
De la ruta del subdesarrollo a la literatura de la violencia
“Todo era una fantasía, un sueño, un mundo de grandes emociones y pensamientos imperfectos”.[1] Todo, la sensación de ir sin un destino, de truncarlo, de maravillarse por un mundo incompleto y lleno de dicha, de corrupción, de manos hundidas en la ciénaga que es la naturaleza humana perdida en cualquier país que no fue, que siempre quiso, que siempre se planeó y no pudo, no llegó al final de la carrera: un ruta frenética llena de obstáculos, de veleidades políticas y siniestras dictaduras; y después de cada tanto, sobreseída la impunidad y el crimen de los gorilas, el pueblo nuevamente sueña, se mueve, grita, festeja los nuevos planes, las grandes farsas de los políticos en esta nuestra república del subdesarrollo: hemos sobrevivido, sin embargo, sobrevivido entre la inquina, el delirio y la paranoia. República de la nada, posesión de todos: Quimera que proponemos a la imaginación como algo posible o verdadero no siéndolo. No obstante, la literatura nos ha permitido existir, observar y salvar aun nuestro asombro: nos ha permitido dilucidar nuestros propios márgenes. Y Rubem Fonseca ha hecho de esos márgenes una obra, un tratado escritural que toma a las pasiones que ocurren en esa marginalidad acaso para sobreponernos al vértigo de su irracionalidad, de su terrible violencia. Fonseca nos ha permitido mirarnos de perfil y saber, con azoro, que morimos de pura melancolía en el terrible desorden de la historia, esta historia, la que no se ha escrito aún pero que por lo menos perdura en la literatura.
Queda mucho por hacer para que se glose exhaustivamente una historia de la literatura desde la violencia: cómo el proyecto fallido de logos estalla en una portentosa catarsis escritural y cómo a través de la violencia el lenguaje literario propone nuevas formas de allanar el camino de la novela contemporánea. Quizá en Latinoamérica, Rubem Fonseca y Fernando Vallejo sean los mejores exponentes que ilustran el desamparo y la crueldad que Occidente ofrece al hombre contemporáneo por la pérdida irremediable del proyecto del Estado como garante del ordenamiento social. La mejor novelística de los últimos veinte años distingue y acusa la violencia en todas su formas como mecanismo para responder a un mundo que se inspira en una globalización imaginaria y fraudulenta que pone de manifiesto las pústulas de la piel del mundo: la violencia racial (Alemania, Inglaterra), la violencia contra los que no tienen tierra (Brasil, Perú), ni soberanía (Palestina), ni dignidad (los seropositivos, los indios mexicanos), ni comida (África toda, toda África), ni libertad de expresión (Cuba, China); la violencia in situ (Colombia; México) de género (Ciudad Juárez, Kenia), y por todos lados la literatura como un vehículo que transporta la catarsis de todos, como una explosión de lenguaje que crea desde la litiasis social.
Ruta siniestra la de la violencia que introduce nuevas formas de entender la naturaleza humana: Rubem Fonseca, Fernando Vallejo, Leonardo Padura, Paco Ignacio Taibo II, Guillermo Fadanelli: pequeños y grandes Goyas de la república de los sueños latinoamericana. El antihéroe en todos lados que rompe su cotidianeidad quebrantando al mismo tiempo su ética y, ¿para qué sirve la ética en un mundo descarnado de instituciones donde las personas se quedan contemplando a la justicia como una imagen huera y servil, corrupta y canalla? Si avistamos el patetismo de la Europa de la posguerra, veremos con más saña la desolación de Latinoamérica en el subdesarrollo. Y más: De ahí a Rubem Fonseca, y de Rubem Fonseca a su literatura, que transgrede el modelo de la novela negra o policíaca al generar, a través de un intrincado laberinto de pasiones, una ruta emergente, un, digamos, atajo, que permite integrar al hombre de nuestra época en un mundo devastado por las instituciones, sin instancias para procesar su querella, presa del fastidio y el desvarío al quedarse solo e impotente frente al asalto y la puñalada, al secuestro y a la infame actuación de los cuerpos policíacos. Fernando Vallejo lo entendió bien y ahí: la Colombia que baila vallenato entre la clandestinidad y el crimen; y Fonseca, de años atrás, entendió que la mejor forma de hurgar en la naturaleza humana es exponerla brutalmente a la cólera de su contexto: Río de Janeiro que también puede ser Ciudad de México o Sao Paulo o Lima, los contextos insalubres del subdesarrollo, la poética, si se le quiere ver así, de la clandestinidad; Goya sonreiría con nosotros si le contamos qué ha hecho Fonseca: este mundo sigue en lo mismo.
Fonseca vs. la novela policíaca
Cuentista que abreva en la mejor tradición del género (el ruso de Chéjov, Bábel y Tolstoi, el inglés de Chesterton, el estadounidense de Poe, el sudamericano de Borges), la narrativa de Fonseca insiste en la brevedad, como si constantemente tuviera en cuenta esa regla no escrita de los escritores en Latinoamérica de que hay que mantener a raya los excesos del lirismo. Si no es el lirismo entonces la lógica y el análisis, la disección de los comportamientos en su quebrantadura ética. Lógica y método, son las palabras claves de la novela policíaca, no obstante, en Fonseca no se cumplen del todo tales preceptivas. Encasillarlo como novelista de literatura policíaca ha sido un error que galopa, como otros más, el caballo de la estupidez. Y quizá para este propósito no sea imprudente plantear la teoría de Poe –de quien se abreva una buena parte de la novelística y cuentística del género- con la escritura de Fonseca.
Poe nos enseñó en El cuervo que ningún punto de la composición literaria “se puede atribuir al azar o a la intuición y que la obra se ha encaminado, paso a paso, hacia su desenlace con la precisión y la lógica rigurosa de un problema matemático”. Este puede ser uno de los paradigmas más socorridos en la narrativa de Fonseca: el autor parece concebir sus obras por su desenlace, sin embargo, la intuición cobra una parte importante del desarrollo; es ahí donde vemos la distancia que hay entre la narrativa de Fonseca con la novela policíaca de origen anglosajón. La poética de su narrativa, entre el escozor y lo escatológico, hacen que los cuentos y las novelas de Fonseca asuman cada vez más una fisonomía que sustituye una lógica del desenlace por una trayectoria de los dramas expuestos.
Hija del positivismo decimonónico, la novela policíaca nace de la necesidad de abordar los misterios de la naturaleza humana mediante el empleo correcto del método científico: nada queda al arbitrio de lo que convencionalmente conocemos como inspiración o intuición, de ahí que la reflexión sea un elemento rector de su estructura. Por el contrario, la narrativa de Fonseca responde al desorden manifiesto de una sociedad en crisis que apenas obtuvo beneficios de los proyectos civilizatorios de la modernidad al crear medianamente las instituciones de un Estado; pero tales instituciones no devinieron el bienestar que produjo el positivismo y después el liberalismo en las sociedades democráticas (de ahí que la complejidad en la novela policíaca anglosajona esté en la trama y en el individuo; el Estado, por otra parte, juega un papel moral inquebrantable que habrá que admirar). En el Estado latinoamericano, abrevó el fascismo y la grandilocuencia de los regímenes a la Getúlio Vargas que planeó y condujo el Brasil como quien juega al mecano. La corrupción y la amnesia histórica condujeron a una sociedad desamparada; el individuo en las novelas y cuentos de Fonseca quebranta su ética y tiene como condición de vida la fatalidad y la pérdida de las estructuras de apelación. Acaso Fonseca haya leído a Chesterton y terminemos con Gérard Genette con su teoría de que todo texto es paródico. Pero la parodia se disuelve en el contexto narrativo de Fonseca donde priva el caos –causa ininteligible, por otro lado, para escritores como Chesterton.
Por lo visto, Fonseca no es exactamente un autor de novela policíaca. Aunque baste citar, a propósito de considerar el dilema sobre si tal género en menor, a Thomas Narcejac –glosador importantísimo de la novela policíaca- diciendo que en literatura no hay géneros menores, sino libros buenos y malos.[2]

Grandes emociones y pensamientos imperfectos
“Ciertamente había alacranes en aquel sótano. Cuando era niño, mi madre, para ahuyentarme del sótano de la casa, se la vivía contándome historias sobre personas que morían picadas por el aguijón de los alacranes. Siempre jugué con ellos de manera cautelosa, diferente de cómo jugaba con ratones y arañas. Vi muchas hembras parir bebés alacranes vivos y caminar por el piso con las espaldas llenas de hijitos, hasta que se cortaban los lazos familiares y los jóvenes, ya con sus aguijones llenos de veneno, salían por el mundo solitario; el más misántropo de los animales, se aproxima solamente para fornicar o luchar a muerte”. Se trata de un fragmento de la novela Grandes emociones y pensamientos imperfectos (en adelante: Grandes emociones…) Lo que me asombra es la situación en la que se cuenta este episodio infantil del protagonista: está secuestrado en una especie de barraca, con varios días sin comer, presto a la inanición. Y la frase el más misántropo de los animales, se aproxima solamente para fornicar o luchar a muerte es un golpe contundente que alumbra de pronto mis reflexiones; otra vez: el más misántropo de los animales, se aproxima solamente para fornicar o luchar a muerte, la frase sigue bailando, alejada ya de la novela, y se instala para formar parte de la preceptiva de Fonseca: mostrar la naturaleza humana en su contexto más primitivo, en el mundo de las sensaciones de una especie de protosapiens, como si el fracaso de la civilización nos arrojara de la cueva platónica: en donde la civilización sucumbe en la muerte y el erotismo, mostrando la naturaleza humana en sus enigmas, en sus misterios, y porqué no, en la porquería y la canallada. Ese mundo salvaje donde las relaciones siempre están sesgadas por la realidad de una urbe que nos devora en su frenesí caótico. Y esa urbe es casi siempre la contradicción de la riqueza y la lumpenidad, es Río de Janeiro con sus pesados rascacielos de Copacabana, con sus callejuelas de Leme, con la opulencia insultante de Tijuca y las inexorables favelas del norte, es cada intersticio de la ciudad donde ocurre el asombro.
La trama, una ruta:
Isaac E. Bábel nació en Odessa en 1894. Se trata de uno de los mejores escritores rusos del siglo XX. Si apreciamos algunas de sus fotografías, abrevamos en un rostro que se antoja ñoñesco, de un judío con una miopía ostensible. El estado ruso tendió un velo de censura terrible sobre la obra de Bábel. Hoy se le reconoce su valía literaria al lado de Gógol, Gorki, Tolstoi y Chéjov. La precisión con que escribió sus cuentos en El ejército de caballería y Cuentos de Odessa (1921,1926 respectivamente) y el dramatismo casi goyesco con que los revistió, hacen de la obra de Bábel acaso canónica en la literatura rusa.
Bábel es un leiv motiv o un medio inspirador de la novela Grandes Emociones y pensamientos imperfectos. Bábel es el fantasma de un escritor, el otro lado, un personaje mítico que con tintes existenciales que permite a Fonseca literaturizar “el poderoso y obsesivo significado que la violencia tiene para los intelectuales”. A través de Bábel se dispara toda una trama de intrigas y erotismo que ponen de manifiesto la difícil frontera entre la obsesión y el quebrantamiento ético. Con Grandes emociones… Fonseca ha sabido establecer nuevamente los márgenes de la sociedad brasileña en su vértigo y su abismo cotidiano. Y Bábel, escritor ruso, muerto en un campo de concentración por el Estado soviético, una víctima de la violencia de las circunstancias históricas, es el leiv motiv de otro leiv motiv que es el protagonista buscando un texto perdido de Bábel, –ya lo dijimos, una sombra- de otro leiv motiv que es Rubem escribiendo una novela.
Última Tule
Distinguir
una obra literaria por sus correlaciones con las circunstancias sociales del
momento sólo nos precipita en analizar la calidad de arúspice que es el autor:
en la capacidad del autor para mostrarnos la forma en que sobrevive una
sociedad: entre la canallada y el extravío, de la corrupción al crimen: un
apologeta de la violencia que al mostrarla en toda su crueldad (Paseo
Nocturno) critica con el dardo sublime de la luz. Luz por todos lados para
observar esa realidad de Río, desde Ipanema hasta Leblón, de Copacabana a Leme,
del centro de la ciudad histerizado por sus rascacielos a la prostitución de
Flamingo, de los restaurantes donde es preciso disponer guardias armados con
potentes armas al secuestro que se ha hecho un lugar común. Lo cierto es que
Fonseca desarrolla cierta poética que permite asomarnos al mundo que no
queremos: donde la querella se ha vuelto imposible y nos expone al drama del
canalla que todos llevamos dentro.
[1] Rubem Fonseca, Grandes emociones y pensamientos imperfectos, Cal y Arena Editores, México, 1999.
[2] Thomas Narcejac, Una máquina de leer: la novela policíaca; Fondo de Cultura Económica, México, 1986.