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Calígula en la biblioteca

abril 19, 2020Deja un comentarioDel lector, Portada CulturaBy Isaac Gasca Mata
Foto: Especial

Al final del curso la biblioteca de la universidad lucía oscura, abandonada. Los alumnos de los últimos grados habían empleado las postrimeras horas de estudio profesional en culminar la tesis que les otorgarían el título de “Doctor en Filosofía y Letras”. Después se esfumaron. No dijeron adiós. Nadie se acordó del triste carcamal que, puntual a como diera lugar, les entregaba los libros, desempolvaba manuales o simplemente les hacía la vida menos miserable. Todos los años era lo mismo. Los de último grado se iban sin darle las gracias, sin estrechar su mano temblorosa, enferma de Parkinson, ni mucho menos pronunciar un “Hasta pronto”. Por eso el viejo recibió en completa soledad la visita de aquel extraño sujeto, recomendado del nuevo rector, que venía a poner fin al desorden que el anciano tenía desde hace poco más de trece años, quizá con la oscura esperanza de hacerse indispensable en la biblioteca y mediante esa sucia estrategia asegurarse el pan de cada día.

            -Buenos días don Armando. He venido para ayudarlo.

            Así me presenté, de imprevisto, como Juan por su casa, sin precisar mi nombre. El viejo replicó mi saludo con una muestra gutural de su fastidio.

            -Pase, lo estaba esperando

            Armando era un señor gordo, bigotón. Su cabeza sufría alopecia. Además, cojeaba un poco al caminar. Era un tipo malo cuyo cuerpo provocaba ternura.

            Apenas entré a la biblioteca me percaté del desorden, auténtico nido de ratas, que Armando acumulaba en los estantes a los que tenía derecho exclusivo de asomarse, pues ni los laureados doctores filósofos tenían permitido ingresar a ese receptáculo de inmundicias en el que Armando convirtió la biblioteca.

            -No se preocupe, viejo. Juntos ordenaremos este chiquero. Con paciencia y esmero lo lograremos –aseveré en repetidas ocasiones para animarlo a emprender conmigo la hazaña de reconstruir el acervo bibliográfico, virtualmente perdido.

            Armando y yo aprovechamos los días de asueto para desempolvar, catalogar y ordenar alfabéticamente los diecisiete mil ochocientos treinta y tres tomos de la biblioteca. Fueron días soporíferos que agoté junto al viejo más por convicción que por la remuneración que recibía, pingüe, pero que juzgué insuficiente para la inmensa jornada de trabajo que se extendió durante semanas.

            “Armando páseme la silla, Armando ordene esta hilera, esta letra, este estante. Armando no se retrase. Armando suba los brazos. Armando baje los brazos. Armando, Armando, Armando…” Armando, viejo macho de sesenta y cuatro años, obedecía mis tiránicas indicaciones con la inepta precisión que su torpeza le permitía. Mientras tanto yo, he de confesarlo sin renunciar a la antipatía que mi personalidad provoca en los viejos estúpidos, le ordenaba por el simple placer de observarlo moverse como una mole de carne y grasa que sudaba con profusión y no descansaba ni un minuto para tomar aire. Armando era un autómata y yo lo controlaba. Estoy seguro que si alguno de ustedes hubiese estado en mi lugar hubiera hecho lo mismo.

            -Armando, no sea idiota, ¿acaso no sabe que yo puedo hacer que lo despidan?, ja ja ja… Tranquilícese, carcamal, solo estoy jugando.

            Don Armando trabajaba con voluntad férrea mientras yo me deleitaba leyendo la enciclopedia clásica, específicamente el tomo de cultura romana.

            Los días iniciaban para don Armando desde las 9:30 de la mañana y terminaban a las 9:30 de la noche, una jornada agotadora con apenas dos horas para comer. Pero el goloso Armando perdía esas horas de beneficio y tragaba su alimento parado entre los libros si a mí se me ocurría castigarlo por cualquier tontería. Como ocurría diariamente.

            -¡Don Armando! ¡Respete, carajo! ¿Qué gana con echarse pedos? Hoy no tendrá hora de almuerzo.

            Además, tenía el poder absoluto de exigir una forma de esclavismo contemporáneo: el contraturno. Básicamente esta forma de explotación laboral consiste en obligar al trabajador a donar su tiempo para culminar una meta deseada, sin goce de sueldo, solo para conservar el trabajo que perdería si se niega a ello. Exigí contraturnos para Armando. El viejo infeliz se acostumbró a trabajar en la biblioteca desde las nueve de la mañana hasta la una de la madrugada del día siguiente, solo permitía que saliera para que durmiese las ocho horas reglamentarias para que su cuerpo gordo no muriera. No más.

            Como se habrán percatado mi labor, además de escombrar la biblioteca y digitalizar los libros, consistía en reventar al pobre carcamal para que firmara voluntariamente su renuncia y así la universidad se librara de pagarle una liquidación conforme a la ley. No obstante, no fue tarea fácil. La tortura que creí daría resultado en cuestión de días, se extendió a lo largo de tres semanas sin consumar su meta. Don Armando, tenaz anciano, mantenía con su trabajo a su esposa vieja y a una nietecita de diez años. Él era el único sustento de su casa. Soportaría todo, hasta el final. Me lo decía silenciosamente con una mirada más cargada de súplica que de rencor o desafío. Pero yo soy implacable. Por toda respuesta le devolvía una sonrisa burlona: “Armando hágame el favor de anudarse la corbata. No puede dirigir la biblioteca vestido como mamarracho. ¡Qué bárbaro!”.

            Los días se sucedían lentamente. Sin alumnos, los corredores y patios de la escuela lucían escalofriantes. Por las noches solo el velador, Armando y yo éramos las únicas almas que mantenían el pulso de la universidad.

            -Cuánta oscuridad, cuánto silencio. Un velador tan anciano como el carcamal de la biblioteca… –recapitulé reflexivamente-. Aquí podría ocurrir un crimen y el malhechor saldría impune. -En ese momento una ráfaga de pensamientos malos sugestionó mi mente- ¿Por qué no? Yo soy el poder absoluto.

            Mi misión consistía en correr al vejete indeseable, pero si no se iba… ¿Qué más podía hacer? Solo tengo veinticinco años y, aunque maduro, aún soy un joven inexperto que puede cometer excesos; sobre todo si de la noche a la mañana me otorgan el poder despótico sobre la vida de un esclavo. Tal como el Calígula de mis lecturas, me sentía dispuesto a las peores bajezas que, en efecto, realicé a manos llenas.

            Obligué a don Armandus a un intercambio de horas: el asqueroso dormiría encadenado en la biblioteca a cambio de medio día fuera de ella. Los domingos por la tarde su familia podría visitarlo, bajar al patio, llevarle una hamburguesa o ropa limpia. Me daba lo mismo. Cada semana Armandus gozaría de doce horas de libertad antes de volver a su reclusión en la biblioteca, junto a mí, su amo y señor que lo esperaba con un látigo en la puerta. “Armandus, te advierto que si llegas un segundo tarde te descontaré un día de paga”. La anciana y su nieta pedorra se marchaban sollozando cuando veían a Armandus someterse a su reclusión; bajaban la vista para no atisbar cómo colocaba sendos grilletes a los tobillos del viejo. “Hasta pronto, estúpidas. Que tengan una excelente semana”, les auguraba con una amistosa sonrisa mientras introducía a Armando a su prisión con lujo de violencia.

            A estas alturas del relato ya se habrán percatado que yo tampoco abandonaba la biblioteca. Estaba recluido en ella junto a mi víctima, como un carnicero encerrado con su res, estúpida y fofa, a punto de clavarle el cuchillo en la garganta para desangrarla. No obstante, yo no sería tan rústico con la víctima en mi honor inmolada. Claro que el imbécil sufriría, pero no un deceso rápido. Quizá ni siquiera lo mataría. Solo lo humillaría tanto que el viejo me imploraría la muerte después de su tremenda vejación.

            Imaginaba al emperador Calígula sirviéndose de su dedo pulgar para decretar vida o muerte en los espectáculos del coliseo. Pronto emulé el mismo gesto. Conseguí una túnica imperial, tejida con vaporosas telas blancas, y una corona de olivos. Vestido como el héroe de mis sueños, portaba el atuendo con gallardía y orgullo. Si no me gustaba la posición de los libros o encontraba motas de polvo en los estantes, que Armandus sacudía diariamente, extendía mi dedo pulgar apuntando hacia abajo. Esa señal significaba que todo estaba mal hecho y el estante entero debía ser removido para ordenarlo otra vez. Cuando esto ocurría podía escuchar en mi mente los vítores de un pueblo enardecido que clamaba mi nombre por la víctima que les ofrendaba. Don Armandus sufría para la diversión y regocijo de las multitudes que habitan mi cabeza. Y yo me complacía con los mudos gestos del viejo que suplicaba mi compasión. “Armandus, si es incapaz de realizar el trabajo le sugiero que renuncie. No pierda mi tiempo. ¡Viejo inútil! ¡Bárbaro!”   

            Empecé a torturarlo.

            Con los días mi poder se extendió a zonas poco conocidas. Armandus ya no reclamaba. Todo lo hacía, todo lo sufría. Una tarde lo incriminé porque se tardó tres minutos en el excusado. “¿Por qué tardaste tanto?”, “Estaba haciendo del dos, emperador”, “¡Viejo insolente!, ¡Te pago por catalogar libros, no por tus cagadas! ¡Asqueroso! ¡Sucio! ¡Marrano! ¡Eres un rufián maloliente!”

Y mientras lo cargaba de insultos golpeaba su cabeza con un grueso ejemplar de La vida de los doce Césares, de Suetonio. “¡Infeliz caricatura! ¡Maldito bribón!”. Le pegué en la crisma hasta que Armandus quedó tirado en el piso, llorando como un niño, con la nariz rota y la boca ensangrentada. Me alejé de él con paso elegante hasta mi trono en medio de la aclamación de una muchedumbre invisible pero contenta. “¡Calígula!, ¡Calígula!”.

            También le prohibí ingerir más de una ración de avena al día y dos vasos de agua cada cuarenta y ocho horas. Así de simple. Así de fenomenal. Armandus acató mis órdenes derramando copioso llanto. Pero no renunció. “Sabes que te conviene aguantar, perro. Pues tu concubina y tu nieta morirán de hambre si te das por vencido”. Le di una fuerte patada en los huevos que lo doblegó de dolor.

            Todos los días solicitaba por teléfono suculentos cargamentos de manjares que hermosas mujeres traían a mi disposición. Bebía vinos, degustaba uvas, y contrataba jóvenes prostitutas que, cual antiguas romanas, fornicaban hasta la agonía con su emperador. Nos divertíamos. Copulábamos frente al carcamal que no podía evitar echar un vistazo con el rabillo del ojo a los lustrosos cuerpos de las hetairas. “Te gustan las mujeres de mi séquito. ¿No es así, esclavo asqueroso? Esto –pronuncié mientras enculaba a una rubia platino de senos abundantes- es carne de emperador. Nunca tendrás una. Te lo aseguro. Las delicias no se hicieron para los perros como tú. Confórmate con el vil pellejo de tu concubina y deja de vernos porque provocas mi ira”. Mientras intercambiaba fastos venéreos con dos meretrices le pedí a una tercera que golpeara con los libros más gruesos la cabeza rapada de mi esclavo. La ramera le pegó salvajemente en la cara y la nuca, totalmente excitada, hasta que Armandus, con dos dientes menos, perdió el sentido y cayó al piso en medio de un charco de su sangre sucia.

             Armandus despertó días después de la golpiza. Yo ansiaba que muriera, que no despertara. Pero despertó el hijo de puta y pidió agua. Mis amadas prostitutas (Livia, Julia y Casiopea) le arrojaron pellejos y huesos de pollo que el anciano, en la peor de las miserias, devoró con fruición. Para no atragantarse con los detritos le dimos de beber mis orines en una copa de oro. Una vez saciada su hambre se percató de algo que lo dejó perplejo: en el extremo opuesto de la biblioteca el velador, también anciano y también agónico por mis excesos, portaba una rudimentaria armadura de gladiador.

            Una de mis prostitutas, Casiopea, mi favorita, vestida con telas vaporosas y flores en la cabeza, como una digna vestal romana, se dirigió al antiguo bibliotecario con estas palabras: “Varón infame, escupitajo de la hidra, maldito plebeyo lacerante a mis ojos, mis oídos y mi olfato. Te increpo por una causa justa. A pesar de la repugnancia que me provoca hablar con la basura sarnosa como tú, te exijo en nombre de Calígula, mi señor, que vistas esas armas que a tu lado observas: un cuchillo, un escudo y una lanza. Hazlo rápido, animal blasfemo, porque el combate está a punto de empezar”.

            Cuando Casiopea terminó de hablar aplaudí su discurso desde mi trono. Y la ovación general de un coliseo invisible me elevó al Parnaso por unos instantes. “¡Que comiencen los fastos en honor a Marte!”, declaré con mi voz tonante.

            Mis vestales, con empujones y amenazas, llevaron a los carcamales al centro de la arena y los obligaron a pronunciar el juramento de los gladiadores: “¡Oh, emperador, máximo varón sobre la tierra, los que vamos a morir te saludamos! Uri, vinciri, verberari, ferroque necari”. Asentí gravemente con la cabeza y repartí monedas de oro entre las multitudes invisibles. La biblioteca estaba iluminada por seis antorchas dispuestas de tal modo que ninguno de los miles de plebeyos incorpóreos perdiera detalle de su pan y su circo.

            Los carcamales se miraban sin saber qué decir. Pero cuando advertí que sólo había lugar para uno de ellos, que no había trabajo para los dos, sólo para quien sobreviviera, se trabaron en un emocionante combate donde recuperaron las fuerzas antaño perdidas. Armandus utilizaba la lanza para tener a raya a su oponente y éste a su vez lo embestía con el escudo de frente. Chocaban los aceros, chocaban los metales. Los cuchillos cortaban el aire y las gargantas se asfixiaban. Armandus sufrió una profunda cuchillada en el muslo derecho que me obligó a levantarme de mi asiento. “¡Por Júpiter, de ésa nadie lo salva!”. Pero Armandus respondió violentamente enterrando su arma en el cuello del velador que se abrió de un tajo por donde escapó la roja sangre. Javierus, como un cerdo degollado, cayó de rodillas frente a Armandus, quien en los últimos instantes de agonía de su oponente volteó a verme para confirmar mi veredicto. Estiré el brazo a la altura de mi mentón y con el pulgar extendido a la mitad escuché del público su petición: “¡Muerte! ¡Muerte! ¡Muerte!”. Las prostitutas emocionadas coreaban junto a los miles de espectadores que habitan mi cabeza. “¡Muerte! ¡Muerte! ¡Muerte!”. Con una sonrisa en el rostro incliné hacia abajo mi pulgar. El coliseo explotó en un grito de júbilo. Armandus cogió de los pelos a su contrincante, estrelló su cara contra el piso tres veces, se sentó sobre su espalda y terminó el trabajo enterrándole el cuchillo en la nuca. Luego de un tajo desprendió la cabeza que me ofreció como un trofeo. Asentí imperceptiblemente por su regalo. El público coreaba su nombre: “¡Armandus!, ¡Armandus!, ¡Armandus!”. En ese momento supe que el carcamal conservaría su empleo.

            Horas después las prostitutas se deshicieron del cadáver de Javierus arrojándolo a los mismos perros que cuidaba. Los canes, como leones hambrientos, devoraron a su antiguo protector y así borraron las huellas del crimen. Posteriormente las hetairas limpiaron con esmero la biblioteca. Les pagué lo acordado y se fueron.

            Al día siguiente, antes de desaparecer por la puerta, abracé al bibliotecario y, conmovido hasta el llanto, le dije al oído: “Armando, fiel esclavo, recuerda este día porque hoy tu emperador te otorga la libertad. Bienvenido seas al mundo de los libres. Puedes conservar tu empleo”. “Muchas gracias, mi señor, muchas gracias…” y se arrodilló para besarme la mano.

*Cuento publicado en: Tristes ratas solas en una ciudad amarga (UANL, 2019)

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Sobre el autor

Isaac Gasca Mata

(Los Cabos, Baja California Sur). Narrador, ensayista y profesor. Egresado de la licenciatura en Lingüística y Literatura Hispánica de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla. Escribe ensayos, poemas y cuentos que ha presentado en diversos foros a nivel nacional e internacional. Es autor de los libros Ignacio Padilla; el discurso de los espejos (BUAP, 2016) y Tristes ratas solas en una ciudad amarga (UANL, 2019).

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