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Todos mis padres

marzo 19, 2020Deja un comentarioNarrativa, Portada CreacionesBy Fernando Yacamán


(Novela, fragmento, México).

Leche

A mi madre no le gusta hablar del pasado, pero fue tanta mi insistencia que lo hizo para que dejara de chingarla. Esto fue lo que logré reconstruir:

El único regalo que recibí de mi padre (el Coyote) fue una lata de leche Nido y unos aretes. Mi madre, con diecinueve años, me dio a luz en el hospital de Pemex, unas horas antes del terremoto del ochenta y cinco. A las siete diecisiete de la mañana estaba en el baño cuando se sintió mareada. Escuchó gritos de mujeres. Estaba en el piso de ginecología. Salió del baño. Una de sus compañeras de piso pedía ayuda para levantarse y, como ninguna lo hacía, comenzó a rezar. Otras ocho se dirigieron a la sala donde estaban los cuneros; mi madre las siguió. Las enfermeras pedían a gritos que se tranquilizaran. Los plafones comenzaron a caer en la estancia donde nos encontrábamos los recién nacidos, en cuneros de vidrio. Las enfermeras no lograron impedir el paso de las madres. De ahí nació también el chiste que no soy hijo de mi madre sino que, por el estrés y la prisa, entre sus brazos tomó a otro niño. La gente gritaba, se empujaba y corría bajando las escaleras. El terremoto acabó cuando llegamos a la planta baja. Mi madre pensó que tendría que hacer algún papeleo, pero los empleados le dijeron que se fuera. No entendió la razón, pues en ese momento no tenía idea que, en los dos minutos que duró el terremoto, miles de personas murieron aplastadas en cientos de edificios que se derrumbaron. Afuera del hospital se hallaba el puesto de periódicos, de garnachas, de fruta y un montón de gente. Mi madre dio la espalda al hospital, sin saber que horas después se llenaría de heridos. Me llevó entre sus brazos al departamento de mis abuelos, en la colonia “La Petrolera”, en Azcapotzalco, zona industrial, donde nuestros vecinos eran la fábrica de galletas Cuétara, zapatos Andrea y pastillas Usher, que por las tardes desprendía olor a menta. Ningún edificio de esa zona sufrió daño. Ya en el departamento, mis abuelos no le habían dado importancia al “temblor”. Mi abuela Josefina me recibió en sus brazos. Mi abuelo Gregorio, un hombre huraño, de profesión electricista, desayunó y se marchó a trabajar a la refinería. Aunque mi madre no se sentía del todo bien, se metió a bañar y después se puso un vestido blanco que contrastaba con su piel morena, recogió el cabello que le llegaba a la cintura y se pintó los labios de rojo. Quería impresionar al Coyote que había prometido llegar temprano. Para las dos mujeres la mañana transcurrió sin alteraciones hasta que regresó la señal de televisión. Un reportero narraba el registro de los edificios que hasta ese momento habían caído: Televicentro, Hotel Regis, el Nuevo León, Hospital Juárez, Centro Médico Nacional… Se solicitaban donadores de sangre y voluntarios para rescatar a personas atrapadas entre los escombros. La imagen de una mujer muerta con un bebé llorando entre sus brazos cambió la vida de mi madre; y desde ese entonces, por años, dormía con una mano palpando la pared.

—El cielo aborregado es indicio de un temblor, ¿por qué no me di cuenta? —mencionó mi abuela Josefina.

—Pude haber muerto y mi hijo no, o pudo haber muerto mi hijo y yo no. O ambos.

Mi abuela empuñó el escapulario que colgaba de su pecho. Ella venía del norte del país y a pesar de los años que llevaba viviendo en la Ciudad, aún conservaba su acento.

—Sofía, no digas esas barbaridades.

Todo eso sucedió mientras el Coyote estaba en la casona de su madre en Ciudad Satélite, con Renata (su esposa) y su hija (con el mismo nombre que su madre) de un año de edad. La madre del Coyote, mi abuela María, tenía los ojos azules de búho y fue bruja. Cuando mi madre estaba embarazada fue un par de veces a esa casa, en el período en que el Coyote se separó por un tiempo de su esposa y vio su fotografía cubierta por cabellos y su cara rayada, pues condenaba la relación de su hijo con mi mamá, “eres un hombre casado y debes estar con tu mujer hasta el día de tu muerte”, decía la anciana. Él estaba convencido en quedarse con mi mamá hasta que María amenazó con desheredarlo. Herencia que no trabajó ella, se trataba de la fortuna y la casa que mi abuelo Luis le dio. El Coyote, a los veinticuatro años, sólo había cursado la secundaria y aunque se suponía estaba más enamorado de mi madre que de su esposa, prefirió la herencia. En ese entonces pensó que podría encausar su vida como judicial y se alistó en las oficinas del gobierno. Mi mamá dudaba que pudiera lograrlo porque le gustaba la fiesta y la cocaína.

El día que nací, el Coyote llegó por la noche a la casa de mis abuelos con una lata de leche Nido y unos aretes.

—¿Y ese niño?

—¿Por qué no viniste antes? Ahora podríamos estar muertos.

—Sofía, no empieces. Oye, ¿los doctores nos habían dicho que sería niña?

Renata, la esposa del Coyote, un año antes le había dado una hija y cuando él se enteró que mi madre estaba embarazada, lo único que le quedaba de consuelo era la esperanza de tener un varón.

—Mejor lárgate—. Mi abuelo regresó de la refinería con una botella de champagne. —Se llamará Gregorio, como mi padre.

—No, Sofía, tendrá el nombre de su abuelo, igual al mío.

Gracias al Coyote, cargo con su nombre y con el de mi abuelo: Luis Habib. Mi abuelo emigró de Arabia a México en busca de fortuna. Como no tenía papeles se cambió el nombre de Azahar por el de Luis. Era un hombre sin estudios, pero con visión de empresario. Empezó trabajando como mesero en un restaurante en el Centro Histórico y ahorró lo suficiente para establecer una pequeña tlapalería. Tuvo éxito y con el tiempo estableció otros locales. Apolonia, su clienta frecuente se convirtió en su esposa; con ella tuvo doce hijos. Mi abuelo se separó de ella. A sus setenta años conoció a María, mi abuela de veintidós años que le dio un hijo (el Coyote), al que heredó su fortuna cuando murió. Los otros hijos de mi abuelo odiaban a María, “por vividora y bruja”. Le exigieron que dividiera la herencia con todos los Habib pero ella se dedicó a disfrutar la fortuna de su esposo. Si pudiera me cambiaría el nombre y el apellido. La primera noche en la que yo estaba en el mundo, mi abuela Josefina preparaba bocadillos. En la sala, yo estaba en los brazos de mi madre, los hombres se emborrachaban y mientras, afuera del departamento, había desconcierto, caos y muerte. Las estaciones de radio lo reportaban: “Nos encontramos frente a otro desastre ocasionado por el terremoto de 8.1 grados en la escala de Richter. Se trata del Edificio de la Secretaría del Trabajo, ubicado en Doctor Vértiz y Doctor Río de la Loza. Hasta ahora, las zonas reportadas con más daños son: colonia Roma, Tlatelolco, Obrera, Doctores y Centro Histórico. Se solicitan donadores de sangre…”. “Si lo amas, dale leche Nido”. Cada vez que escucho o veo ese comercial, recuerdo al Coyote.

“Dame toda tu leche” ordené a Centauro. Agarró mi cadera y me cogió fuerte. En la pared colgaba un cuadro de cómo pudo ser el mundo en otra época; cuatro elefantes sostenían a una tortuga gigante y la tortuga al mundo. El mundo como centro del universo. “Eso, aprieta”. Susurró en mi oído, cerré las piernas con mi fuerza concentrada en el culo. Al lado del cuadro de la tortuga había un mapa de México. Por instantes sacaba su verga para meterla en un movimiento. Sobre el buró la fotografía de Tania (su esposa), cargando a Mateo (su hijo). Yo no conservaba fotos de mi infancia. Centauro me acostó boca arriba y puso mis pies sobre sus hombros. Me prendía su verga de golpe en mis entrañas, sus ojos en las sombras de la noche, su aliento a tabaco, su sudor, meter mis dedos entre su barba canosa y su cabello negro, deslizar mis manos en las líneas marcadas en su rostro por sus cincuenta y dos años. Antes de venirse se le marcaban las venas del cuello y ponía ojos de muerto. Al sentir su esperma, me venía; el primer orgasmo era el inicio de la noche. En la pared, un cuadro del mundo en el que nuestros ancestros pensaron que vivíamos; un universo fantástico me hacía creer que nuestra percepción de la realidad era falsa. Centauro vivía en un departamento sobre el andador Motolinía. (Me sorprendió porque cuando tenía quince años, mi madre y yo acabamos viviendo en un hotel del Centro, en las tardes recorría sus calles, mi favorita era ésa, por sus bancas, locales y edificios viejos. Ahí acostumbraba fumar.) Los viernes, después de impartir clases en la preparatoria seis, comía en la fonda “La Perla del Sur” ubicada a unas cuadras de su hogar. Ahí esperaba su mensaje “Casita”, eso quería decir que Tania ya se había largado con Mateo a Cuernavaca; todos los fines de semana iban de visita con sus familiares. Entonces, yo llegaba a su departamento, cerrábamos la puerta y la abríamos hasta el domingo. Pocas veces hicimos otra cosa que no fuera coger, conversar y discutir; en ese orden. Los domingos me iba temprano para no encontrarme con Tania. Centauro tenía tiempo de lavar las sábanas.

Foto de portada: Isaumir Nasciento

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Sobre el autor

Fernando Yacamán

Aguascalientes, 1985. Escritor y docente. Licenciado en letras hispánicas. Diplomado en creación literaria por la Escuela Dinámica de Escritores, así como por el Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA). En 2009 fue ganador del premio Elena Poniatowska, y el segundo lugar en el premio Punto de Partida. Actualmente es becario del FONCA en la categoría de cuento. Colaboró en la dramaturgia de la obra “Náa Gunaá” (desiertos ombligos) y escribió la puesta en escena “Destrozando el Tiempo”. Ha publicado los libros de narrativa: Ya quiero despertar (2014), La pócima del diablo (2015), El cuerpo de la noche (2017), y Todos mis padres, que mereció el I Premio Siníndice de Novela de España, y fue publicada en ese país en 2019. El fragmento que presentamos corresponde a la edición mexicana de la novela, Ediciones Periféricas, también de 2019.

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