
(Relato, fragmento, México)
La carnicería. La mejor. La mejor carnicería de la historia de este país. Una fila de cabezas, otra de troncos o esternones, como se diga, torsos, troncos. Lo que uno diría: cuerpos. Esa palabra, cuerpo, lleva a eso, la gran masa central. Cuerpos colgando de sus ganchos en el refrigerador, atrás. La sangre no congelada pero sí quieta, una combinación única de limpieza y sangre. La tabla que no es tabla en realidad, porque la madera, cómo le digo, la madera está viva, más viva que todas esas patas y cabezas. En la madera se quedan residuos, sangre, mugre, se lava y se queda agua y se hacen hongos, todo se infecta. La enorme tabla de plástico, fibra de vidrio dicen, ahormada al brazo y codo del carnicero. El maestro carnicero, el jefe. El cuchillo delgado para lo fino, el cuchillo gigante para quebrar ligamentos, separar extremidades. El afilador de mango blanco. La paleta de fierro para aplanar, en la que el maestro, antes de ser maestro, dejó un dedo. Uno diría que ahí empezó a ser el maestro, una vez que dejó ahí un dedo. La carne suave, manejable. Todo lo que hacen con la carne. Separarla, trocearla, limpiarla, desdoblarla en cien capas. El molino. Los sueños donde uno mete la mano al molino, o a un ventilador. El mostrador con las mejores piezas. Las manos que se mueven solas. Las manos que ablandan, aplastan, soban, arrancan tres pellejos, sacan rebanadas. Hacen bola todo, las manos, meten todo a una bolsa. Las manitas, las orejas, los cubos de tocino. Las cabezas rosas, sonrientes, los ojos cerrados. El delantal blanco, con sangre. La tabla blanca, con sangre. El mostrador blanco, el refrigerador blanco y antiguo, la sangre enfriada y quieta, como un barniz. El cazo de cobre para hervir la manteca y dorar el cuero. La lámpara antimoscas. La cenefa, como se diga, la pared de azulejos, la mitad de pared con azulejos. Un muchacho de sombrero y camisa arremangada que ara la tierra, nubes, un árbol frutal, la muchacha sentada que limpia semillas. Ese dibujo campestre en la media pared de azulejos. Los azulejos descoloridos de una de las mejores carnicerías de México.
En principio se trata de tomar una cerveza porque hace calor y porque lo menos apropiado en ese momento, incluso cromáticamente, es un refresco que deje la boca morada o guinda. Y no hay a la mano más que refrescos, naranjadas espesas y botellas de agua. Cuando se pide la segunda cerveza Jota siente una especie de orgullo: el peluquero lo ha preferido a él por encima de su familia, primas, tías, primos políticos, ahijados, por encima de sus amigos o sus conocidos de siempre, el hombre que les renta el local, el gordo que dejó el negocio hace dos años, el peluquero de niños, la señora de las uñas. Lo ha preferido a él para salir un momento y tomar una cerveza, es decir para apartarse y hablar, o para no hablar, para hacer un primer corte en el camino de esas horas de velorio, lentas y convencionales. En realidad, piensa Jota cuando intuye con vanidad esa preferencia, en estos casos ha de necesitarse no hablar. Y para no hablar se necesita alguien, un acompañante que haga posible el no hablar. El peluquero había propuesto algo más simple, comprar una lata en cualquier tiendita y beberla ahí, en el quicio o en la banqueta. Pero Jota recuerda un lugar cerca, a tres calles, al que no ha ido en un buen tiempo, y toma del brazo al peluquero y le asegura que ahí estarán más cómodos, sentados en las mesas del patio donde podrán fumar. Golpe de efecto de Jota, complicidad fácil la del cigarro, incontestable aun en ese trance fúnebre: varias veces le escuchó al peluquero que la decadencia había comenzado con la prohibición de fumar dentro del establecimiento. Parecemos vagos de secundaria fumando afuera, decía el peluquero, ahí en la calle, y todo por una prohibición que se hizo efectiva no por los inspectores, los inspectores no visitan peluquerías, no hay inspectores antitabaco de peluquerías y estéticas, sino por los clientes, la clientela se hizo la gran inspectora, con su mueca gigante de asco, no les daba asco antes de la ley pero una vez promulgada la ley les empezó a dar asco, incluso un cliente, decía, me llegó a decir que fumar en una peluquería le parecía tan malo como fumar en un hospital. O una clienta, una muy buena clienta, que dejó de venir porque las manos, esas manos que le moldeaban la cabeza o le doblaban las orejas, olían a cigarro. Mis manos. Nunca me lo dijo, decía el peluquero, pero estoy seguro que fue eso, absolutamente.
Una tarde tranquila, entre seis y siete: aún no oscurece pero no falta mucho: el momento ideal para cortarse el pelo es por la mañana, para después bañarse, o casi en la noche si no se tiene ya nada más que hacer. Jota se ha hecho adulto ahí, al menos en esta ocasión, debido al peinado. Ha visto en el espejo cómo caen sus rizos, esos que, uno de cada doscientos días, se acomodaban solos para flotar como aureola oscura. Caen los rizos enteros y el pelo que queda ya no se enrosca, caen las patillas desbalanceadas, se pierde la melena trasera y emerge el cuello, la cabeza toma una forma casi rectangular, sin chiste. Jota exagera la significación del momento. En realidad no hay significación, pero Jota es terco en resaltar el hecho del espejo turbio, con rayones, ya imposible de desempañar, el hecho de su cara que se aquieta y espesa con la caída de los rizos, el hecho de que no ha leído ni ha habido plática, atrapado por lo menos diez minutos por el hecho de ver justo en ese espejo la pérdida de su melena. No la habrá de nuevo, nunca más podré dejarme la melena, piensa Jota. Claro que la habrá, pero eso no importa. Importa el drama, la dulce exageración de la derrota, la proyección de una cabeza casi calva, o más bien, de pelo inmovilizado por tantos años de cortarlo y peinarlo del mismo modo, la rutina sin gloria de terminar como el mejor cliente de una peluquería sin clientes ni leyenda, la imagen de un profesor, Jota, visto ya por los alumnos como uno más de la cuadrilla de viejos que trabajan y mandan en la escuela, los hombros caídos o bien retenidos para siempre en la cima de la tensión como correlato obvio del pelo caído, algunas mujeres que, ahora en su mejor momento, lo juzgarán irreconocible, insospechado su emparejamiento con la más pura medianía, el pacto antifáustico que por los dones de la melena obtiene comodidad y rapidez para peinarse, y de pronto las humectadas humectantes yemas tibias, las yemas del peluquero en su nuca, alistando a repasones la piel para el toque final: la rasurada: se quiebra la atrabancada imagen de la derrota, toca concentrarse en la sensación de esas yemas maestras que calman de golpe la ligera irritación tras la navaja. Jota cierra los ojos, en serio.
Foto de portada: Guido Bompadre