hoy, por otra parte, y en sentido peyorativo, se habla de “ideología de género”: ¿significa todo ello que tal cuestión es mentira? El tema de las ideologías es motivo hoy de un profundo debate.
Las revoluciones filosóficas siempre antecedieron a las revoluciones políticas. La Ilustración es un claro ejemplo del proceso mediante el cual se construyen los fundamentos de los movimientos sociales y políticos. Uno de los elementos de análisis más interesante constituye, sin duda, la reflexión crítica del papel de los intelectuales en el desarrollo de las ideas políticas en que se sustentan la acción histórico-política en los procesos revolucionarios y/o de cambio social. Una línea de comprensión sobre la relación dialéctica entre la teoría y la práctica políticas la podemos encontrar, desde la perspectiva marxista, en los trabajos de Antonio Gramsci que, como saben las y los pedagogos, tienen una profunda repercusión en el campo educativo concebido como campo de lucha político-ideológica. Desde una visión reductiva que, sin embargo, vincula la filosofía y la política, aunque subordina a la primera a las necesidades de la segunda, la encontramos en Althusser, en su texto “La filosofía como arma de la revolución”.
Las revoluciones filosóficas siempre antecedieron a las revoluciones políticas.
La filosofía, lo sabemos, se encuentra presente en la obra de Carlos Marx. De los Manuscritos económico-filosóficos de 1844 al Capital, una serie de textos dan cuenta de los sentidos en que Marx asume el carácter de la filosofía en relación con los movimientos sociales. En La miseria de la filosofía (1847) Marx critica la filosofía contemplativa, ajena al mundo y la perfila más bien como herramienta teórica al servicio de un proyecto emancipador. Ya anteriormente en su tesis XI sobre Feuerbach menciona lo que para muchos parece el quid para juzgar un imaginario: “Hasta ahora los filósofos no han hecho más que interpretar el mundo, de lo que se trata es de transformarlo”.
Más allá del debate sobre el destino de las dos grandes utopías de la modernidad, lo que nos interesa ahora es volver a poner en cuestión la compleja relación entre la filosofía y los movimientos sociales. Entendiendo por estos no sólo aquellos que reivindican la transformación radical de la sociedad, sino causas menos universales, pero igualmente necesarias -y, sí reparamos, también implican cierto deseo de universalidad- como el ecologismo, el feminismo o el pacificismo, por mencionar sólo algunos de los movimientos sociales que hoy poseen un carácter global, pero que también se singularizan en acción local.
La filosofía da elementos para entender la aparición de nuevos fenómenos sociales en la línea de su continuidad y su cambio.
Una de las preguntas que quizás aparece como transfondo de todo cuanto se ha hablado hoy quizás refiera una inquietud singular y colectiva en los tiempos de la postverdad y que acaso cuestione su carácter político: ¿Incide o puede incidir la filosofía en la realidad social? ¿Puede la filosofía ofrecer un servicio de esclarecimiento para la transformación práctica de las relaciones sociales? Las respuestas tienen que ver, entre otras muchas líneas explicativas, con la concepción de la filosofía que se asuma. Si la filosofía es considerada mero discurso teórico, conocimiento ligado a los espacios cerrados de la académica -la “Torre de Marfil” que enuncian sus críticos-, la filosofía no puede fundamentar ninguna acción real, pues es incapaz de conectar el saber teórico con la necesidad práctica. Además, si esta o estas filosofías se encuentran encerradas en sí mismas y no son capaces de ver más allá, de vincularse con otras disciplinas que explican lo social, la imposibilidad es evidente.
Surge pues, la pregunta: ¿Bajo qué condiciones la filosofía es capaz de conectarse con lo social, de abrirse finalmente a la otredad? No se trata, para no confundirnos aquí, de prefigurar una noción de “utilidad” instrumental de la filosofía, como se nos exige cada vez más en los programas educativos, o de hacer de la filosofía la fundamentación del activismo político. La cuestión es tratar de entender el nexo de la reflexión filosófica con las necesidades y problemas sociales en el sentido de la capacidad que esta tenga para describir y analizar el mundo.
Es claro que el discurso filosófico contemporáneo aborda ampliamente los fenómenos relativos a la política contemporánea, como lo muestran los amplios análisis de la obra de Habermas y otros filósofos de la política, lo que es más complejo en entender de qué forma las herramientas teóricas de la filosofía se pueden convertir en herramientas prácticas para la acción política en el contexto de nuestras sociedades hipercomunicadas, posmodernas y un tanto desesperanzadas.
No se trata solamente de evocar con nostalgia los heroicos, utópicos y románticos tiempos del 68, sino, sobre todo, tratar de entender el sentido de los que hoy se suceden en México y en el mundo. No porque la filosofía defina y guíe toda orientación de cambio social, sino que, por lo menos, nos deje en la posibilidad de entender el eje de sus razones o sinrazones.
Se
trataría, en este caso, de una función comunicativa, pero, más allá de eso de
un posicionamiento político desde la dialogicidad propia de sus fundamentos. Si
en el mundo de la sociedad-red, sociedad de la información o cualquiera de sus
metáforas, un programa de talk show o un noticiero puede ser un
orientador moral o político, ¿porqué la filosofía no podría reivindicar su
derecho a la palabra? Romper nuestro autoaislamiento, origen de gran parte de
nuestra frustración, es quizás una de las primeras tareas antes de pensar en
encabezar la futura revolución. Ni pensar que la universidad o las instituciones
educativas sean el motor definitorio de ese cambio. La filosofía se juega en
otros espacios pues, de vez en vez, es capaz de romper el dispositivo y generar
novedades.
[1] …Lo que hace que yo no sea filósofo en el sentido clásico del término –quizá, no sea filósofo en absoluto, en todo caso, no soy un buen filósofo- es que no me interesa lo eterno, lo que no cambia; lo que permanece estable bajo lo cambiante de las apariencias, me interesa el acontecimiento. El acontecimiento nunca fue una categoría filosófica, excepto, quizá, para los estoicos, para quienes era un problema lógico. Pero una vez más. Nietzsche fue el primero en definir la filosofía como actividad que pretende saber lo que pasa y lo que pasa ahora (…) Se trata de responder a las preguntas: ¿quiénes somos? Y ¿qué es lo que ocurre? que son dos cuestiones muy diferentes de las cuestiones tradicionales: ¿qué es el alma?, ¿qué es la eternidad? Filosofía del presente, filosofía del acontecimiento, filosofía de lo que ocurre”. «La Escena de la Filosofía», en: Estética, ética y hermenéutica. Obras esenciales. Volumen III. Barcelona: Paidós, 1999, pp. 151-152.
[2] “Desde Platón y, todavía más, desde Descartes, una de las cuestiones filosóficas más importantes fue saber en qué consiste el hecho de mirar las cosas, o más bien saber si lo que vemos es verdadero o ilusorio; si estamos en el mundo de lo real o en el mundo de la mentira. La función de la filosofía es delimitar lo real de la ilusión, la verdad de la mentira”, Michel Foucault, “La escena de la filosofía”, en Dits et ecrits [traducida al español como Obras esenciales], Estética, ética y hermenéutica, Paidós, 1999, p.149.
[3] Ángel Gabilondo, El discurso en acción: Foucault y una ontología del presente, Barcelona, Anthropos, 1990.