
Mientras LEVADURA se preparaba a recoger los últimos textos del mes para la selección de sus dictaminadores, y mientras una parte del equipo se ocupaba de las últimas noticias, saltó ante su vista que 24 personas de su país habían muerto en el campo de batalla. La voz corrió por sus manantiales virtuales, vale decir, entre los suyos.
Entonces llegó en este orden: el asombro, el espanto, la comprensión y el dolor. Por eso quisimos advertir y advertirnos que hay una lucha que no se libra precisamente en las clausuras de la pandemia sino en las salas blancas y desinfectadas de la institución hospitalaria. No entre los que corren al trabajo en medio de muchos más, tan asustados todos, pero también tan necesitados de no perder el empleo, de no faltar a la esquina, la estación, la vía, la calle o la dirección donde se salvaguarda el plato nuestro de cada día. Los que estamos recluidos en nuestras casas y departamentos con sueldos, por lo tanto, con sobrevivencia asegurada, también en eso debiéramos pensar al levantarnos por la mañana y al ir a descansar cada noche.
Entendemos que la situación es tan grave que LEVADURA no puede llegar al punto que quisiera tratar porque en el camino se le atraviesa el problema del transporte, la mujer que caminó dos horas de regreso a su casa con todo el cansancio de la jornada laboral, y se le cruzan también los indígenas intentando vender sus artesanías, los migrantes muertos de hambre que pasan frente a su puerta y los niños encerrados en sus casas de adobe, paja, piedra, cartón o lo que fuera; además al darse cuenta del campo de batalla en que a cada hora, a cada minuto mejor dicho, no, tampoco, mejor a cada segundo, una enfermera, un médico, una laboratorista, una agente o guardia, un vigilante, un cuidador o una portera en la gran casa blanca hospitalaria que no es la casa blanca o mansión que en las esferas del poder se roban todos los días, cae muerto o muerta al suelo mientras sus compañeros no cejan en seguir aunque el colega, el amigo ahí a su costado se ha ido sin siquiera darse cuenta, tan ocupado u ocupada, tan obstinados todos ellos en salvar la vida del otro, de las otras y los otros, en ese inmenso campo que es el hospital asolado por la parca golosa en llevarse a los mejores. En una sola frase porque no se puede parar el aliento cuando uno se da cuenta…
Se trata de 19 médicos (la investigación es del periódico Milenio), un enfermero, dos enfermeras, un laboratorista y una vigilante que entre la mitad de marzo y hasta la fecha, han perdido la vida combatiendo la muerte desde su trinchera, vale decir, desde su profesión. Estos compatriotas nuestros habían dejado de ver a sus familias, de estar con sus hijos e hijas, con sus esposas y esposos, con sus madres y padres, hombres y mujeres en la obstinación de hacer del mundo un lugar compartido donde la fraternidad y la compasión o la responsabilidad ética, o la fe en Dios, o la creencia de Ama a tu prójimo como a ti mismo, o vaya a saber qué impulso, cuál afecto, qué fe los moviera a no cejar en cumplir con el deber sin abandonar el puesto de combate.
Y sí, se necesitan términos de guerra cuando un ejército en delantales blancos esgrimiendo tubos, jeringas, agujas, bisturíes, elige no abandonar la lucha y pelear hasta caer no rendido sino muerto.
Volveremos acaso a la indiferencia de nuestras vidas, a la rutina del trabajo y la pena, a la risa del convivio y la fiesta, a la frivolidad o al estudio y la reflexión, según como venimos siendo, u ojalá cambiemos para mirar al lado y al frente, al costado y al vecino o vecina. Vaya a saber. Lo cierto es que un número considerable de profesionales de la salud con sus rostros sonrientes (hay que verlos en la marca individual que significa cada foto de vida y esperanza), ya no estará para vernos proseguir la huella porque como en las batallas napoleónicas, o en los combates mapuches, han puesto su sangre y su carne para que nosotros pudiéramos pasar sobre ellos y seguir vivos.
Con la marca de los que hacemos LEVADURA.